Lápices digitales para diseñar el futuro de las mujeres de Afganistán
La ilustradora Sara Barackzay asegura que no renuncia a su sueño de desarrollar la industria del dibujo digital en el país del que tuvo que huir tras el regreso de los talibanes. A través de sus obras, y desde el exilio en Canadá, denuncia la situación de las afganas
En las ilustraciones de Sara Barackzay hay burkas, escombros, sombras. Pero también mujeres fuertes, naturaleza, luz. Sus trazos hablan de lo que sucede en el pedazo de tierra en el que le tocó nacer y que tuvo que abandonar hace algunos meses. “No he tenido seguridad ni paz en toda mi vida”, asevera. Ahora, a miles de kilómetros de su Afganistán natal, otra vez en manos de los talibanes, esta ilustradora y animadora no renuncia al propósito de que sus lápices digitales contribuyan a diseñar un futuro distinto.
Barackazay cuenta que cuando era niña siempre quiso hacer algo nuevo, diferente. Con cuatro años comenzó a dibujar con lo que tenía a mano. “Como no había facilidades en Afganistán, trabajaba, sobre todo, sobre madera y con cualquier utensilio que tuviese”, comenta por correo electrónico. Un libro, dice, no sería suficiente para recoger todos los desafíos a los que tuvo que hacer frente desde entonces.
Al conflicto, la falta de oferta educativa en el campo que eligió y al poco valor que se le daba al arte en el país, relata, se sumó la reticencia de su entorno. “Nadie, ni siquiera mi familia y mis amigos estaban de acuerdo, pero yo realmente quería empezar [a estudiar] animación”, recuerda esta joven de 23 años. “El 90% de las reacciones fueron negativas y malas. Pero nunca me rendí. Me quebré muchas veces, pero sabía que finalmente lo lograría”.
Barackzay nació bajo el mandato de los talibanes, que emergieron en 1994 en el conflicto civil que siguió a la retirada de las tropas de la Unión Soviética, en el que diferentes facciones de muyahidines que habían derrotado a Moscú con apoyo estadounidense se disputaban el poder. Esta guerrilla, que hunde sus raíces en una madrasa (escuela islámica de estudios superiores) en la provincia de Kandahar, tomó la capital del país, Kabul, en 1996. A partir de ese momento, los “estudiantes”, lo que significa su nombre, impusieron su ley e ideología, que aúna fundamentalismo religioso y el código social conservador pastún.
Con las barbas y los Kaláshnikov llegaron los burkas, el destierro de las mujeres de la vida y espacio públicos, y también la prohibición de la educación para ellas. Establecieron castigos como lapidaciones, amputaciones y ejecuciones; acabaron con cualquier expresión artística no islámica, como los Budas de Bamiyán, y comenzó la represión y persecución de minorías étnicas y religiosas.
Cinco años después, tras los atentados del 11-S, Estados Unidos invadió el país y, junto a la Alianza del Norte, en la que se agrupaban diversas milicias, desalojó del poder a los talibanes. Su líder, el mulá Mohamed Omar, había dado refugio a Osama Bin Laden, cerebro de los ataques. Los integristas se replegaron hacia zonas rurales y Pakistán y se inició una transición hacia un modelo democrático bajo la ocupación estadounidense y sus aliados de la OTAN, pero la facción seguía viva y el conflicto continuó.
“Cuando crecí un poco y veía las condiciones de mi país me dije: ¿por qué tiene que ser así? ¿Por qué no pensamos en cambiarlo?”, recuerda esta mujer de ojos grandes. Exploró diferentes opciones hasta que dio con su camino: “Llegué a la conclusión de que en Afganistán no había animación. Y la animación y el arte digital pueden marcar una gran diferencia”.
Cuando reparaba en sus cuadros deseaba verlos cobrar vida y tras acabar la escuela recibió una beca para aprender a hacerlo en Turquía. “Después de graduarme, mi objetivo era desarrollar el Equipo de Animación de Mujeres Afganas [que fundó en 2013] y dar más clases”, comenta. Quería que las jóvenes y niñas lo tuvieran un poco más fácil que ella, mejorar sus posibilidades de aprender arte y animación y de encontrar un trabajo después, por lo que durante años ha compartido lo que sabía y aprendía. “La experiencia de enseñar este arte fue muy exigente, pero agradable, porque pude ayudar a otras niñas de mi país”, recuerda.
A pesar de la carencia de instalaciones, de un acceso limitado a internet y de los recelos externos, siguió adelante. “La mayoría de la gente nos dice que la animación no es un trabajo para chicas y que es pecaminoso. Y la mayor parte del tiempo se burlaban de nosotras…”. Barackzay habla de las amenazas que recibió por parte de extraños cuando empezó a enseñar a otras jóvenes. “En los siete últimos años, la mayoría sucedió en los dos últimos, he sido más discreta y he estado más escondida, pero todavía hacía mi trabajo…”, cuenta. “Mucha gente no solo tenía problemas con la enseñanza y el desarrollo, sino también con mi arte”.
