Visita a Malalmuerzo, la cueva que cobijó a los humanos durante 5.000 años de glaciación
EL PAÍS accede a la cavidad donde fue hallado un diente analizado como del segundo ‘Homo sapiens’ más antiguo de Europa se mantiene cerrada y sin programa de investigación
La cueva de Malalmuerzo (Moclín, Granada) recibió a sus primeros inquilinos hace 30.000 años. Allí se fueron sucediendo generaciones de Homo sapiens, probablemente descendientes unos de otros, durante 18.000 años. Esa es la estimación de Pedro Cantalejo, investigador de pintura rupestre y conservador ya jubilado de otra cueva, la de Ardales, en Málaga. La cueva granadina se convirtió en refugio de numerosas generaciones de sapiens durante los 5.000 años aproximados de la última glaciación que asoló Europa, hace entre 23.000 y 19.000 años.
Mientras que lo que hoy es Francia, Alemania o Polonia estaba totalmente cubierta de hielo, sin flora ni fauna, la península Ibérica vivía una realidad bien diferente. El sur de esta era un espacio vivible. En el entorno de la cueva de Malalmuerzo, a 3,5 kilómetros del pueblo granadino de Moclín (3.067 habitantes), la temperatura sería, estima Cantalejo, de unos siete grados menos que la media actual. Un placer para la época. Esas temperaturas permitían sobrevivir a los humanos y a aquello que les servía para seguir vivos: fauna y vegetación, fuente fundamental para su alimentación. Así, la cueva de Malalmuerzo, con el agua del río Velillos a poca distancia, se convirtió en uno de los refugios de transición y salvación del Homo sapiens hasta que la glaciación concluyó. La cavidad tiene, además, un valor especial. Han sido hallados restos de uno de los humanos que se alojó allí: en 2017 se localizó un diente que ha permitido catalogarlo como el, por ahora, segundo Homo sapiens más antiguo de Europa.
El último tramo para llegar a la cueva de Malalmuerzo hay que hacerlo a pie, caminando por un olivar y subiendo a media altura a la cara este del cerro del mismo nombre. Desde su entrada se divisa el Mulhacén, en Sierra Nevada, un área que en el Solutrense, esa fase del Paleolítico de hace entre 23.000 y 19.000 años, extendería sus hielos y la influencia de sus bajas temperaturas muchos kilómetros al levante granadino, hasta la cuenca de Guadix y Baza, pero no hacia esta zona del poniente de Granada, la comarca de Loja. Ahí, “bosques inmensos de coníferas y muchísima fauna, que incluía animales grandes como caballos, toros o cabras montesas”, dice Cantalejo, ofrecían alimento a quienes vivían en ese entorno. A unos 500 metros de la entrada se divisa, además, una hilera de árboles que configuran el recorrido del río Velillos, la fuente de agua para las familias de Malalmuerzo. El investigador estima que en cada generación vivían en Malalmuerzo núcleos familiares de entre 8 y 12 personas “máximo”. También que, en los 5.000 años de glaciación, la cavidad estuvo siempre habitada y que allí podrían haberse cobijado hasta 250 generaciones de humanos.
EL PAÍS ha visitado la cueva guiado por José Manuel Fernández Sánchez, profesor de historia jubilado, espeleólogo y, en las últimas décadas, cuidador de la cueva. Fernández narra cómo Malalmuerzo, que tiene unos 400 metros de recorrido lineal, fragmentado en tres salas principales —la de entrada y dos más con pinturas paleolíticas, unidas por túneles estrechos que hay que recorrer arrastrándose—, ha sido objeto de expolio durante décadas en el siglo pasado. Cuadrillas de ladrones se llevaron todo tipo de material del Paleolítico y del Neolítico, los dos periodos de ocupación de la cavidad, para venderlo en el mercado negro. La consecuencia ha sido no solo la pérdida del patrimonio sino también la estratificación correcta de los materiales en la cueva que, ya se ha perdido. En otras palabras, lo más antiguo ya no siempre está debajo.
