Buscando a Leopoldo desesperadamente
Vamos de peldaño en peldaño, hasta la intervención total, según escribía ayer mismo en estas páginas Jesús Ceberio. Mañana entraremos en agosto, mes de sobresaltos, porque los agentes de los mercados, si se presentara la ocasión, preferirían como en otros agostos el negocio opíparo a las vacaciones relajadas, siempre susceptibles de aplazamiento. La crisis sigue activa, el oráculo de Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, sirvió para comprar tiempo, sin garantía alguna de que volviéramos a las andadas. La última esperanza, como cuando las dos guerras mundiales, reside en que los americanos hagan su apuesta por Europa. Veremos qué dan de sí las visitas del secretario del Tesoro de Estados Unidos, Timothy Geitner, al ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble, y a Draghi. Los impulsos llegados de Washington, donde el presidente Barack Obama se juega su reelección en noviembre, podrían ser decisivos para que el euro acabara saliendo de la crisis. Aunque el despacho de la agencia Bloomberg sobre el primero de esos encuentros en la isla de Sylt se limita a un llamamiento a la cooperación internacional y a un brindis de reconocimiento a las reformas de España, Irlanda y Portugal, sin mención a Grecia, lo que infundirá sospechas.
Aún así tampoco nadie nos va a relevar del cumplimiento de penosas tareas intransferibles si bien en un escenario más favorable podríamos afrontarlas con algún alivio parcial de la angustia que nos deprime. Nuestro Gobierno oscila de la insolencia a la desolación mientras por todas partes cunde el desafecto a los políticos y a los partidos de todo el arco en que se encuadran. Es un peligroso sentimiento que se difunde con grave incremento del riesgo-país porque, descartados todos ellos ¿cuál sería la solución? El clamor más generalizado aboga por un gran acuerdo nacional del que habrían de formar parte junto con los populares, los socialistas y los nacionalistas vascos y catalanes para llevar adelante un programa de reformas y crecimiento, y emprender un diálogo que impida un país sublevado cuando llegue la rentrée de septiembre. Pero un pacto de esa amplitud es inconcebible bajo el liderazgo de Mariano Rajoy, cuyo eclipse se advierte irreversible. De ahí que ya se esté buscando a un nuevo Leopoldo desesperadamente.
La ventaja cuando el presidente Adolfo Suárez entró en fase de eclipse, observable, es decir, a partir de la moción de censura presentada por el socialista Felipe González el 28 de mayo de 1980, era que entre quienes le acompañaban en el banco azul había donde elegir para proponer un sucesor en momentos convulsos, en tanto que en el Gabinete del presidente Rajoy a ninguno se ve capaz de asumir ese encargo. La investidura parlamentaria de Calvo-Sotelo fue interrumpida por el golpe de Tejero y Milans, algo ahora inimaginable, toda vez que las Fuerzas Armadas dejaron de formar parte de la amenaza para ser un sumando básico de la defensa nacional y brindar un ejemplo de modernización y de servicio. El hecho es que aquel presidente se puso de inmediato a la tarea y rindió unos servicios eminentes al país, que pocas veces le han sido reconocidos. Renunció a encabezar las listas electorales de su partido a favor de Landelino Lavilla y acreditó además un saber perder a la altura de otros grandes.
Mariano Rajoy venía a recuperar la confianza en España pero ha conseguido evaporarla en solo siete meses de Gobierno, a base de reformas los viernes, duelos y quebrantos los sábados y ningún palomino de añadidura los domingos. Su obsesión por invalidar las cifras de su antecesor, José Luis Rodríguez Zapatero, y el afán de descargarse de responsabilidades en todas direcciones, empezando por las comunidades autónomas, pulverizó la credibilidad internacional de la economía española, desautorizó al Banco de España y entregó sus atribuciones a los auditores extranjeros, quienes fijaron nuestras necesidades a partir de las establecidas para Bankia por su nuevo presidente José Ignacio Goirigolzarri. Así llegamos al récord histórico del paro, que afecta a ya 5,7 millones y supone el 24,6 % de la población activa. Mientras, el Fondo Monetario Internacional pronostica recesión aguda por falta de crecimiento en tanto que la prima de riesgo y el interés al que colocamos la deuda nos acercan al rescate.
Esa es la realidad de la que Rajoy no quiere decir el nombre, sin haber aprendido del coste pagado por su antecesor Zapatero cuando se prohibió a sí mismo reconocer la crisis y renunció a pronunciar ese vocablo. Tampoco quisimos en 1898 reconocer que Cuba y Puerto Rico tomaban su propio destino y llegó el desastre de la España sin pulso que escribiera Francisco Silvela en agosto de ese año.
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