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TRIBUNA
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Cómo defender la democracia de sus enemigos internos

El Estado de derecho no se erosiona tanto por las políticas de los gobiernos como por el maltrato de los procedimientos, especialmente los que permiten la alternativa

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Daniel Innerarity

Cualquier Gobierno, también y especialmente aquel que se presenta como autoritario o regresivo, suscita formas de resistencia. En una democracia y en el contexto global, no hay acción sin reacción, decisión sin protesta, soberanos que no sean observados; quien actúa en un mundo global e interdependiente se enfrenta a las consecuencias de lo que hace de una manera especialmente intensa.

El principal adversario de los gobiernos despóticos es el principio de realidad, es decir, el choque con las resistencias de los gobernados y con las aspiraciones del resto de los actores políticos, en el plano interno y en el internacional. Por supuesto que hablar de un principio de realidad no implica que alguien disfrute del monopolio de establecer lo que debe considerarse real, puesto que el pluralismo ideológico consiste precisamente en que no hay una definición indiscutible de la realidad. Me refiero a algo más elemental que se opone a las pretensiones de control: la simple resistencia de las cosas a ser gobernadas, frente a cualquier tipo de gobierno, una resistencia que se dispara todavía más cuando ese gobierno pretende ejercerse de modo autoritario.

Examinemos el nuevo Gobierno de Trump como un caso de pretensiones autoritarias y las posibles resistencias que habrá de encontrar. De entrada, hay muchas circunstancias que parecen presagiar que se saldrá con la suya, sobre todo si tenemos en cuenta el desmontaje minucioso de los tradicionales checks and balances de la democracia liberal: dispone de la mayoría en las dos Cámaras; ha erosionado la independencia del poder judicial; se ha hecho con el favor de influyentes medios de comunicación y las redes sociales. Ahora bien, tal vez el Congreso le recuerde que no puede desmantelar unilateralmente áreas enteras del Gobierno sin su aprobación; los jueces ya han dicho que es ilegal el intento de cerrar USAID (la agencia de ayuda al desarrollo); podría ocurrir que incluso un Tribunal Supremo dominado por republicanos falle que el presidente ha excedido sus límites. También es previsible la activación de contrapoderes de diverso tipo, tanto en el plano institucional como en el social: se opondrán a muchas de sus medidas los Estados dirigidos por los demócratas e incluso aquellos cargos públicos republicanos que tendrían difícil su reelección si apoyaran ciertas leyes o la supresión de los proyectos de infraestructuras; los funcionarios se defenderán en los tribunales frente a la eliminación de agencias y ministerios; el efecto que tenga el aumento de aranceles sobre la inflación puede implicar consecuencias sociales indeseadas para el Gobierno; no es previsible que las empresas acepten la expulsión masiva de los sin papeles, a quienes necesitan, especialmente en la agricultura, la hostelería o la construcción. Los mercados no deben dictar la política de los gobiernos, por supuesto, pero no se puede gobernar sin la información que proporcionan, y ahora hemos comprobado que los accionistas de Tesla han anticipado mejor el futuro que los votantes de Trump. La impotencia de los gobernantes autoritarios es un motivo de esperanza democrática, en ocasiones el único.

Además de confiar en la activación de esas resistencias, ¿cómo se defiende la democracia representativa, pluralista, de sus eventuales maltratadores? Para afrontar el desafío de los gobiernos autoritarios es muy importante comenzar identificando bien en qué consiste su amenaza.

Hay crisis de la democracia cuando los adversarios no se reconocen la correspondiente legitimidad, cuando están bloqueadas las posibilidades de acuerdo y transacción, cuando el cambio de gobierno es inverosímil (por exclusión o por una desigualdad consolidada en cuanto a las oportunidades de competir). Trump habría hecho imposible el traspaso de poderes en 2021 si hubiera estado en su mano, como intentaron los partidarios de Bolsonaro en 2023; en muchos países del mundo la oposición es criminalizada o se ve sometida a una fuerte limitación de sus derechos.