El acceso de las niñas a la educación y los derechos de las mujeres en general avanzaron tras la invasión estadounidense, pero la situación aún estaba lejos de ser ideal. De acuerdo con los datos publicados por Unicef el pasado abril, con cifras de 2015, el 37% de los niños y niñas no acudía a la escuela primaria; entre las niñas, el indicador alcanzaba el 47%. Y a mayor nivel de enseñanza, mayor porcentaje de niñas excluidas. El 56% no estaba escolarizado en los primeros años de secundaria, frente al 25% de los varones. En los cursos finales, la cifra se eleva hasta el 73% para ellas y el 43% para ellos.
Detrás de la baja presencia de niñas en la escuela están las creencias y prácticas culturales y religiosas que perpetúan el género, la inseguridad, el conflicto y la capacidad económica de las familias, entre otros factores. Las dificultades se incrementan con la llegada de la pubertad. La desaprobación familiar y el matrimonio infantil, aunque se trataba de una práctica en descenso, tienen un peso importante en la desescolarización de las niñas y adolescentes, según un informe del Fondo para la Infancia de la ONU.
En febrero de 2020, el expresidente Donald Trump acordó con los talibanes la retirada de las tropas. El nuevo inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden, mantuvo el compromiso y el ejército estadounidense y el resto de fuerzas internacionales abandonaron el país a finales de agosto. Dos semanas antes de que el último soldado de Washington subiese a un avión, los talibanes habían entrado en Kabul tras avanzar por todo el país en apenas tres meses.
En los días que precedieron y sucedieron a la toma de la capital, las publicaciones de Barackzay en Instagram hablaban del silencio, de la quietud del mundo frente a lo que estaba ocurriendo. De decepción. “Estaba en shock por lo que pasaba en mi país. Después de la caída, no sabía qué era la esperanza”, relata. El regreso de los talibanes supuso una amenaza para la seguridad de las mujeres, especialmente para aquellas como Barackzay, profesionales y defensoras de sus derechos.
También puso en suspenso y en peligro los avances logrados hasta entonces. La cúpula talibán aseguró que las cosas iban a ser diferentes para ellas, pero, al menos por el momento, sus promesas han quedado sepultadas bajo nuevas viejas restricciones, imposiciones y controles. Las niñas que cursaban primaria pudieron volver a la escuela junto a los niños el pasado septiembre, no así las de secundaria, a partir de 12 años.
Hasta el momento se mantiene esta situación, aunque Catherine Russell, directora ejecutiva de Unicef, dijo a Associated Press recientemente que los talibanes habían mostrado su compromiso a permitir la reincorporación a finales de marzo. “Tristemente, la reapertura de nuestras escuelas fue una excepción, ya que no hubo una aprobación nacional para que las niñas [mayores] volviesen al colegio”, lamenta Andreas Stefansson, secretario general del Comité Sueco para Afganistán. Ellos pudieron abrir todos sus centros independientemente de la edad de las alumnas, que suponen el 60% de los 100.000 estudiantes que tuvieron en 2020.
“Se ha negado durante meses el derecho a la educación de cientos de miles de niñas adolescentes”, asegura el secretario general de esta organización con más de 40 años de trabajo en el país. “Los talibanes deben cumplir su palabra y permitir que todas las escuelas para niñas reabran después de las vacaciones de invierno. Cada día que no se permite a una adolescente regresar al colegio, aumenta el riesgo de que se case y no vuelva los estudios”.
Al margen de la postura del Gobierno de facto, existen otros problemas de carácter económico. “La financiación a largo plazo del sistema educativo es actualmente una gran fuente de preocupación”, apunta Stefansson. El parón en la ayuda exterior y las sanciones afectaron al mantenimiento económico del sector público afgano.
El pasado febrero, Unicef se hizo cargo de los salarios de los profesores del país durante dos meses y, a principios de marzo, el Banco Mundial aprobó 900 millones de euros, fuera del control talibán, para el Fondo Fiduciario de Reconstrucción de Afganistán. Stefansson señala que las medidas provisionales, como la de la agencia de las Naciones Unidas para la Infancia, son costosas e insostenibles: “La comunidad internacional debe unirse y encontrar formas de apoyar a largo plazo”. Actualmente, la mitad de la población se enfrenta a niveles altos de inseguridad alimentaria y casi nueve millones están al borde de la hambruna.
Hace ya siete meses que volvieron las cárceles de tela azul que la pintura borró los rostros de mujeres de los escaparates. Barackzay no ha dejado de dibujar sus caras y sus voces. Ahora está completando su formación como animadora en la Escuela de Cine de Vancouver, su “escuela soñada”, en Canadá. Si no fuera por la ayuda de dos miembros de la administración del centro, dice, estaría en una situación complicada.
A corto y medio plazo tiene la vista puesta en finalizar los estudios que cursa y adquirir experiencia profesional trabajando en una gran compañía de animación. Pero eso es solo una parte: “Como siempre, mi mayor deseo es que haya paz en Afganistán. Y mi mayor objetivo es desarrollar el campo de la animación y la industria digital en mi país”.
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