La primera sala es un espacio amplio, de 13 metros de profundidad y en cuesta abajo, con diferentes cavidades pero abierta en su parte central. Es el único lugar de la cueva que recibe luz natural y esa era la zona de residencia. Hoy, la única vida del recinto se da en los puntos iluminados por los rayos del sol que entran a través de la puerta. Allí donde inciden hay un levísimo color verde de vida vegetal. Esta sala, defiende Pedro Cantalejo, tenía varias características que la hacía habitable: la segunda mitad del espacio era un “colchón climático” con temperatura estable de 15º o 16º, sin afectación de la temperatura exterior, la disposición en cuesta permitía que el humo de las fogatas saliera fácilmente sin molestar a los residentes y, finalmente, desde dentro se veía lo que pasaba fuera pero no al revés. En esta zona, antes como ahora, el movimiento es fácil y solo hay que cuidar de no darse en la cabeza con alguna zona del techo que es más baja de lo habitual. A partir de ahí, un túnel de unos 15 metros, que hay que hacer arrastrando por una cavidad poco más amplia que un cuerpo lleva a la sala de pinturas paleolíticas donde, dice el investigador, “no se vivía, pero se iba acopiando lo que ahora consideramos arte que entonces sería algo ritual o cultural”.
Pero esos caballos y, en general, todo el arte rupestre de la cueva, estaba, documentados y estudiados desde hace cuatro décadas. La dificultad de llegar hasta esas cavidades más profundas es lo que probablemente las ha salvado de los saqueadores, pero la sala principal, la habitación de los Homo sapiens, fue un entrar y salir de expoliadores durante décadas. Aun así, dice Cantalejo: “La escenografía que vemos ahora es la que tenía cuando estaba habitada”.
A principios de los años ochenta se vivió, además, un acontecimiento que aumentó el interés de los ladrones por Malalmuerzo. Entre el mucho patrimonio histórico que salía de la cueva sin control, se puso en el mercado negro una pieza —una hoja de hacha de piedra con una cabra montesa tallada— que se vendió en el mercado negro por un millón de pesetas (6.000 euros al cambio oficial actual). Eso atrajo a más gente. Comenzó un caos, dice Fernández Sánchez, que duró hasta 2016. Aquel año, este descubrió que alguien llevaba tiempo intentando entrar en una cavidad oculta. Fernández intuyó que aquello era más serio y sustituyeron el candado que había hasta entonces por un cierre más seguro. Ahí es cuando recordaron que Cantalejo había estudiado el arte rupestre de la cueva en 1983.
El agujero que abrían poco a poco los expoliadores daba acceso a una cavidad de poco más de un metro cúbico, a la que se accede reptando. Cantalejo y un grupo de ocho personas trabajaron en esa cavidad una semana, en una franja de un metro cuadrado, arrancando desde el suelo. Ahondaron solo 18 centímetros, en una pared muy dura y difícil, recuerda el investigador, porque estaba calcificada. Aparecieron más de 2.000 piezas de sílex, restos de animales y la estrella del momento, un diente muy bien conservado que, tras el análisis realizado por el Instituto Max Planck de Geoantropología (Jena, Alemania), ha resultado ser el segundo Homo sapiens más antiguo de Europa (el primero procede de Bélgica). Un molar que corresponde a un hombre joven, de entre 25 y 30 años, con buena salud y alimentación, dice Cantalejo, que añade que “tiene un rasgo morfológico muy interesante como es la doble raíz, algo más habitual en las muelas pero no en los dientes”.
La historia del análisis de ADN, por otra parte, nos lleva a un relato de amistad y redes. La semana de investigación que permitió encontrar el diente no la financió nadie. Todos trabajaron de manera gratuita y sin cobrar. Y, por tanto, no había dinero para estudios posteriores. Cantalejo conocía, de otras investigaciones, al director de análisis genético del Max Planck. Lo llamó y quedaron en Alemania: “No me fiaba de que no se perdiera el diente, así que lo metí en un bote de plástico y viajó en mi bolsillo”. Allí, el investigador comentó los pormenores con el alemán que le dijo que intentaría analizar el ADN, también gratis. Meses después, dieron con el modo: lo incluyeron en un análisis de 350 restos de humanos de la prehistoria europea. El diente ya no existe —hubo que destruirlo para su análisis— pero la conclusión sí: el sur de la península Ibérica vivió una glaciación totalmente diferente a la que se vivió en Europa Central y en la granadina cueva de Malalmuerzo la vida siguió prácticamente como si nada. Y, además, dejaron a todos los Homo sapiens posteriores memoria de su ADN en el nuestro.
Ahora, la cueva sigue cerrada a la espera de que alguien decida si merece la pena seguir investigando. Fernández Sánchez está convencido de que en la misma sala en la que se halló el diente hay más material interesante. De hecho, es el único espacio en el que obliga a los visitantes a entrar con mascarilla. Cree que fue un sitio donde el agua arrastraba las cosas de quienes vivieron allí. Cantalejo, por su parte, considera que puede ser el lugar “de la basura”, donde se echaba todo lo que no servía. El alcalde de Moclín, Marcos Pérez, explica que será la Junta de Andalucía la que tenga que echarse para adelante y planificar un proyecto de futuro para la cueva.
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