Cuando el hospital se convierte en trinchera
En contextos de guerra y terrorismo, la atención sanitaria pasa de ser un derecho a un milagro. Visitamos un centro médico en el extremo norte de Camerún, donde la creciente violencia de Boko Haram y el Estado Islámico llena los quirófanos de heridos, pone contra las cuerdas a sanitarios y pacientes y complica la llegada de ayuda internacional por peligro de secuestros
Moustapha Ahmad se desploma pesadamente sobre la silla y ataca el plato de estofado de ternera y arroz que tiene delante. “No he acabado de trabajar, pero estoy cansado y tengo hambre; necesito un respiro”, afirma como para autoconvencerse. Si se descuida, hoy tampoco come ni se sienta en todo el día. Este anestesista nigeriano se ha pasado la mañana encerrado en un quirófano y en un rato tendrá que volver a empezar. Trabaja con Médicos Sin Fronteras (MSF) en el hospital de Mora, en la peligrosa región Extremo Norte de Camerún. Hoy, Ahmad tiene dos heridos sobre la mesa de operaciones, las víctimas más graves del último ataque del grupo yihadista Boko Haram, que ha ocurrido esa misma noche en un pueblo a unos 30 kilómetros de distancia.
“El primer asalto fue a las once y dejó heridos que pudieron ser atendidos en el centro de salud de allí salvo este, un civil de 30 años, que recibió un impacto de bala en el brazo que ha requerido cirugía. El segundo es un soldado de 25 años que fue alcanzado por un disparo en la pierna durante una segunda incursión a las cinco de la madrugada; vamos a operarle ahora”, describe como quien da un parte militar. Estos son los dos últimos ataques de la interminable invasión que inició Boko Haram en 2014, cuando comenzó a ganar terreno desde Nigeria en su afán de expandir un reino gobernado bajo la ley islámica. Los datos más actualizados de la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA), de julio de 2021, arrojan un total de 3.506 ataques, de los cuales 314 se produjeron en los siete primeros meses de este año con un saldo de 162 heridos y 155 muertos. El segundo departamento más afectado de los seis que tiene esta región es el de Mayo-Sava, precisamente donde se ubica Mora, ciudad que cuenta con unos 180.000 habitantes.
Ahmad almuerza a toda prisa en el pequeño comedor de la residencia para empleados de MSF, un pequeño fortín donde una decena de trabajadores expatriados vive durante los meses que dura su misión en esta violentada zona del mundo. La región, que hace frontera con Nigeria y Chad, es extremadamente peligrosa a causa del terrorismo de Boko Haram y del Estado Islámico de África Occidental (ISWAP por sus siglas en inglés). Atentados suicidas, tiroteos, saqueos, choques entre grupos armados y fuerzas regulares…… Todo ello ha provocado una crisis humanitaria que ya suma 1,2 millones de personas que requieren asistencia urgente y más de 340.000 desplazados.
En el hospital distrital de Mora, el único en cientos de kilómetros a la redonda, MSF ofrece atención gratuita, desde la consulta hasta los medicamentos, pasando por las cirugías. Es complicado cubrir las necesidades sanitarias en semejante contexto y por eso hasta 2018 el personal iba y venía a diario desde Maroua, la capital regional, 60 kilómetros al sur y ya más a resguardo de las sangrías terroristas. “Cambiamos la estrategia porque el seguimiento a distancia de las actividades era un poco problemático porque había riesgo de sufrir incidentes en los trayectos”, explica Florent Akuku, responsable médico del proyecto. “Yo vivo aquí desde entonces y nunca nos han atacado. Somos la única ONG cuyos trabajadores expatriados están en Mora, tan al norte, y la única organización internacional de atención médica”, asegura.
Por eso, ahora reside en este complejo un puñado de cooperantes que sale únicamente para acometer su trabajo. El resto del tiempo deben quedarse a resguardo, detrás de numerosas puertas con incontables candados, llaves y cerrojos. Aquí no se puede ir a comprar algo de comer, ni un tubo de pasta de dientes. Todo debe encargarse a quienes vienen de visita o esperar a poder salir a pasar el fin de semana a Maroua o a Yaundé, la capital camerunesa, en un vuelo humanitario de la ONU —los únicos que llegan hasta estas latitudes—. Aunque esta es una opción permitida solo cada tres o cuatro semanas.
