Para ganar a la extrema derecha
Si queremos comprender a los ultras hay que reconocerles una coherencia ideológica mayor de lo que solemos suponer y hacerse cargo de cómo piensan. Han logrado traducir sufrimientos de origen socioeconómico en la gramática de la inseguridad cultural y nacional
La extrema derecha está entendiendo mejor que los demás que la política es una cuestión de psicología y no tanto de sociología. Este tipo de fenómenos tiene fundamentalmente una explicación psicopolítica. Hay que entrar en la psicología de los descontentos, que es la verdadera caja negra de la vida política. Deberíamos ser capaces de descifrar el malestar para paliarlo si tiene motivos, criticarlo cuando carece de razones y desmontar las soluciones fraudulentas que se ofrecen.
La extrema derecha reformula las angustias individuales (la perplejidad, el miedo, la precariedad, la inseguridad) con un discurso en el que advierte de la desaparición de colectivos reconfortantes (los hombres, la nación, el idioma común) y para tranquilizar a los asustados no parece haber nada mejor que una bandera que simbolice el orden y la estabilidad, que disipe la amenaza de la desaparición. El sujeto es aliviado al incluirse en un nosotros, aunque no perciba la exclusión sobre la que en muchas ocasiones se funda ese nosotros, el rechazo del otro (interior, diverso, migrante). El lema “España se rompe” se inscribe en este contexto, que va más allá de la mera territorialidad y conecta con esa inestabilidad emocional. Y si hacen referencia a la igualdad (como ahora, de los españoles, entendida como igualdad entre sus comunidades autónomas, no de las personas) no es para incluir las diferencias, sino para neutralizarlas y frenar cualquier posible ampliación del pluralismo.
Si queremos comprender a la extrema derecha hay que reconocerle una coherencia ideológica mayor de lo que solemos suponer. Esta lógica podría sintetizarse diciendo que ha conseguido traducir sufrimientos que tienen un origen económico y social en la gramática de la inseguridad cultural y nacional. Buena parte de nuestras dificultades a la hora de entender a la extrema derecha procede de que no sabemos cómo interpretar su apelación a valores que no le son propios. Tal vez sea una manifestación del prestigio de la democracia el hecho de que hasta sus mayores enemigos lo hacen todo en su nombre. La extrema derecha ya no apela al caudillismo de antaño, sino al pueblo soberano y argumenta en clave democrática. Otra cosa es el juicio que nos merezca su comportamiento de hecho en relación con los valores democráticos. Algo semejante ha pasado con la idea de libertad. Durante los últimos años, y especialmente en medio de la pandemia, una parte de la derecha apelaba a la libertad para cuestionar medidas gubernamentales que limitaban su ejercicio para proteger la salud pública. Lo que ahora estamos viendo es que apelan al valor de la igualdad que no quieren ver monopolizado por la izquierda. Evidentemente, esta versión de la igualdad merece ser analizada críticamente.
Como han puesto de manifiesto Julia Cagé y Thomas Piketty, las inseguridades sociales han sido determinantes en un voto que está motivado por ciertas exigencias igualitarias. Con frecuencia, muchos líderes de la extrema derecha focalizan su crítica a los gobiernos en la explosión de las desigualdades o el deterioro de los servicios públicos (especialmente, en ciertos barrios de la periferia y en las zonas rurales). La extrema derecha se ha apropiado de referencias que eran propias de otras posiciones ideológicas, incluso de algunas de la izquierda; ha introducido su léxico en el debate público, poniendo “temas de izquierda” a su servicio o convirtiendo la crítica al capitalismo en “iliberalismo”.
¿De qué tipo de operación se trata y qué razones podrían explicarla? Del mismo modo que, como demostró Wilhelm Reich, los fascismos históricos no pudieron surgir más que aprovechando las fuerzas y deseos revolucionarios movilizados entonces en nombre de la lucha de clases, cabría preguntarse si las actuales extremas derechas no hacen lo mismo con los afectos “progresistas” actuales. De hecho, estas extremas derechas de ahora no apelan a la raza o al liderazgo fuerte, sino, por ejemplo, a la defensa, contra las normas dominantes, del hombre ordinario que se habría convertido en la nueva minoría.
Que pretenda captar a un electorado que era de izquierdas no significa que no se sitúe claramente a la derecha y no se aparta nada de sus valores característicos (orden, mérito, unidad nacional, reducción de impuestos). Marine Le Pen propone la jubilación a los 60 años, el aumento del salario mínimo, pero no vota nunca en favor de las leyes que irían en el sentido de este programa social. Por lo general, apenas hablan de lo que van a hacer y se limitan a explotar los temas que generan inquietud en el electorado, como la inmigración o la inflación. Se presentan como una derecha abierta también a los decepcionados de la izquierda, pero su centro de gravedad es un capitalismo nacional proteccionista. No tienen como objetivo promover la democracia social, sino rechazar un liberalismo definido fundamentalmente por su dimensión cultural y política. En España, Vox no critica la “paguita” porque sea escasa; se trata de arrojar sobre ella la sospecha de que alguien se está beneficiando de las mismas condiciones que nosotros, sin ser propiamente de los “nuestros”. La desigualdad del patrimonio, en cambio, no es puesta en cuestión porque la herencia no amenaza nuestra identidad. La cuestión social se transforma, con mayor o menor sutileza, en xenofobia.
La coherencia de la extrema derecha consiste en el patrón nacional que formatea todas sus demandas. En relación con el feminismo, por ejemplo, Marine Le Pen se define como feminista en nombre de la identidad francesa supuestamente amenazada por la inmigración musulmana. Este feminismo identitario no defiende la igualdad y la extensión de derechos, sino a “las mujeres francesas”. Igualmente, la laicidad no se defiende en nombre de la protección de las minorías o de la separación entre la Iglesia y el Estado, sino porque forma parte del patrimonio y la herencia del “universalismo” francés. La laicidad consiste simplemente en no aceptar la presencia de otras religiones distintas de la propia y en rechazar los signos de otra cultura en el espacio público. Cuando hablan de laicidad o de raíces cristianas de Europa no están defendiendo algo universalizable, sino rechazando lo foráneo. No les interesa la neutralidad del Estado (en Francia) o la religión en sí misma (en España o Italia), sino lo que consideran una característica de la propia nación que amenaza con desdibujarse por la llegada de los de fuera. Tanto cuando defienden la laicidad como cuando reivindican la religión lo hacen en lo que tienen de propiedades “nacionales”.
La lógica de este discurso es total; es la coherencia de lo monotemático. La sumisión de las mujeres les preocupa solo en la medida en que se trata de la sumisión a otras culturas y les sirve para, por contraste, dar a entender que en la nuestra no existe tal cosa; la promoción de derechos les irrita especialmente porque está promovida por instituciones foráneas, como la ONU o la Unión Europea; si hay que proteger a los trabajadores es porque son nacionales y frente a los migrantes; si están a favor de la ecología es por su valor patrimonial y paisajístico, es decir, introducen en el marco nacional un asunto que nos cosmopolitiza.
No ganaremos a la extrema derecha mientras no nos hagamos cargo de cómo piensan, más allá de los lugares comunes que podamos tener contra ellos, y solo entonces acertaremos con la estrategia más apropiada.
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