El fanfarrón
La grandilocuencia cotiza al alza, mientras las buenas acciones parecen signos de debilidad


Los nuevos liderazgos mundiales han venido para rescatar una palabra que había quedado en desuso. Ya casi nadie utilizaba el adjetivo fanfarrón, y era una pena porque es precioso, con esa virtud de algunas palabras para hacerse visuales desde su pura fonética. Son expresiones cinematográficas, porque tú dices fanfarrón y ya estás viendo según qué caras y actitudes. El fanfarrón es el que hace alarde de lo que no es, y en particular de valiente. Las fanfarronadas suelen ser muy útiles para encubrir las propias debilidades, y en los liderazgos actuales es fácil percibir carencias bastante evidentes disimuladas bajo la petulancia y la bravuconería. A actitudes prepotentes les vienen de fábrica personalidades impotentes.
En el último intercambio de prisioneros palestinos en cárceles israelíes por rehenes secuestrados en manos de las milicias integristas tanto los líderes de Hamás como el primer ministro Netanyahu han sacado pecho. Unos han paseado a las víctimas entre sus acólitos antes de devolverlas a las familias desesperadas. Y el otro, que ha aceptado con meses de retraso un acuerdo que hubiera facilitado ese rescate, presume de que en ese tiempo ha pulverizado al enemigo. No habrá sido tal su victoria militar cuando no ha logrado descerrajar los escondrijos donde aún guardan a los secuestrados. Eso sí, ha machacado a inocentes, familias, cooperantes, médicos, periodistas; incluso ha matado de hambre y frío a recién nacidos para presumir de inflexible.
Hace tres semanas, también la primera ministra italiana Meloni lograba la liberación de una periodista secuestrada por el régimen tirano de Irán. Días después, en un silencio atronador, liberaba como intercambio a un iraní detenido en su territorio y que reclamaba Estados Unidos como pieza clave en el desarrollo nuclear de los ayatolás. Nada nuevo en el desorden internacional, donde los chantajes y las extorsiones están a la orden del día. Lo que ha cambiado es la percepción general. Cuando esos intercambios los lleva a cabo un Gobierno de distinto signo recibe de inmediato una catarata de reproches, se le tilda de cobarde y de ceder a las presiones por culpa de un carácter blando y pactista. Aún es reciente el intercambio de una baloncestista norteamericana que había sido pillada con un porro en la maleta al entrar en Moscú por un asesino a sueldo que el presidente Putin reclamaba de vuelta a su círculo íntimo. El rescate de tus ciudadanos no es un signo de debilidad, sino una apuesta por el bien principal.
En tiempo de fanfarronadas, las grandilocuencias de boquilla y los gestos de desmesura cotizan al alza. Las buenas acciones, en cambio, parecen empequeñecedoras y signos de debilidad. Está por ver si los órdagos echados por Trump al tablero de juego sobre el canal de Panamá, Groenlandia y Canadá, sobre la expulsión de inmigrantes y los aranceles contra China van en serio o sencillamente son chucherías para distraer el apetito de revolución que votaron con tantas esperanzas los queridos niños. A todo fanfarrón lo único que le resulta imprescindible es la cohorte de crédulos achicados y la beatería de unos medios de comunicación que prestan altavoz a la palabrería inflamada, pero luego son incapaces de analizar los pequeños gestos que devuelven a cada cual a su rincón correspondiente. Es importante no comprar la casa solo por el aspecto de la fachada, y de fachadas y desfachatez va la función en cartel en estos meses.
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