Por qué “tomar menos azúcar” es el propósito en el que fallamos una y otra vez
El problema no es la cucharadita (o dos) del café, sino cómo esta sustancia se camufla con múltiples nombres en procesados que, por otro lado, no podrían existir sin ella. Lo mejor para librarse de la ‘magia blanca’ no es obsesionarse con su veto, sino comer más fresco
Ejerció tal fascinación sobre Isabel I de Inglaterra que esta acabó luciendo una escasa dentadura de color negro. Y como la reina, la aristocracia europea se volvió loca por él. Pero por entonces solo los ricos tenían acceso al azúcar. Hoy es un vicio al alcance de cualquiera y los números dicen que nos hemos resarcido a gusto de aquella época en la que estuvo vedado para casi todos: consumimos una media de 76,3 gramos de azúcar al día según el estudio ANIBES, una cantidad que triplica el límite máximo recomendado por la OMS. ¿Es tan difícil romper con él, como deja entrever el actor del anuncio Azúcar, te dejo?
La campaña, lanzada por el Ministerio de Consumo a través de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (Aesan), nos anima a zanjar esta relación tóxica antes de que nos parta el corazón. Literalmente: las enfermedades cardiovasculares y la diabetes, además del sobrepeso y la obesidad, que a su vez son factores de riesgo para ambas patologías, son las consecuencias más directas de pasarse con el azúcar. Y con “pasarse” hablamos de superar el 5% del total de calorías ingeridas en el día. Es decir, 25 gramos de magia blanca si usted sigue una dieta media (2.000 kilocalorías).
No parece un límite difícil de respetar, pero te aseguramos que lo es. Incluso si solo te acuerdas del azucarero en el café de la mañana (dos cucharaditas, 8 gramos). ¿De dónde salen el resto de montañas de azúcar que engullimos por cabeza? Responde Imma Palma, directora del Grado en Nutrición Humana y Dietética de la Facultad de Ciencias de la Salud Blanquerna de la Universidad Ramon Llull (Barcelona) e integrante del cuerpo académico de la Academia Española de Nutrición y Dietética: “El gran problema es que no somos conscientes de que lo consumimos porque está en muchos alimentos procesados”. Se refiere al que no vemos, pero que está presente en cientos de productos. Algunos ya viejos conocidos, como los refrescos azucarados o la bollería, y otros de los que quizá no sospechábamos tanto, como las salsas.
Si le quitas el azúcar a un procesado, podrías comer más, pero no querrás. Lo natural sacia antes.
Casi una década atrás ya lo advertía un informe del comité científico de Aesan, que afirmaba que la ingesta de azúcares añadidos no hacía más que crecer. Y hace solo unos meses uno de sus estudios, publicado en la revista Nutrients y firmado junto al Departamento de Nutrición de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), volvía a la carga, identificando como principales amenazas en forma de productos con más de 22,5 gramos de azúcar por cada 100 a helados, galletas, cereales de desayuno y barritas de cereales, bizcochos, pasteles, postres, confituras, chocolates, mermeladas y golosinas.
Por eso, para los expertos queda claro que el principal enemigo a batir en la lucha contra esta sustancia tiene forma de procesado. La razón es que muchos de sus productos la necesitan para poder existir. No solo por el dulzor que aporta y hace irresistible una tableta de chocolate, “que organolépticamente es muy potente, lo que nos crea cierta adicción, animándonos a consumir más”, explica la doctora Palma. “También lo necesitan para dar más volumen a la masa, poder conservar durante más tiempo el producto o como saborizante que neutraliza la acidez”, comenta.
Ahí va un ejemplo: la bollería industrial. “El azúcar ocupa un espacio físico que es difícil de sustituir por un edulcorante artificial sin calorías, ya que no va a tener ese volumen, sería imposible lograr la masa con sustitutos”, señala la académica. Así que aunque la industria lo intente —existen nada menos que 19 edulcorantes artificiales autorizados en Europa—, si el fabricante quiere que una magdalena tenga aspecto de magdalena, no le quedará otra que añadir azúcar puro.
