El pedregal donde el mulá Omar hizo prender la semilla de los talibanes
Los habitantes de Singesar, un poblado de casas de barro en Kandahar, recuerdan los tiempos en que su vecino fundó la guerrilla que hoy gobierna Afganistán
Un camino de cabras en el que el polvo se mastica entre bache y bache lleva a Singesar, un poblado, como la mayoría en la provincia afgana de Kandahar, levantado a base de construcciones de adobe. No hay asfalto, ni tendido eléctrico, ni canalizaciones de agua. Aquí se asentó con su familia cuando todavía era un gran desconocido en la política, en la religión y en las armas el que acabaría convertido en el mulá Omar.
Los talibanes, nacidos de su mano como movimiento en 1994, todavía no existían, al menos fuera de la cabeza de este clérigo tuerto de biografía casi misteriosa cuya muerte en 2013 solo se conoció dos años después. La protección que ofreció a Osama bin Laden tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 fue el detonante de la entrada de las tropas de EE UU en Afganistán que, dos décadas después, ha terminado con los talibanes recuperando el poder.
“Él no era nadie, nadie, cuando llegó aquí. Alguien pobre, muy pobre”, repite en tono de admiración Abdul Majid, de 72 años, el jefe de Singesar, mientras señala el espacio hoy vacío en el que se levantaba la vivienda de Mohamed Omar. Al lado, la mezquita donde se convirtió en mulá, es decir, en instructor de los talibanes (alumnos). Cuenta Majid que el clérigo alternaba las clases en la madrasa (escuela coránica) con el combate a las tropas soviéticas que invadieron Afganistán, lo que le costó la pérdida de su ojo derecho.
Una de las estancias en las que, según los vecinos, impartía sus lecciones es un espacio hecho de barro de apenas seis u ocho metros cuadrados. Cuenta con unos ventanucos por los que a duras penas entra la luz natural, el techo lo sostiene un entramado de palos y cualquier tipo de mobiliario brilla por su ausencia. Hormigas de un calibre considerable escalan por todos sitios.
Un enjambre de niños, niñas y hombres rodea a Abdul Majid mientras hace de guía, expectantes y curiosos ante el inusual espectáculo de la llegada de un extranjero. “Recuerdo ver corretear por aquí de pequeño, con cuatro o cinco años, a su hijo Mohammad Yaqoob”, descendiente de una de las cuatro esposas de Omar. Yaqoob ha sido en estos últimos años el máximo responsable militar de la guerrilla y ahora es ministro de Defensa del Emirato Islámico de Afganistán.
Mohamed Omar llegó a Singesar siendo joven, en torno a la veintena de años tendría, calcula Abdul Majid. El jefe del pueblo, que debe rondar los 1,90 metros y es el más alto con diferencia de todos los presentes, eleva su mano hasta arriba para recordar que su estatura es la misma que la del más insigne de los vecinos que han tenido. El mulá Omar “fue un gran hombre, es el responsable de que hoy tengamos una vida mejor”, comenta Abdul Basir Nuri, un talibán de unos 20 años que no se separa de su kaláshnikov. Delante de él, dos jóvenes extraen agua mediante una manguera que fluye de un depósito gracias a un generador. La luz procede de alguna que otra placa solar. Lo de la vida mejor no se refiere a lo material. “Estamos bendecidos y damos gracias a Dios”, aclara.
Rahmadin, de 50 años, es el otro vecino, además del jefe del poblado, que coincidió con el mulá Omar. “Éramos amigos y confiábamos mucho en él”. Todos los que le rodean se apresuran a lanzar alabanzas a coro. El imán de la mezquita es Hayat Khan, de 49 años, llegado a Singesar hace siete. Afirma que es un “orgullo” poder ocupar el puesto desde el que el mulá Omar, fallecido en 2013 tras una vida alejada de los focos, saltó a la fama como fundador de los talibanes. Tras la invasión de EE UU en 2001 no se volvió a ver al que era uno de los hombres más buscados del mundo y por el que la Casa Blanca ofrecía 6,7 millones de dólares.
Ardor guerrero, fe en Alá y terrorismo
La mezquita de Singesar, probablemente el edificio más decente de los alrededores, preside un recinto intramuros junto a un pequeño cementerio con siete tumbas de notables locales. Salpicadas dentro de la parcela aparecen algunas casuchas adonde llega una patrulla de talibanes en todoterreno que ni siquiera pide los papeles al visitante.
Nada tiene que ver el lugar con un destino de peregrinación como otros en los que se venera a héroes de la patria afgana. Ni lo es ni lo pretende ser. Pero sorprende que en este pedregal árido, reino de la escasez, se cimentara el nacimiento de la banda de radicales yihadistas que en chancletas, con turbante y kaláhsnikov ha acabado por derrotar a un ejército gubernamental supuestamente superior tras 20 años de escaramuzas y terrorismo. El ardor guerrero y la fe ciega en Alá de miles de barbudos desarrapados, en gran parte bajados del monte o salidos del Afganistán más rural, recuerda a la derrota infligida hace un siglo por los rifeños a las tropas españolas en el desastre de Annual.
El reportero pregunta en Singesar de manera insistente por los años y los periodos de tiempo concretos en los que el mulá Omar permaneció en el pueblo. Pero es imposible tener detalles. Pedir que se mida la vida por fechas a personas que no saben ni la edad que tienen es complicado. Ni siquiera está del todo confirmado que Omar naciera en 1959, como han apuntado algunos autores. En febrero de 1995 él mismo calculaba que debía tener unos 35 años cuando le inquirió sobre su vida el periodista paquistaní Rahimullah Yusufzai, fallecido este mes.
El vicepresidente de la Cámara de Comercio de Kandahar, Abdul Baqi Bina, de 60 años, conoció al mulá Omar en 1994. Los talibanes, recién nacidos, acababan de tomar Kandahar, lo que les sirvió para ir ganando terreno y tomar el control de Kabul de 1996 a 2001. Lo describe como un líder accesible, al menos esos primeros años del movimiento. “Los empresarios siempre hemos sido muy importantes para los talibanes”, explica Bina en el salón de su casa. “Aunque nosotros no éramos políticos, nos consultaba”, añade. Por entonces, la ruta que lleva desde Irán y Turkmenistán por carretera a Pakistán a través de Kandahar era un nido de distintas facciones; cada una pedía su peaje a los camioneros. Con los talibanes, cuenta, eso se acabó.
Por eso confía ahora en que la corrupción que muchos aseguran haber sufrido con los presidentes Hamid Karzai y Ashraf Ghani también se acabe. Esta, según los testimonios escuchados en Kandahar, es una de las lacras que ha servido de caldo de cultivo para que los talibanes sean aceptados incluso por aquellos que dudan de su capacidad y de su despiadado método de imponerse sin respetar los derechos humanos.
Singesar y los pueblos de alrededor, junto a la carretera que lleva de Kandahar a la provincia de Helmand, estaban considerados como un auténtico bastión talibán en las dos décadas de ocupación militar de Afganistán. Estos días reina la calma. Como recuerdo de la guerra quedan tumbas salpicadas por los alrededores y el túnel excavado para escapar bajo tierra de la mezquita durante los bombardeos o ante posibles redadas de las tropas internacionales o el ejército gubernamental. Está tapado con un viejo tablón y lleva directo al exterior del recinto, a 30 o 40 de metros de distancia. Hoy no es más que una atracción en la que algunos jóvenes emulan los días batalla.
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