Del dato a las personas: el hambre que no se ve en los informes de la ONU
Los estudios de las grandes organizaciones internacionales alertan del empeoramiento de la desnutrición entre la infancia. En el extremo norte camerunés no hacen falta estadísticas. Los estragos entre los más pequeños saltan a la vista
Niños, niños y más niños por todas partes. Y mujeres también, la mayoría cargadas con ellos a la espalda, en los brazos o en el regazo. Todos aquejados de la enfermedad del que nada tiene. Este es el desolador paisaje de un centro de salud especializado en atender a hambrientos en el norte de Camerún que demuestra lo que vienen avisando las más importantes organizaciones de ayuda internacional desde el pasado verano sobre el estado de la inseguridad alimentaria en el mundo: que vamos a peor. El pasado verano veía la luz la evaluación más importante que la ONU publica cada año y los datos fueron pesimistas: a finales de 2020, entre 720 y 811 millones de personas no sabían si al día siguiente tendrían algo que llevarse a la boca. En comparación con el año anterior, el hambre aumentó más de un punto porcentual, y el aviso fue claro: no se va a erradicar esta lacra para 2030 a pesar de que lo estipulado en los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Además, la covid-19 y las medidas de contención relacionadas han alejado considerablemente cualquier mejora.
En el centro de salud de Kourgui, una localidad rural del extremo norte camerunés, los alambres de espino, las vallas y el par de guardias armados en la puerta son las primeras señales de que algo no anda bien: los habitantes de esta localidad y de toda la región, de cuatro millones de habitantes, viven hostigados por grupos armados como Boko Haram y el Estado Islámico de África Occidental (ISWAP). Y por las consecuencias de sus actos: inseguridad, cierre de servicios básicos —porque ni los maestros ni los médicos quieren vivir aquí— y una pobreza rampante donde la vida se sustenta, casi exclusivamente, en la agricultura y ganadería a pequeña escala de aquellas familias que todavía no han salido huyendo. En este país, más de la mitad de sus ciudadanos (un 55,8%) está en una situación de “inseguridad alimentaria moderada o grave”, es decir, que alguna vez han llegado al punto de pasarse un día entero sin comer. Se mire a donde se mire, la foto es igual de catastrófica: los niños no tienen con qué alimentarse, o repiten siempre lo mismo ―maíz o un cereal por el estilo― porque las circunstancias no dan para más.
Si las noticias del pasado verano venían malas, las de otoño son peores, porque otro informe de las Naciones Unidas, este sobre el estado mundial de la agricultura y la alimentación en 2021, publicado hace una semana escasa, revela datos globales de nuevo vergonzosos: 3.000 millones de personas, el 45% de los humanos del planeta, no se pueden permitir una dieta saludable, es decir, rica en nutrientes y en cantidad suficiente. De nuevo en Camerún, este problema afecta a un 65% de los 26 millones de habitantes del país.
La infancia, como de costumbre, es la más perjudicada y en el convulso norte se hace patente: El 5,9% de los 559.000 menores de cinco años sufre desnutrición aguda severa. Unicef y el Ministerio de Sanidad atendieron en el mes de julio de 2021 a 4.676 pacientes de seis a 59 meses con este diagnóstico en 366 centros de salud facilitándoles medicamentos y suplementos nutricionales. Unicef estima que 2,3 millones de niños de la región necesitan asistencia humanitaria urgente y mientras, no se ha cubierto ni el 4% de los fondos necesarios: hay 446.000 dólares de los 12 millones que hacen falta.
En el de Kourgui, tan solo uno de todos esos cientos de ambulatorios rurales, MSF atendió a 38.457 criaturas en 2020. La enfermera Carol Stella Djomako se enfrenta a diario con esta realidad en Kourgui y también tiene números que dar: “En este último mes [septiembre de 2021] hemos atendido a 3.600 niños, la inmensa mayoría por debajo de cinco años”.