En el despacho de Ali Mamane, coordinador del proyecto, un mapa permite comprender, de un vistazo, el calibre del riesgo. Marcada con una chincheta azul, la ciudad de Mora. Alrededor, y muy juntas unas de otras, una treintena más de alfileres, esta vez con el cabezal en rojo, señalan los lugares donde se han producido incidentes desde enero. Cuanto más cerca de la frontera nigeriana, más episodios.
“Existe un alto riesgo de secuestro de ciudadanos extranjeros porque estos grupos piden luego rescates por ellos”, asevera Mamane durante una reunión para explicar las limitaciones al movimiento por razones de seguridad. EL PAÍS ha sido el primer medio occidental en visitar con la organización médica esta zona y las salidas se restringen a un par de horas al día.
Akuku describe cómo se las arreglan para coordinar y monitorizar todas las actividades a distancia: si no se puede ir, se trabaja con redes comunitarias y con funcionarios del Ministerio de Sanidad destinados en cada centro de salud. Algunos proceden de fuera; pero la mayoría, como los higienistas o guardas de seguridad, es población local que siempre ha vivido allí con sus familias. “El personal de MSF no puede desplazarse a ciertos lugares muy próximos a la frontera nigeriana por la cantidad de ataques de grupos armados. Si necesitamos hablar con los trabajadores los traemos aquí por seguridad, y también organizamos formaciones y talleres telemáticamente”, describe.
Isaac Wana estudió Periodismo y luego la vida le llevó a trabajar como técnico de promoción de la salud en Fotokol, ya casi en Chad. Durante una visita a la base de Mora para recibir una formación, atestigua el empeoramiento de las condiciones de vida: “El problema frecuente es que no hay servicios de ningún tipo porque la población huye de los atentados hacia otras zonas más seguras. Se van los civiles, incluidos médicos, enfermeros, profesores… Así que quienes no se marchan, se quedan sin asistencia. La presencia del Estado se limita al Ejército, mientras que los centros de salud y colegios cierran”.
Esta circunstancia, asevera el técnico, es tomada como una ventaja por los terroristas: “Los grupos armados están cambiando su estrategia de actuación. Solo atacan a los puestos militares, y sin embargo a la población civil le dicen que les van a ayudar, que ellos sí van a ser capaces de responder a sus necesidades y hacer lo que el Estado no hace. De esta forma, se ganan simpatías y acaban tomando el control”, relata. Después es cuando comienzan a aplicar sus verdaderas políticas: aplicar la sharía y cerrar las escuelas, entre otras cosas.
En localidades donde la organización médica está presente, como Kolofata, fronteriza con Nigeria, o Fotokol, la comunicación a veces es difícil, aunque las evaluaciones que se realizan esporádicamente indican que los centros de salud marchan dentro de las limitaciones de personal. “En ocasiones hemos ido hasta dos veces por semana para supervisar, aunque debido al deterioro de la situación en los últimos tiempos, hemos parado por el momento”, reconoce Akuku.
De hecho, el hospital de Mora también sufre escasez de trabajadores cualificados como médicos y enfermeras. “La mayoría procede de otros puntos del país y debido a los problemas de seguridad, tiene miedo de venir”, expresa Akuku. De hecho, Ahmad es un anestesista puesto por MSF porque aún no hay ninguno del Estado pese a que lo han pedido en varias ocasiones al Ministerio de Sanidad. Aunque, según lo planeado, en 2022 por fin llegará alguien para quedarse definitivamente.
El hospital de Mora ofrece servicios de atención primaria y secundaria a niños y a adultos, a cameruneses y a desplazados que han buscado refugio en este país, fundamentalmente nigerianos que llegan por la frontera oeste. De entre todas las especialidades médicas, la cirugía es la estrella. Solo en 2020 recibieron 136 heridos de un total de 897 desde que abrieron el servicio, en 2015 y se han realizado más de 6.900 operaciones en total en la región.
El servicio estrella, la cirugía
Los medios económicos, mientras tanto, también son muy justos. No dan para todo pese al apoyo de MSF, que en 2020 aportó más de 10 millones de euros. Según Abali Malloum, el director del hospital, las necesidades más acuciantes tienen que ver con la falta de recursos técnicos y humanos. “Necesitamos aparatos de radio y de imagen, apoyo técnico…”, enumera. “Otra dificultad es el nivel de vulnerabilidad de la población, aquí son extremadamente pobres, que no tienen ni 700 francos CFA [1.07 euros] para pagarse un medicamento, vienen aquí sin nada y el hospital debe costear todos los gastos de los enfermos”. Y mientras, apenas se ha logrado reunir el 9% de los 86 millones de euros que la OCHA ha solicitado para cubrir las necesidades humanitarias en esta región.
