“La alimentación no cambia el ADN, pero sí sus reguladores”
Como buen líder mundial en un campo muy novedoso, José María Ordovás (Zaragoza, 1956) sabe que la nutrigenómica, esa ciencia que junta dos campos tan prometedores como la alimentación y la genética, está en plena transformación. Por eso no rehúye las críticas a una disciplina que, 10 años después de su lanzamiento, parece que no da las respuestas que se esperan. Con modestia, admite que, con el tiempo, se ha visto que “con los genes solo resolvemos el 5% o el 10% de los problemas de salud como la obesidad o el cáncer”. Su más reciente libro, La nueva ciencia del bienestar. Nutrigenómica (Crítica) puede, por tanto, considerarse un resumen de lo que se sabe de esta disciplina, pero, sobre todo, usando una figura del propio autor, como “el campamento base” para una escalada al Everest para el que aún faltan muchas etapas.
Pregunta. Parece que en el mundo científico hay cierto desencanto con la genética. ¿Le ha llegado a la nutrigenómica?
Respuesta. Efectivamente, podemos pensar en ese desencanto. Y la culpa es de todos, que hemos querido vender los huevos antes de que la gallina los ponga. El genoma fue muy difícil de lanzar, muy caro, y como todo producto caro había que venderlo muy bien. Y eso se hizo cuando ni sabíamos qué teníamos entre manos. La genómica no lo es todo, y eso lo sabemos cada día más y más. Echamos toda la artillería en la secuenciación, y nos encontramos con que con los genes solo resolvemos el 5% o el 10% de los problemas. ¿Y el resto?
P. Ahora el foco se pone en los factores que regulan los genes, en la epigenómica. ¿Tendremos una nutriepigenómica?
R. Ya estamos avanzando en esos temas. Es como escalar el Everest, partes del campamento base, que es la secuenciación, y a partir de ahí hay que establecer el campamento 1, el 2. Lo que pasa es que para llegar de uno a otro podemos tener que atravesar enormes simas. Y, además, partes del campamento de la genómica mal pertrechado.
P. Centrándonos en la nutrición, lo que parece claro es que lo que comemos no va a cambiar nuestros genes, pero sí los factores que los regulan.
R. Eso habría que matizarlo. Los genes sí han cambiado con la alimentación, y ahí está el caso de la tolerancia a la lactosa, que fue una mutación que, como se vio que era beneficiosa, se ha ido extendiendo. Lo que no ocurre es que cambien en un individuo de un día para otro. No podemos cambiar la secuencia, pero sí la regulación. Y eso pasa con los factores epigenéticos que regulan los genes.
P. ¿Y cuál de ellos es el más interesante para usted en este momento?
R. Hasta ahora pensábamos que la regulación de los genes estaba en otros genes. Pero necesitábamos hilar más fino, y aparecieron los micro-ARN. Estos son pequeñas cadenas de material genético con una función muy clara: hacer de freno de mano de los genes. Son un control añadido.
P. Pero, ¿cómo modificamos esos micro-ARN? ¿Los comemos?
R. Estamos en un cambio paradigmático en nutrición, y es en lo que estamos trabajando. Estamos no sé si a días u horas de publicarlo. Por los ensayos que hemos hecho, es posible que esos micro-ARN los comamos, no los destruyamos durante la digestión, y luego pasen a actuar sobre nuestros genes. La alimentación no cambia el ADN, pero sí sus reguladores. Sería una prueba más de que somos lo que comemos.
P. Con este planteamiento le está quitando mucha de la magia a la nutrigenómica. Lo que parecía que se esperaba de ella es que con un análisis de sangre nos dijeran qué debíamos comer para sentirnos mejor. De hecho, ya hay laboratorios que lo ofrecen.
R. Si descartamos las intolerancias, que son otra cosa, esos análisis no tienen sentido.
P. ¿Son un fraude?
Con los genes resolvemos el 5% o el 10% de los problemas de salud”
R. Podríamos decir que sí. Se basan en análisis que se han hecho en los años ochenta con pruebas poco fiables, pero que cada tiempo aparecen en el mercado, están una temporada, se retiran y vuelven a empezar.
P. ¿Y si los análisis se hicieran del epigenoma? ¿Podremos saber si a una persona le conviene comer peras o manzanas?
R. Para empezar, no hay análisis de epigenoma. Y, para seguir, eso no serviría de nada. Eso no es nutrigenómica.
P. ¿Qué podemos esperar entonces de esa ciencia?
R. Con los análisis genéticos solo podemos saber la predisposición a tener las enfermedades más comunes (diabetes, obesidad, hipercolesterolemia). Pero no podemos saber hasta qué punto. El siguiente paso es saber cómo actuar. Porque hay personas a las que les da lo mismo comer más o menos ácidos grasos, porque tienen unos genes muy resistentes. También podemos saber cómo les beneficia el tomar más omega-3. Porque hay personas que de alguna manera son resistentes, y por mucho que tomen no notan su beneficio. Y lo mismo ocurre con vitaminas, minerales... Hay personas que tienen más necesidades.
P. Pues estamos en dirección contraria, donde ya cuidamos la alimentación hasta el extremo de crear ortoréxicos.
“La alimentación no cambia el ADN, pero sí sus reguladores”
R. Esos tienen un problema, porque, al final, lo más probable es que el estrés que les da vigilar tanto lo que comen arruine su efecto beneficioso. Lo que ocurre, sin llegar a esos casos, es que, como no tenemos sentido común, vamos a la artillería pesada, y lo que queremos es que todo nos lo solucionen con una pastilla
P. El interés de la industria alimentaria por vender sus productos no como sabrosos sino como sanos también influye. En el reciente Congreso Mundial de Nutrición de Granada las conclusiones eran que era bueno tomar café, agua, vino, cerveza, leche, agua, refrescos, pan, huevos, fruta, carne...
R. Tanto que no daría tiempo.
P. Ya advierte que en su libro no hay dietas, pero, ¿cuál sería entonces el consejo?
R. Para personas sin una patología, se trata de comer de todo, pero menos. No en cada comida, sino en un balance semanal. Y hacer ejercicio. Lo que pasa es que eso nos cuesta. Ya decía Grande Covián que es más fácil cambiar de religión que de dieta. Por eso yo siempre digo que, en medicina, las cuatro pes (prevención, predicción, personalización y participación) no sirven si no hay una quinta, la del placer. Sin ella, apaga y vámonos.
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