Bajo los soportales de sala de espera no cabe un alfiler. Docenas de madres y algún que otro padre se refugian a la sombra —la temperatura ronda los 40 grados— y aguardan a ser atendidos por alguno de los sanitarios de bata blanca que deambulan por allí. El olor a sudor, los llantos, las conversaciones en voz baja y los colores de las vestimentas típicas de África envuelven este caos que, en realidad, no es tal, porque las tareas están perfectamente organizadas.
Por allí se mueve la enfermera Djomako con soltura; incluso podría caminar con los ojos cerrados por los pabellones. “Cuando les toca, son pesados y medidos, se les toma la temperatura, se calcula el perímetro braquial y se observan otros signos”, enumera. En función de los síntomas, irán hacia un médico u otro.
Los impactos del hambre suelen ir acompañados de alguna complicación como infecciones cutáneas o respiratorias, diarreas y la más frecuente: la malaria. Desde mediados de verano hasta principios de noviembre se da la época alta de esta enfermedad parasitaria que ataca sobre todo a menores de cinco años y causa más de 200.000 muertos al año, el 94% en África subsahariana. Por eso, la prueba rápida de diagnóstico para todo el que llega con fiebre es obligatoria.
Cuando hablamos de desnutrición en Kourgui, que es casi siempre, se valora si es un caso grave o leve. “Los primeros irán a observación y allí se decidirá si son trasladados al hospital. Los segundos recibirán atención ambulatoria”, resume Djomako. “Cuando llegan también les damos agua azucarada, no tanto porque estén deshidratados, sino porque vienen a veces de recorrer largas distancias y para que se recuperen un poco”, añade.
Cuando el hambre te roba la vida
El hospital distrital de Mora, atendido por personal del Ministerio de Sanidad y por MSF, está a una media hora en coche y es el único en cientos de kilómetros a la redonda. A él llegan aquellos con diagnóstico más grave, y de hecho, la pediatría es la especialidad estrella, la más demandada aquí junto con la de maternidad y la de cirugía. Aquí se ve cómo el hambre, literalmente, roba la vida. En los primeros seis meses de 2020, que es la última memoria de MSF disponible, se realizaron 1.436 consultas infantiles, de las cuales 474 fueron por desnutrición complicada y requirieron ingreso. El 4% falleció.
Varios de los ingresados en Mora en octubre de 2021 sufren desnutrición severa en dos variantes, marasmo y kwashiorkor. La primera se caracteriza por la pérdida extrema de peso, de músculo y de grasa; la segunda, por abombamiento abdominal y edemas por la retención de líquidos, la coloración rojiza del cabello y despigmentación de la piel. “Algunos tienen las dos a la vez”, asegura Malloum Abali, el director del hospital, al tiempo que señala a una niña de unos dos años de pelo ralo, pies edematosos y piel carcomida que llora en su cama hasta que su madre se aproxima y la calma.
En la consulta, el pediatra Francois Xavier Yekeme atiende a Hadida y a su hijo, extremadamente delgado. Él es quien decide qué pacientes ingresan. “Generalmente, encuentro paludismo asociado a malnutrición y a diarreas sobrevenidas por beber agua sucia y no mantener una buena higiene, por lo que muchos casos son difíciles de tratar ya que no toleran bien los antimaláricos”, expone.
En la sala de reanimación de las urgencias pediátricas caben cuatro camas y tres de ellas están ocupadas. La primera por un recién nacido que no pesará más de dos kilos. Intubada y con oxígeno, su abuela la está velando. En la segunda, sentado, un niño igual de pequeño espera una transfusión. En la tercera, dormita Abdú, de cuatro años, que ha llegado con fiebre muy alta. Tras el examen médico y las pruebas correspondientes, ha sido diagnosticado con anemia grave y paludismo. Ha recibido sangre de su padre, Ousmane, que no se separa de su lado.