El pabellón quirúrgico es el que mejor conoce Ahmad, el anestesista. En una de las habitaciones descansan Ramadán y Abdulaye. Los dos fueron heridos por disparos de Boko Haram, que es el trauma más frecuente que los médicos atienden junto a los accidentes de tráfico. Abdulaye recibió un tiro debajo del hombro que salió por la espalda hace una semana, pero sigue ingresado porque no ha cerrado del todo la herida. “Vinieron a mi aldea y dispararon. La familia está bien”, es lo único que alcanza a contar. Siendo un hombre de constitución fuerte y mirada dura, no puede evitar apretar los dientes y emitir quejidos por el dolor cada vez que la enfermera hurga en su herida para limpiarla.
Ramadán, en la cama contigua, se ha llevado la peor parte porque una bala le destrozó la pierna y se la han tenido que amputar. “Si la bala rompe el hueso este se puede reparar, pero a este paciente le estallaron las venas y no podíamos restaurar la circulación”, lamenta Ahmad, que también intervino en esta cirugía. El paciente, de 50 años, rechazó esta medida al principio. Su pierna se empezó a gangrenar, a oler mal y comenzó a presentar síntomas propios de un síndrome septicémico. “Le explicamos que, de no amputar ya, se iba a morir sin remedio por una infección generalizada. Tras varias sesiones con la psicóloga finalmente aceptó”. Si hubiera accedido al principio, habría conservado la rodilla, pero tras cuatro días la infección había avanzado tanto que le tuvieron que cortar por encima. “Me lo encontré llorando después de la operación y me dijo que no era por perder la pierna, sino porque es granjero y ahora no sabe cómo va a poder mantener a su familia. Tiene esposa y siete hijos, el mayor de solo 14, demasiado joven para ocuparse solo del campo”, relata el anestesista.
La atención a la salud mental es otra de las prioridades en este inhóspito territorio. Primero, para pacientes como Ramadán y otros tantos que sufren en sus carnes la violencia del terrorismo. Que son heridos o que ven morir a los suyos, o que se tienen que ir de casa con lo puesto para evitar ser asesinados. MSF atendió en 2020 a 4.716 personas, en su mayoría por estados de ansiedad y estrés postraumático. Buena parte de ese trabajo lo hizo la terapeuta Sagesse Tounsouka Wantouang. “Miramos el estado psicológico y ofrecemos terapia. Si están mejor vienen dos o tres veces al mes, pero si están mal vienen a diario, lo que haga falta. Tienen un programa de seguimiento y se va modificando según evolucionan”, describe.
De salud mental habla también Odette Maiwai, que es directora en el centro de salud de Kourgui, a media hora en coche de Mora y también apoyado por MSF. “El personal también necesita este tipo de atención porque nuestra presión también es grande, así como la carga de trabajo”.
En el caso de los trabajadores extranjeros, el día a día de encierro se hace duro. Es el caso de Benjamin Massariol, administrativo de origen francés. Llegó en septiembre y en el momento de esta visita, a finales de octubre, no había salido aún siquiera del complejo. Y le quedan así varios meses. Se ha construido un juego de pesas con cemento y barras de metal para hacer algo de deporte cuando las altas temperaturas lo permiten, a primera hora de la mañana o a última de la tarde. Sus compañeros de trabajo y de residencia son los únicos con quienes puede relacionarse y las partidas de billar al final de la jornada o los partidos de fútbol que emite Canal + son de las pocas aficiones que se puede permitir.
Un par de días después de la visita de este periódico al lugar, el anestesista Moustapha Ahmad y el director del hospital Abali Malloum envían sendos mensajes de WhatsApp, casi a la vez. El primero cuenta que ha trabajado hasta tarde por una nueva emergencia: un niño de cinco años que llegó con una perforación intestinal. “Pobreza y falta de higiene”, aduce. “Pero se va a recuperar, acabamos de terminar y lo está haciendo bien”. El segundo, una última llamada de auxilio: “Necesitamos ayuda para nuestra población tan marcada por la pobreza extrema. Hago todo lo posible por tocar todas las puertas para cambiar, aunque sea un poquito, la situación de mi población y de mi hospital, y que al menos podamos detener esta alta tasa de mortalidad. Si a través de su voz podemos aspirar a mejorar la calidad de la atención ofrecida y superar todos estos problemas de los que ha sido testigo, sería un gran paso adelante y una ayuda invaluable”.
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