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tribuna
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En busca de la intimidad perdida

Es mucho más grave entrar en el teléfono móvil de una persona que en su casa, sobre todo por la enorme cantidad de datos personales que esconde ese dispositivo

Un agente de policía revisa un ordenador durante un registro en una operación contra la pornografía infantil.
Un agente de policía revisa un ordenador durante un registro en una operación contra la pornografía infantil.Policía Nacional (EFE)

Hace ya un tiempo que nos estamos acostumbrando a que el derecho fundamental a la intimidad puede ser vulnerado por cualquier juez en el marco de una investigación penal. Parece que no debe haber límites cuando se trata de perseguir a los malos. Y si en otras épocas había grandes prevenciones para entrar en el domicilio de alguien, hoy parece que no hay ningún inconveniente para descubrir hasta el último archivo de su teléfono móvil si el juez lo considera necesario, no siempre de modo acertado.

¿Qué ha sucedido? Puede que demasiadas películas en que la policía hace lo que le da la gana, con el beneplácito del guionista y el aplauso del público. Tal vez el periodismo o la política, o ambos a la vez, a raíz de los casos de terrorismo y de la pequeña delincuencia ciudadana recurrente, han generado una sensación paranoica de pánico en la población que ha derivado en un autoritarismo por parte de algunos jueces, que también son ciudadanos. De ese modo, quien ejerce el poder —jueces, fiscales y policía— se ve legitimado para restringir, hasta anular, muy particularmente ese derecho a la intimidad en los procesos penales. Tampoco han ayudado las grandes empresas tecnológicas. Como mercadean con nuestros datos, han generado la estúpida idea de que los ciudadanos debemos ser transparentes, sin nada que esconder. Y de esa forma, han podido crear unas redes sociales que se nutren de todos los datos que nosotros hemos regalado alegremente, que son muchísimos. Son datos que nadie hubiera revelado hace 20 años. Hoy permitimos a esas empresas acceder a nuestra agenda de teléfonos, correo personal, fotos, conversaciones, vídeos, recorridos a pie, etc.

Es bueno recordar cómo empezó todo. Edward Coke, basándose de forma algo forzada en el Derecho romano, afirmó a principios del siglo XVII que la casa de un ser humano es su castillo, y que nadie puede entrar en él con cualquier pretexto. En la Inglaterra de aquel tiempo, se trató de que los oficiales —jueces inclusive— del rey, no pudieran entrar así como así en la casa de un pobre hombre. El trasfondo eran constantes casos de lawfare en que el rey se valía de sus jueces para eliminar a rivales políticos. Parece mentira, pero así y por eso vieron la luz en las leyes los derechos fundamentales, pues hasta entonces sólo habían sido ideas de filósofos voluntaristas. Más de un siglo después, los fundadores de EE UU, muy conscientes de los abusos de las autoridades en el tiempo de la colonia, reafirmaron ese mismo derecho a la inviolabilidad del domicilio, que junto con el secreto de la correspondencia son las primeras bases del actual derecho a la intimidad, aunque pocas veces se explique así. Es decir, se trata de que el Estado no pueda inmiscuirse en la vida privada de las personas con cualquier pretexto. Y para eso existen los derechos fundamentales: para que con la barrera que suponen, el ciudadano pueda protegerse de los abusos de las autoridades.

En aquel tiempo se trataba solamente de proteger la intimidad de una vivienda y lo que las personas se decían por carta, porque pocos más espacios de intimidad existían. Cabe preguntarse qué hubieran dicho aquellos juristas libertarios si hubieran sabido que, entre el siglo XX y XXI, iban a existir dispositivos de comunicación y de almacenamiento de datos que albergan información muchísimo más sensible que la que pudo haber habitualmente en una casa, o que cualquier ciudadano de entonces se hubiera atrevido a plasmar por escrito en una misiva… Es bastante probable, por no decir completamente seguro, que a mayor sensibilidad de los datos, hubieran reclamado una mayor protección para los mismos y, por tanto, mayor inmunidad frente a las investigaciones de policías, fiscales y jueces. Y no hubieran ido errados con ese juicio, si lo que se pretende es que los ciudadanos sean y se sientan libres, como cabe entender que es el deseo de la mayoría de la población.

