La libertad de expresión ya no se expresa libremente
Nos llevó mil años conquistar el derecho revolucionario a pensarlo y decirlo todo, y ahora asistimos a una contrarrevolución liderada por la oligarquía tecnológica de Donald Trump

Durante las seis horas del vuelo que me llevó a Nueva York me encontré preguntándome, con más inquietud de la que había previsto, qué me encontraría al llegar. Todo ha cambiado en los últimos dos meses, desde que un gobierno de fanáticos reaccionarios y oligarcas de la tecnología les ha declarado la guerra a las libertades civiles de un país que siempre se ha jactado de defenderlas. Uno de los blancos más notorios de los ataques ha sido lo que en Estados Unidos se llama free speech: la libertad de expresión. Los ataques pueden ser ridículos pero alarmantes, como retirarle a la Associated Press el ingreso a la Casa Blanca por no llamar “golfo de América” al golfo de México, o pueden tomar formas abiertamente dictatoriales, como prohibir el uso de palabras —por ejemplo, “diversidad”, “inclusión”, “género” y “justicia ambiental”— en los documentos oficiales. Si a finales del siglo pasado me hubieran dicho que eso ocurriría aquí, en la tierra de la Primera Enmienda, no habría dado crédito. Pero aquí estamos.
Por razones que no vienen al caso, en el vuelo estuve releyendo las Seis propuestas para el próximo milenio, la colección incompleta de conferencias que Italo Calvino habría debido pronunciar en Harvard si la imprevisible muerte no se lo hubiera impedido. Calvino murió el 19 de septiembre de 1985, poco antes de viajar a Estados Unidos, y ni siquiera llegó a escribir la última de las seis conferencias que había planeado. Las que llegó a terminar se quedaron sobre su escritorio, cada una en su propio sobre transparente, y las cinco en una carpeta rígida, listas para el viaje; y esas versiones son las que nos han llegado a los lectores de lengua hispana en la traducción de la gran Aurora Bernárdez. Ahora bien: las Seis propuestas son un prodigio de erudición e inteligencia como hay pocos en nuestras épocas recientes, y están además escritas con gracia, una virtud que no se aprende ni puede enseñarse; pero yo, que en los años noventa las leí con admiración despreocupada, ahora me encontré leyéndolas con algo que sólo puedo llamar melancolía.
La culpa la tuvieron unas pocas líneas de la presentación que escribió Calvino: un párrafo breve que justifica las conferencias. “El milenio que está por terminar”, se lee allí, “vio nacer y expandirse las lenguas modernas de Occidente y las literaturas que han explorado las posibilidades expresivas, cognoscitivas e imaginativas de esas lenguas. Ha sido también el milenio del libro; ha visto cómo el objeto libro adquiría la forma que nos es familiar. La señal de que el milenio está por concluir tal vez sea la frecuencia con que nos interrogamos sobre la suerte de la literatura y del libro en la era tecnológica llamada postindustrial”. Quince años antes del fin del milenio, Calvino carecía de los medios, las informaciones y los conocimientos necesarios para aventurar siquiera lo que nos ha ocurrido, y es casi conmovedor sentir en sus palabras la ignorancia de lo que la “era tecnológica llamada postindustrial” acabó significando. Pero Calvino añade que no quiere aventurarse en previsiones de este tipo. “Mi fe en el futuro de la literatura”, dice, “consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar”.
¿Es eso cierto? Yo me he pasado media vida tratando de averiguar cuáles son esas cosas, y, aunque este espacio es demasiado breve para discutirlas, puedo con alguna certeza decir que existen: allí están esas cosas, yo las he visto, yo he constatado su presencia fantasmal entre nosotros. La gente extraña que lee novelas o poesías las sigue leyendo, y la hay incluso que las considera de cierta utilidad, si no como espacio de rebeldía, por lo menos como mecanismo de defensa contra las imperfecciones del mundo (su falta de forma, su fealdad inevitable, su tosca crueldad o su crasa estupidez). Después de que Calvino escribiera sus consideraciones, la muerte de la literatura y del libro se ha declarado varias veces; pero ahí siguen, la una igual que el otro, como el dinosaurio de Monterroso. Y, sin embargo, en mi vuelo me encontré preguntándome si lo que ha enfermado no es más bien ese sistema de libertades que asociamos con el libro porque el libro nos ayudó a conquistarlas. Sí: la libertad de expresión es una de ellas.
Escojo mis palabras con cuidado para evitar los riesgos de tocar estos temas: la cursilería, el catastrofismo a la moda, el pesimismo ingenuo o el buenismo nostálgico. Pero a veces me parece difícil no sentir que, si nos pasamos buena parte del milenio pasado conquistando el derecho revolucionario a pensarlo todo (o a que no estuviera prohibido pensar nada) y aun a decirlo, ahora asistimos a una contrarrevolución en toda regla, liderada desde la oligarquía tecnológica de Trump. Desde luego que en Estados Unidos siempre ha estado muy viva una pasión por la censura de todo lo que resulte incómodo, pero yo no pensé nunca llegar a ver que en este país los Estados permitieran y aun normalizaran la censura de libros, y que el Gobierno rechazara las quejas con esa frase frívola y despectiva al mismo tiempo, esa frase hipócrita que niega la existencia misma de la censura mientras todo el mundo la está viendo: Biden’s book ban hoax. En traducción libre: “El bulo de Biden sobre los libros prohibidos”.
Y sí: este es el mismo Gobierno que declaró, en una orden ejecutiva, que la censura de cualquier forma de expresión era “intolerable en una sociedad libre”. Si usted ha seguido estos debates, ya sabrá a qué se refiere realmente la comunicación del Gobierno de Trump: se trataba de quitarles a las redes sociales las responsabilidades que alguna vez se echaron encima. En el universo de los nuevos oligarcas, la libertad de expresión equivale al poder impune de desinformar o mentir, y hacerlo no sólo por intereses políticos, sino porque la desinformación y la mentira se monetizan mejor que la información y la tediosa verdad. Cuando Zuckerberg y Musk desmantelaron sus sistemas de confirmación de datos o de control de noticias falsas, estaban rociando con gasolina el incendio de la posverdad; pero fue muy fácil disfrazar la jugada de defensa de la libertad de expresión, y contar con la infinita capacidad del trumpismo para lo que en inglés se llama gaslighting: negar lo evidente, confundir hasta que la gente cuestione su propia percepción de la realidad. Ahora Jeff Bezos ha enviado un memorando al equipo del Washington Post para informarle de que las páginas de Opinión defenderán siempre la libertad de mercado y las libertades personales; y, en nombre de la libertad, cualquier opinión que no las defienda será eliminada.
Italo Calvino no alcanzó a ver el milenio de las redes sociales y su impacto nefasto, el milenio de millonarios infantiloides con motosierras en la mano, el milenio del culto que les dedican los imbéciles de medio mundo, el milenio de libertades que se van deshaciendo ante nuestra impotencia o con la complicidad de muchos. No hubiera podido imaginar las formas en que una serie de revoluciones tecnológicas se han convertido en contrarrevoluciones humanistas, guerras abiertas contra las lentas conquistas del milenio precedente, todo disfrazado de defensa de esas conquistas. Es imposible saber dónde acabará todo esto, pero en mis conversaciones de este viaje asoma con frecuencia una palabra, resistencia, y eso es lo único que puede postergar el desconsuelo.
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