La democracia no se erosiona tanto por el contenido, por las políticas que llevan a cabo los gobiernos, como por las formas, porque se maltratan los procedimientos, especialmente aquellos que permiten la configuración de alternativas. Este ataque puede ser físico o verbal, desde el asalto a las instituciones cuando se han perdido las elecciones hasta declarar ilegítimo al gobierno que simplemente no nos gusta. La democracia requiere una peculiar cultura política que se deteriora cuando una parte de la sociedad considera que quienes no comparten la propia visión pueden ser excluidos del campo de juego, cuando se arroga una representación que no le corresponde (la del pueblo entero y no de una parte), si trata a los adversarios como enemigos, si plantea sus opiniones políticas como no susceptibles de transacción y compromiso, cuando extiende demasiado el perímetro de sus convicciones no negociables o abusa de las disyuntivas y las incompatibilidades.

El respeto a los adversarios es necesario para que, ganen o pierdan, formen parte de nuestra comunidad política. Y la primera forma de respeto consiste en que las elecciones proporcionen iguales oportunidades a todos los que aspiran a gobernar. Esos procedimientos pueden estar viciados de manera que excluyan sistemáticamente a unos, pero también ocurre que, siendo justos los procedimientos, son impugnados por aquellos que han perdido y sin más razones que el desagrado de haber perdido. Una de las propiedades más importantes de la democracia es que, más allá de la mera existencia de la oposición, se asegure la lealtad de quienes deseaban otro Gobierno, de manera que sus decisiones —por muy contrarias e incluso equivocadas que les parezcan— sean consideradas vinculantes y legítimas también por parte de quienes no están a favor del Gobierno. Se trata del llamado “consentimiento de los perdedores”. Las decisiones mayoritarias tienen legitimidad, pero una democracia exige también que tales decisiones puedan ser consideradas vinculantes por quienes están en desacuerdo con su contenido.

Estamos hablando del clásico esquema gobierno/oposición. Ahora bien, con la irrupción de ciertos actores aparece una oposición que no se ajusta a la normalidad del proceso político; es una oposición interna y externa a la vez: ocupan escaños en nuestros parlamentos, pero revientan la conversación; están dentro de las instituciones de la Unión Europa, pero pretenden el retorno de los viejos Estados soberanos; se dicen parte del mundo libre (de eso que llamábamos “Occidente”), mientras ceden poder a los plutócratas interiores y pactan con los imperialistas exteriores. ¿Cómo activar la resistencia democrática ante una amenaza que se presenta en nombre de la democracia y en el seno de la democracia?

Si estamos de acuerdo en que la erosión de las democracias procede de que no hay una cultura política que reconoce legitimidad a los ganadores y a los perdedores, a los primeros para gobernar con limitaciones y a los segundos para oponerse aceptando la legitimidad de quienes gobiernan, entonces la cuestión acerca de qué hacer con la extrema derecha requiere una estrategia sofisticada: no puede consistir en su mera exclusión. Ciertas formas de confrontación hiperventilada con la extrema derecha pueden proporcionar alguna ganancia en el corto plazo, pero terminan dañando ese juego de limitaciones recíprocas sin el cual la democracia no puede sobrevivir. Plantear las cosas así es ofrecer un terreno muy favorable a las opciones políticas antidemocráticas. Una defensa democrática de la democracia no puede agotarse en el combate contra sus enemigos; su exclusión a la hora de configurar gobiernos bajo la forma de las “líneas rojas” no es más que un arreglo provisional. Una solución democrática y duradera (todo lo estable que una democracia permite) solo puede provenir, en última instancia, de la recuperación de quienes votan a esas opciones tan inquietantes; la defensa democrática de la democracia consiste en restar plausibilidad a quienes la erosionan con argumentos que apelan tramposamente a ella o abogan sin más por encontrar fuera de la democracia soluciones a los problemas de la gente. La torpeza de las soluciones que plantean no nos exime de abordar los problemas para los que las extremas derechas son una pésima solución.

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