Primer paso: leer el etiquetado
Empecemos por el principio. ¿Cómo saber qué procesados lo llevan y cuáles no? La tarea es más complicada de lo que pueda parecer, porque bajo la que hace siglos se conocía como sal dulce de la India se esconden ahora más de medio centenar de denominaciones. Y eso quiere decir que aunque veamos una lata de tomate en la que dice en grandes letras “sin azúcar”, es posible que no tengamos que lanzarnos a por ella alegremente. “Cuando hablamos de azúcares se incluyen todos los mono y disacáridos, nombrados como glucosa, fructosa, galactosa, lactosa, sacarosa y maltosa”, explica Patricia Casas Agustench, profesora experta en procesados del Máster universitario de Alimentación en la Actividad Física y el Deporte de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).
Por eso la lata de tomate puede no contener azúcar, pero sí fructosa. U otros muchos nombres. Casas recuerda un estudio realizado en España en el que se analizaron 434 productos envasados donde se identificó el azúcar añadido bajo los términos caramelo, azúcar caramelizado, dextrosa de maíz, dextrosa, fructosa, jarabe de glucosa, jarabe de glucosa-fructosa, miel, azúcar invertido, lactosa y azúcar (sacarosa). Y ahí no acaba la lista. Otras posibles denominaciones son azúcar moreno, caña de azúcar, fructosa cristalina, jarabe de maíz, jarabe de maíz alto en fructosa, jarabe de malta, maltodextrina, miel, jugo de caña evaporado, melaza, néctar de agave, jarabe de arce...
¿El consejo de los expertos? Leer la etiqueta de los productos —si hemos dejado la lupa en casa, habrá que hacer un esfuerzo— y sospechar de todo lo que acabe en “osa”, y también de jarabes, zumos y néctares. O seguir una regla que no falla: los ingredientes están listados en cuanto a la proporción que tienen en el alimento, así que si el primero que sale es el azúcar, “pon una alarma, porque quiere decir que seguramente más de la mitad de lo que estás comiendo lo es”, aconseja Inma Palma, que cita como ejemplo la mayoría de marcas de cacao soluble o tabletas de chocolate.
Segundo paso: aprender a diferenciar dulces
Si el asunto de la nomenclatura no es fácil de asumir para los que tenemos cierta dispersión mental, la cosa se complica aún más si intentamos diferenciar los azúcares inofensivos de los perjudiciales. Porque no todo es igual. Hay alimentos, como la leche, la fruta y las verduras, que lo tienen de manera intrínseca. Sin embargo, los especialistas afirman que ese azúcar es saludable porque está formando parte de un todo de vitaminas, minerales, fibra o proteínas. Es decir, sacamos un beneficio de él. Pero si le quitáramos esas propiedades, volvería a mostrar su otra cara, la de villano.
“Los azúcares añadidos son químicamente idénticos al que se encuentra naturalmente en los productos alimentarios, y el cuerpo no puede distinguir la fuente del nutriente. Pero aquí hay un concepto importante y es el de la matriz alimentaria”, explica Casas, que añade que esa matriz es la que define el potencial saludable de los alimentos, porque juega un papel clave “no solo en la regulación de la saciedad y la biodisponibilidad de nutrientes, sino también en el grado de masticación y el tamaño de las partículas después de la misma, las secreciones hormonales, el tiempo de tránsito o la cantidad de fibra que ingresa en el colon humano y sus importantes efectos metabólicos”, explica.
¿Repostería casera? “A mí me funcionan las recetas con la mitad de azúcar”, Emilio Lecona, investigador del cáncer.
Por eso no es lo mismo comerse dos napolitanas, con 500 kilocalorías vacías, que sacar esa energía de alimentos sin procesar o mínimamente procesados: por ejemplo, una ensalada mixta y un plátano. Igual que no es lo mismo consumir jarabe de maíz de alta fructosa que fructosa natural de una manzana, que, paralelamente, también aporta fibra, minerales, vitaminas, antioxidantes, sensación de saciedad... Es como el ya comentado en esta revista célebre caso de los zumos: la naranja debe primar sobre el jugo de la fruta. Si como la pieza entera, me estoy cargando de fibra, minerales y vitaminas, además de azúcar saludable. Si, por el contrario, prefiero bebérmela, “elimino la fibra, que es como tirar oro a la basura, y si no lo tomo rápido, se oxida parte de la vitamina”, advierte Palma.
