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Columna
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España se rompe

No concuerda sostener que el país se hunde por culpa de los catalanes, del sanchismo o de la eventual amnistía; y al mismo tiempo, que no se requieren medidas políticas para encauzar la cuestión catalana

Aspecto de la manifestación del domingo en Barcelona.
Aspecto de la manifestación del domingo en Barcelona.ALBERT GEA (REUTERS)
Xavier Vidal-Folch

Los del lema España se rompe repiten, a la inversa idéntica, el enfrentamiento que generó el procés. Con diferencias de estilo. Su innovación literaria es rala: al máximo, parlotean de que el país se hunde, o que se quiebra el principio de igualdad; y su capacidad movilizadora, mediocre.

Y no solo porque ayer congregaran en el Passeig de Gràcia (como en la feijóoada preinvestidura de la calle de Génova) a menos de la mitad que los de Diada, según la misma fuente, la Guardia Urbana: 50.000 frente a 115.000, pese al frenético flete de autobuses. Sino porque los indepes zarandearon año tras año la convivencia con más teatralidad plástica, columnas, vías, cordadas, cánticos, urnas aparecidas por sorpresa mágica.

Pero los argumentos compiten en vacuidad. El Estado español no era una autocracia opresora, como dramatizaba el secesionismo, según ya va comprobando de medida de gracia en medida de gracia, todas merced a una democracia consolidada.

Y la España quebrada se mantiene entera. La única ruptura es la de la lógica: no concuerda sostener que el país se hunde por culpa de los catalanes, del sanchismo o de la eventual amnistía; y al mismo tiempo, que no se requieren medidas políticas para encauzar la cuestión catalana, pues no hay conflicto ni conflictos, y si los hay se resuelven por sí solos. Y que sobra con el imperio de la ley, con más énfasis en el imperio que en la ley.

Donde ambos polos sintonizan es en el triángulo perverso de: a) priorizar la movilización callejera, b) minimizar el debate de ideas, o simplemente ahogarlo, y c) negar la cualidad de rival al competidor y atribuirle la de enemigo, convirtiendo al discrepante en disidente y, si se tercia la ocasión, ridiculizándole.

En la construcción y desarrollo de ese triángulo, el empleo del insulto no es anécdota, sino categoría. Los del España se rompe menudean el uso de “traidor”, “felón”, “antiespañol” o “filoterrorista” (amén de chantajista, espurio, sofista y tantas otras cortesías). Los del procés unilateralista abundaban en el “traidor”, “botifler”, “anticatalán” (también judas, quintacolumnista o antipatriota). Nótese la omnipresencia de la “traición”, un concepto tan ligado al del “honor”, esas formulaciones tan precapitalistas y tan propias del Siglo de Oro, el de la Contrarreforma.

La víctima de los pretendidos odiadores —aunque a veces no pasan de ignaros, asociales o poco empáticos— es la mayoría. Que propende a la tolerancia, al respeto constitucional, al autonomismo o al federalismo, a la convivencia y a la reconciliación si esa flaquea. Y que prefiere debatir a gritar. Los dos núcleos polarizados tienden a crearle un mismo clima irrespirable.


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