Metidos en un buen lío
Este Gobierno no sabe adónde va y comienza a dar la impresión de improvisar, o de limitarse a cumplir, dando palos de ciego, las órdenes que desde fuera se le imponen.
Tal es la impresión que ha logrado transmitir este Gobierno, resumen en dos palabras, de los famosos cien días de poder: “Vivo en el lío”, parece que dijo el presidente del Gobierno de España al presidente de la Generalitat de Cataluña. No hacía falta que lo reconociera. La gente, que no es tan tonta como por lo general suponen los políticos, ya nos habíamos dado cuenta. Este Gobierno no sabe adónde va y comienza a dar la impresión de improvisar, o de limitarse a cumplir, dando palos de ciego, las órdenes que desde fuera se le imponen.
Suele ocurrir cuando al primer contacto con el poder se desploman convicciones arraigadas. Los actuales responsables de la política económica creían que una bajada general de impuestos sería como bálsamo de fierabrás, remedio milagroso de todos los males; dijeron que nunca, nunca, nunca, concederían una amnistía fiscal a los aprovechados de esa enorme bolsa del fraude sobre la que navega un cuarto de nuestra economía; aseguraron que con solo devolver la confianza a los mercados bajaría la prima de riesgo y surgirían por generación espontánea los emprendedores; y daban por cierto que con abaratar el despido y liquidar el derecho laboral, el empleo se multiplicaría como los panes y los peces de la bucólica escena evangélica.
Pero la bajada de impuestos se trasmutó en alza generalizada, el fraude a Hacienda se ha visto recompensado con una amnistía, los emprendedores toman camino de Canadá, la prima de riesgo asciende a valores que vuelven temible la intervención y el paro amenaza con alcanzar la insoportable cifra de seis millones. Y todo eso sin esperar a la aprobación de los Presupuestos: han bastado cien días, y unas medidas de choque acompañadas de una sedicente reforma laboral, para extender por toda la sociedad, incluido un sustancial sector de votantes del PP, la sensación de que este Gobierno vive, como su presidente, metido en un buen lío.
Un lío que se complica por la ausencia de una voz dotada de autoridad que indique el camino de salida. No la tiene el presidente, que a pesar de la mayoría conquistada en las elecciones carece de un discurso creíble, no solo porque hace ahora, punto por punto, todo lo contrario de lo que dijo antes, sino porque el agravamiento de la situación le ha dejado literalmente sin habla y solo balbucea excusas, al modo de: miren ustedes, no hacemos lo que quisiéramos, pero lo que sí estamos en condiciones de asegurarles es que lo que hacemos, lo hacemos porque no podemos hacer otra cosa y, además, porque todo lo que hacemos hoy está destinado a hacer mañana lo que hoy no podemos hacer.
Se extiende así entre el personal una sensación parecida a la que precipitó la caída de su antecesor, cuando desde una noche oscura de mayo repetía desolado que ya quisiera él hacer lo contrario de lo que hacía. El lío aún se agrava porque a esta ausencia de discurso presidencial acompaña cierto barullo en los discursos de los ministros, que dan la impresión de actuar cada cual por su cuenta, cada cual a su aire, pensando en no excitar los ánimos de sus respectivas parroquias. Se lleva la palma en este empeño el ministro de Justicia con su violencia estructural, pero no le van a la zaga el fiscal general del Estado, o el ministro de Educación, por no hablar del tándem de Economía y Hacienda, ante la mirada de Industria y Trabajo.
Solo queda un consuelo: el lío en que anda metido el Gobierno no es menor, aunque sea de otra índole, del que atenaza a la oposición. Si algo ha quedado claro tras los cuatro últimos años de gobierno socialista y los cien primeros días de gobierno popular es que el Estado de bienestar construido en Europa durante los treinta años gloriosos, y en España a partir de la consolidación de la democracia, exige profundas reformas impuestas por el cambio radical de realidad social y financiera que le había servido de cimiento y de sustento.
Desde la caída del muro de Berlín es abrumador el debate sobre el futuro o el fin de la socialdemocracia; convendría pasar a la acción y, lo que son las cosas, parece como si los electores andaluces, que han bajado los humos al PP mientras castigaban al PSOE, hubieran decidido colocar al conjunto de la izquierda ante su penúltima ocasión diciéndole: es hora de demostrar con hechos que no solo otro discurso, sino otra política, es posible. A ver si es verdad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.