Sin embargo, la tendencia, también en otros países —inclusive EE UU— ha sido la contraria. Empezó el Tribunal Supremo exigiendo que una intervención de comunicaciones telefónicas solo pudiera ordenarse en caso de delito grave, lo que dijo hace ya tres décadas después de que un juez selectivamente hiperactivo, que hasta hizo declaraciones a la prensa, pareció vanagloriarse por estar persiguiendo a una serie de políticos del Partido Popular. Pero tras ello, y conforme la tecnología se ha ido infiltrando cada vez más y más en nuestras vidas, los jueces, con el imprudente beneplácito del legislador, se han ido sintiendo legitimados para intervenir comunicaciones con mayor facilidad, o bien disponer grabaciones de audio y vídeo en lugares públicos, pero también privados, extremo este último que fue corregido en parte por el Tribunal Supremo pese a ser esa corrección, indudablemente, trabajo del legislador. Y hasta se ha llegado al extremo de mantener durante los últimos años el disparate —que pone los pelos de punta en Alemania porque es delito— de que cualquiera puede grabar subrepticiamente sus conversaciones con otra persona y hacer con ellas lo que quiera, porque forman parte de su intimidad... Se ve que la intimidad del otro interlocutor, salvo casos excepcionales, no le importa a nadie.

Finalmente, estamos viendo cómo por delitos que para el Código Penal no son demasiado graves, los jueces autorizan nada menos que el clonado de los teléfonos personales de quien se ponga por delante. Como se ha sugerido antes, el legislador no ha ayudado a mantener la libertad, puesto que una desgraciada macrorreforma de 2015 permitió todos estos desmanes, que tampoco ha corregido el Tribunal Constitucional, pese a haberlo tenido muy fácil al amparo de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, mucho más protectora del derecho fundamental a la intimidad. Tampoco el Tribunal Supremo está siendo consciente de la relevancia a futuro que tiene que uno de sus magistrados haya ordenado nada menos que el clonado del teléfono del Fiscal General del Estado para investigar un delito de escasa importancia penal. A partir de ahora, ¿todos los jueces podrán clonar automáticamente los móviles de cualquier imputado por cualquier delito?

Habría que darse cuenta de que hoy en día es mucho más grave entrar en el teléfono móvil de una persona que en su casa, sobre todo por la enorme cantidad de intimidad que esconde ese dispositivo y que no es comparable con los objetos que suele haber en una vivienda. Sería conveniente que se produjera una reforma legal que solamente permitiera las restricciones de ese derecho —inclusive la inviolabilidad del domicilio y el secreto de las comunicaciones— en caso de delito realmente grave o gravísimo. Lo contrario hará —hace— de nosotros ciudadanos transparentes, perfectamente vulnerables a los abusos de poder de las autoridades. Parece que los políticos no son conscientes de ello hasta que lo padecen en sus carnes. Ojalá eso les anime a realizar unas más que necesarias reformas sin el habitual provincianismo de mirar qué hacen en el resto de países. Edward Coke no miró a ninguna parte. Tampoco lo hicieron realmente en Estados Unidos en 1791. Un Estado tiene que hacerse mayor alguna vez y tomar decisiones de manera soberana, previo el debido estudio científico, sin inseguridades.

Ojalá haya llegado el momento de hacer de España, en este sentido, un país más libre. No se preocupen; los delitos de terrorismo y narcotráfico seguirán pudiéndose investigar con esos instrumentos que restringen de forma intensa la intimidad. Pero con un poco de suerte, se dejará en paz a la enorme mayoría de ciudadanos, que no están involucrados en nada de eso, y así podremos decir con algo más de tranquilidad que, efectivamente, vivimos en democracia.


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