2,3 millones de niños en Camerún necesitan asistencia humanitaria urgente y mientras, no se ha cubierto ni el 4% de los fondos necesarios
Dentro de todo, el crío ha tenido la suerte de contar con un donante porque, como explica el director del hospital, Malloum Abali, uno de los mayores problemas es la dificultad de obtener sangre: “La población es muy reacia a las transfusiones, no se fían de su utilidad, piensan que les vas a sacar su energía, y van a morir después”. Ousmane ni se lo pensó y su hijo obtuvo la transfusión enseguida, pero a Abali le preocupa. “El pronóstico es reservado. Cuando la tranfusión va bien, después el niño quiere comer, espabila…, pero en este caso está inmóvil”, observa.
Al mismo tiempo en que el director evalúa a Abdú, el doctor Yekeme irrumpe en la sala de reanimación con otro niño en brazos, también de muy corta edad. Desnudo, vientre hinchado y sin pulso, el médico lo deposita en la camilla y, en menos de un minuto y con ayuda de dos enfermeras, lo entuba, le pone una vía y, en definitiva, lo trae de vuelta a la vida. Esta es la escena de las urgencias pediátricas, pero las hospitalizaciones no acaban aquí. Aún hay dos pabellones más donde están ingresados otros pacientes, casi todos de muy corta edad, casi todos con una seria desnutrición.
Cuidar a los cuidadores
En Kourgui, los que padecen una desnutrición más moderada son tratados en otra estancia, una escuela del comer repleta de madres que vigilan si sus hijos son capaces de ingerir alimento, porque esta es una señal para saber la gravedad de su estado. Los niños se las arreglan como puede con bolsitas de Plumpy Nut, el preparado alimenticio terapéutico a base de pasta de cacahuete para estos casos a razón de 500 kilocalorías por dosis.
Uno de los que está siguiendo el tratamiento es Adama, hijo de Odette Yagana, que se está embadurnando de arriba abajo. “Vine primero porque el niño tenía fiebre; sospeché que era la malaria y al atenderlo me dijeron que también estaba desnutrido”, cuenta la progenitora, de 23 años. Adama se recuperará si sigue los consejos del médico: en casa tendrá que alimentarse con una dieta más variada, algo que no va a resultar sencillo para su madre. “Ahora solo se alimentan de maíz. Sé que les tengo que dar otras comidas, pero no es posible porque no tengo, no puedo comprarlas. El problema es que no tengo”, lamenta. Ella y su marido trabajan como agricultores de este cereal que solo les permite un consumo de supervivencia. “Mis vecinas no tienen nada tampoco. Todas las familias nos dedicamos a la agricultura y el campo da poco. Es la situación de la pobreza aquí”.
“A las mamás les explicamos la importancia de que los niños coman variado, en suficiente cantidad, de que se tomen bien el Plumpy Nut… Ellas también quieren que se alimenten bien”, asegura la enfermera Djomako. Las madres incluso aprenden a calcular el grado de desnutrición de sus hijos, y ya todas saben manejar la cinta blanca con la que medir el perímetro del brazo entre el hombro y el codo y saben que, si la cinta da menos de 11 centímetros, están ante un problema de salud serio.
La educación de los padres y madres es crucial, sobre todo cuando hay poco para elegir, pero resolver las lagunas informativa no supone, ni de lejos, acabar con el problema. Odette Maiwai es directora del centro de salud de Kourgui y en sus diez años largos de experiencia ha visto que la ayuda internacional sí que llega, pero no es raro que un grupo armado localice el cargamento y lo rapiñe. “El arroz, la soja, la harina… Vienen los de Boko Haram y se lo llevan todo”, lamenta.
Maiwai también considera que el reparto está mal organizado. “En los hogares, el padre es quien suele organizar las raciones, y si no sabe cómo alimentar a los niños, vende esos comestibles para comprar otras cosas. Por eso es importante que reciban información sobre la dieta adecuada para sus hijos”. Ellos, dice, se interesan cada vez más.
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