Resumiendo: además de sustituir los zumos por piezas enteras, el azúcar que tenemos que intentar eliminar es el que o bien añade el cocinero, el fabricante o nosotros mismos, o bien el que lleva el producto de forma natural pero que se incluiría en los azúcares libres, que son los presentes en la miel, los jarabes y los jugos de frutas y los néctares. Es por eso que el etiquetado del envase puede anunciar que “contiene azúcares naturalmente presentes”, y aun así tratarse de un alimento que no debería estar entre nuestros favoritos si hacemos caso a la OMS. ¿Se ha liado? Pase al siguiente nivel.
Tercer paso: comer más sano
Hasta aquí, las instrucciones para identificar el azúcar que no debemos consumir y dónde se encuentra. Sin embargo, podríamos saltárnoslas y optar por una costumbre mucho más sencilla que no requiere tanto estudio: huir de los ultraprocesados. Y, a ser posible, hacerlo desde la infancia, educando al paladar. En opinión de Jesús Vioque, director de la Unidad de Epidemiología de la Nutrición de la Universidad Miguel Hernández (Elche, Alicante), es la única vía para evitar la epidemia de obesidad. Coinciden con él las investigaciones, como la publicada recientemente en la revista Nutrients, basada en el seguimiento de 1.823 niños del estudio INMA a la edad de 4 y 5 años. “Demostramos que los niños que consumían más de una bebida azucarada al día (principalmente zumos y refrescos) tenían 3,23 veces más riesgo de estar obesos que los infantes que tomaban menos de una a la semana”, dice.
Otra razón para evitar los ultraprocesados y, de paso, el azúcar, es que, si los sustituyéramos por alimentos frescos, probablemente no querríamos picotear a todas horas. La profesora Casas hace referencia a un estudio de intervención que comprobó que el consumo regular de alimentos altamente procesados se asocia a una mayor ingesta calórica, “probablemente debido al bajo potencial de saciedad que tienen”, explica. Visto de otra forma: si eliminamos el azúcar, podríamos comer más, claro está. Pero seguramente no haría falta, pues, al decantarnos por productos naturales o mínimamente procesados, nos saciaríamos antes.
¿Moraleja? Comer fresco, de temporada y, si algún día toca capricho, imprescindible mirar el etiquetado prestando especial atención a los productos ya mencionados. Eso o tener la calculadora a mano y recordar que si desayuna un vaso de zumo de naranja (20 gramos de azúcar no bendecido) con un cruasán relleno de chocolate (25 gramos de azúcar) y un café con un azucarillo (8 gramos), a media mañana toma un refresco (33 gramos), escoge de postre un helado (18 gramos) en la comida y, para la sobremesa, de nuevo un café con su dosis de lo mismo (8 gramos), ya habrá superado los 100, y multiplicado por cuatro el límite aconsejado por las autoridades sanitarias. De la merienda y la cena, ni hablamos.
Menos azúcar, ¿menos calorías?
A pesar de que contarlas no es la mejor estrategia para perder peso, es indiscutible que un exceso nos lleva a engordar y reducirlas puede ayudar a revertir los daños de años de mala dieta. Como dice el dietista-nutricionista Juan Revenga en su Instagram, “las calorías hay que conocerlas y tenerlas en consideración cuando sea necesario”. Ahora, ¿qué aporta más: 100 gramos de almendras tostadas o la misma cantidad de almendras tostadas y garrapiñadas? Con esta encuesta en su stories, Revenga provocaba la explosión del 82% de sus seguidores, que contestaron, erróneamente, que las garrapiñadas tienen más calorías. ¿Son entonces más aconsejables por light? “Ni metabólicamente, ni por pronóstico de salud, ni por saciedad. Las almendras solo tostadas son mejores”.
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