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TRIBUNA
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La democracia debe desconfiar del poder y de la gente

La crisis actual de los sistemas democráticos deriva de la falta de autocrítica de su modelo liberal

Tribuna de Daniel Innerarity sobre la crisis de la democracia liberal
nicolás aznárez
Daniel Innerarity

Resulta paradójico que en un momento histórico en el que ha disminuido el número de golpes de Estado y hay más cambios de gobierno que se realizan a través de las elecciones, aumenten los diagnósticos que anuncian su recesión. La confianza en la democracia nunca había sido tan alta en Europa y no es cierto que se reduzca su apoyo entre las jóvenes generaciones. Y, aunque disminuya el grado de satisfacción con la democracia, eso no cuestiona una generalizada aceptación de su legitimidad como forma de gobierno. Se critican sus prestaciones, no su legitimidad. Si examinamos los casos en los que los llamados populistas han accedido al poder y el hecho de que los anunciados destrozos han sido mucho menores que los temidos, puede concluirse que la democracia tiene una notable capacidad de resistencia.

La cantidad de teorías sobre la crisis de la democracia no es debida a que se prefiera otra cosa, sino a que no responde a las expectativas que le dirigimos. En este sentido, puede afirmarse que nuestra mayor exigencia es un signo de vitalidad democrática, y la percepción de la crisis de la democracia es tan profunda porque hay una gran distancia entre lo que nos proporciona y lo que demandamos de ella. Y en ningún caso, ni entre los acomodados ni por parte de los más exigentes, se apela a un modelo alternativo; las críticas se mantienen en su marco de valores y principios que, lejos de estar en cuestión, han vencido frente a sus concurrentes.

Si los diagnósticos sobre la crisis de la democracia dependen de la concepción que se tiene de ella, también es diverso el modo de concebir su deterioro. A grandes rasgos, esos diagnósticos se dividen entre quienes la ven deteriorada por el hecho de que la gente no tiene el poder que debería tener y quienes piensan que la gente tiene demasiado poder, por exceso o por defecto, podríamos decir, por la incompetencia de las élites o por la irracionalidad de los electores. Los diagnósticos del primer tipo suelen describir procesos de desempoderamiento popular, ya sea por el poder de las élites, del capitalismo incompatible con la democracia o de los algoritmos. Las propuestas lógicas de este campo suelen apuntar hacia una mayor participación y en la línea de una democracia deliberativa más directa. En el grupo de quienes lamentan que la democracia sea demasiado directa se critica el mito del votante racional, la falta de competencia y responsabilidad de los electores o simplemente el hecho de que el votante medio carezca de la formación y los conocimientos necesarios; como dice Brennan, o son hobbits (ciudadanos con baja información, poco interés y deseo de participación) o hooligans (demasiada información y opiniones fuertes con muchos prejuicios).

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En mi opinión, cualquier balance ha de tener en cuenta que la democracia debe combinar adecuadamente la desconfianza hacia el poder y la desconfianza hacia la gente. El modelo que surgió tras la experiencia de los totalitarismos del siglo XX y que culminó en la tesis del final de la historia como victoria de la democracia liberal, acentuó el elemento de hiperprotección de las instituciones frente a la voluntad popular. La arquitectura institucional de la posguerra había fortalecido aquellas instituciones que limitaban la soberanía popular y parlamentaria. Por razones que son fáciles de entender, el consenso antitotalitario se tradujo en unas instituciones de democracia disciplinada, especialmente en la gran competencia que se concedía a instituciones sobre las que los ciudadanos no tenían poder electoral. Este es el modelo de democracia liberal que está en crisis, pese a cómo se entiende a sí misma por contraste con las llamadas democracias iliberales.

La contraposición entre democracia liberal y democracia iliberal explica pocas cosas y solo en parte da cuenta de las crisis actuales de la democracia. Tan cierto es que las llamadas democracias iliberales no son democráticas como que el liberalismo, en muchas de sus actuales manifestaciones, tiene graves déficits democráticos y que está dando lugar a ciertas disfuncionalidades, como se pone de manifiesto en el crecimiento de los populismos o de la extrema derecha. Entiendo por democracia liberal no la simple separación de poderes o el rule of law, sino un diseño institucional que concede un gran poder a instituciones no mayoritarias, organismos no electos, agencias independientes, revisión judicial, un constitucionalismo cerrado o que dificultaba su modificación constituyente, es decir, que resuelve la tensión entre soberanía popular y primacía del derecho con un claro desequilibrio hacia este segundo término. Estamos presentando el liberalismo como una víctima inocente de las pulsiones iliberales y no consideramos la posibilidad de que haya una fuerza expansiva del liberalismo que limita la democracia. Como ha sostenido Philip Manow, la crisis de la democracia liberal no equivale a la crisis de la democracia. Estamos ante una crisis de la democracia liberal y no ante una crisis de la democracia. La crisis actual de la democracia es la crisis del diseño institucional que se hizo en torno a los años ochenta y noventa del siglo pasado, en la ola de democratización tras la salida de las dictaduras en los países del sur y el este de Europa. Es una crisis consecuencia de una victoria, del triunfalismo y la falta de autocrítica del modelo liberal de democracia.

El problema de fondo es que seguimos sin equilibrar convenientemente liberalismo y soberanía popular, que interpretamos con ligereza como un conflicto entre demócratas y antidemócratas. Los demócratas (liberales) asegurarían la estabilidad del sistema, pero a costa de limitar en exceso el poder del demos; los populistas (iliberales) pondrían demasiadas cosas en manos del pueblo, hasta el punto de generar una inestabilidad institucional. Es una cuestión que desde la Revolución Francesa se ha planteado una y otra vez y que solo puede resolverse temporalmente: cuándo y de qué modo detener la dinámica política desatada por las revueltas populares. La representación es una de esas estrategias para conseguirlo, unas veces más popular y otras más oligárquica. Según el grado de calentamiento de la política, la relación entre liberalismo y soberanía popular se ha resuelto con una institucionalización más estricta o dando curso a una mayor espontaneidad popular. En el núcleo de las teorías de la democracia hay siempre una tensión entre inmediatez y construcción. Podríamos decir que la historia de la democracia es la sucesión de momentos de mediación y momentos de desintermediación, que hay tanto una construcción como un desorden democráticos.

En la celebración del formato actual de la democracia y su institucionalización se da a entender que no está abierta a futuras configuraciones. Pero una sociedad democrática es un espacio donde se hace valer la capacidad “jurisgenerativa” del activismo político (Seyla Benhabib). La democracia tiene una dimensión de incertidumbre, de juego imprevisible, de apertura y libre decisión, que puede ser limitada por las instituciones, pero no hasta el punto de eliminarla. Su estabilidad no consiste en dejarlo todo bien atado, en considerar que cualquier cuestionamiento equivale a abrir la caja de Pandora, en pensar que el poder constituido es superior al poder constituyente. Las democracias tienen que estar abiertas a la toma en consideración de nuevas perspectivas que habían sido desatendidas en los procesos instituidos. Mientras esto no sea posible, esté demasiado limitado o sea así percibido por la sociedad, no se desactivará la sospecha de que no es suficientemente democrática y tendremos populismo para rato.


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