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tribuna
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Trump o la consagración de la Contrarreforma

Una parte relevante de Silicon Valley ha encontrado en el republicano el aliado ideal para seguir exprimiendo sin límites sus grandes inventos

Trump y Musk, en un mitin del candidato republicano el 5 de octubre en Butler (Pensilvania), donde el expresidente sufrió un atentado en julio.
Trump y Musk, en un mitin del candidato republicano el 5 de octubre en Butler (Pensilvania), donde el expresidente sufrió un atentado en julio.Carlos Barria (REUTERS)
Jordi Gracia

En la gigantesca pizarra blanca que ocupa media pared de su despacho, el director de Opinión de este periódico solo tiene escrito un lema: “El Apocalipsis casi siempre defrauda a sus profetas”. El problema está en definir el apocalipsis porque es una figura retórica, una fantasía, una mera ilusión (o contrailusión) humana nacida de un texto presuntamente sagrado que habla de oídas, como mínimo. Lo de veras doloroso es que las señales de alarma, alarma roja máxima, queden silenciadas o invisibilizadas en la marabunta informativa en que vivimos desde la revolución tecnológica que habita a Occidente desde hace 20 años. Puede ser peor: cuando esas señales llegan y se difunden, no generan la reacción consecuente y ejecutiva. No hablo de la tragedia muy precisamente apocalíptica que han vivido un tercio de la provincia de Valencia y 800.000 personas con sus muertos y desaparecidos, sino de las alarmas que hemos ido trampeando y digiriendo sobre la transformación que la estructura social de Occidente está viviendo a toda velocidad en manos de algunos de los gigantes tecnológicos que tienen nombres y apellidos.

El resultado electoral en Estados Unidos significa la consagración de la contrarreforma reaccionaria emprendida por las derechas frente al avance consistente, continuado y efectivo del reformismo progresista de inspiración ilustrada. Las conquistas inéditas y espectaculares del feminismo de la igualdad, del respeto a las minorías sexuales y de reconocimiento de derechos a las minorías raciales han sido espectaculares en las últimas tres décadas pero no a todo el mundo ni a toda la sociedad le han parecido bien, como tampoco a todo el mundo le ha parecido bien identificar una emergencia crítica transversal en la elevación de la temperatura global del planeta y sus consecuencias devastadoras, y muy recientes en España. Pero quienes han recogido ese malestar social que ha creado el avance del reformismo progresista se sientan hoy en la Casa Blanca, con mando en plaza, como decía la vieja retórica castrense, pero ese mando en plaza se extiende a todo el planeta. El apoyo explícito de los gigantes tecnológicos y muy especialmente de Elon Musk a la agenda reaccionaria de Donald Trump es todo menos caprichoso o impulsivo: es interesado y forma parte de una estrategia construida lentamente en los últimos cuatro años en su alianza con la candidatura de Trump.

Dicho de otra manera, el cambio de categoría histórica que significa este segundo mandato de Trump consiste en llevar al puente de mando a quienes tienen ya de hecho el mando en el control y difusión de la información y el poder económico global. Una sola Administración de Trump controla los tres grandes poderes que rigen hoy el mundo con una corrosión de los principios democráticos a la que hemos asistido en directo y hasta hemos alimentado alegremente enganchados a las redes en los móviles. Nunca ningún sistema de información tuvo la capacidad de penetración social, de capilarización doméstica, como la que hoy existe a través de instrumentos que carecen de regulación legal, ampliamente impunes, más allá del sarcasmo de mal gusto de lo que llaman ellos mismos equipos de moderación (netamente decrecientes). El activismo de la desinformación militante, teledirigida y geolocalizada forma parte de nuestro mundo desde hace al menos una década y su comportamiento es distinto en los distintos Estados del mundo en función de los intereses materiales de sus dueños: no es un malo de película Elon Musk por alimentar el odio y la violencia sin control porque sí o por afición. Es más simple: el odio y la violencia mantienen más tiempo conectados a los clientes, de manera que sus datos constituyen la auténtica minería multimillonaria. El hecho de que alentar ese círculo de odio y violencia y desinformación constituya una laminación profunda de los valores democráticos es un asunto irrelevante en su mentalidad: libre mercado, ausencia de regulación. ¿Dónde está el problema?

El problema está en que la democracia es el único sistema que hemos inventado para controlar y regular a través de las leyes y las instituciones la impulsividad emocional del ser humano. En lugar de que una madre asfixie con sus propias manos al violador de su hija, la democracia exige a la madre poner a disposición de un juez al sujeto sospechoso para tasar el delito y la pena. Hoy una parte de las redes sociales propician la circulación desaforada en los móviles de las emociones reactivas e impulsivas para fomentar exactamente lo contrario: azuzar y alentar la respuesta primaria e instintiva, antidemocrática, como forma de nueva libertad de expresión y canal de evacuación de las toxinas de cada sujeto. Esa es la corrosión cotidiana y doméstica de la democracia que puede llevar al poder a quienes favorecen y exaltan la desinformación como programa político ventajoso. Lo dijo Elon Musk al conocer este martes la victoria de Trump: ahora los medios sois vosotros. Es el lema de la nueva antidemocracia.

La amenaza potencial a escala global del poder de una parte relevante de Silicon Valley ha encontrado en Trump el aliado ideal para seguir exprimiendo sin límites y sin temor alguno a regulaciones efectivas, ni tributarias ni de derechos, sus grandes inventos. Ha sido el historiador Robert Paxton quien ha cedido a la tentación de calificar de fascista a Trump. Yo no me atrevo porque toda época histórica responde a sus propios parámetros. Lo indudable es que algunos de los ingredientes centrales de aquel fascismo de los años veinte y treinta sí figuran en el cuadro central de contravalores que legitima la victoria de Trump y sus socios empresariales. Esa suerte de neofascismo del siglo XXI no responde al esquema histórico de los fascismos de entreguerras sino a una nueva modalidad de contrarreforma nacida de las posibilidades de influencia social y política de la comunicación instantánea, junto a la gestión profundamente equivocada que los poderes institucionales hicieron de la crisis de 2008. Sus secuelas pusieron el caldo de cultivo para que la depauperización de las clases medias encontrase en la desinformación y la rabia que escupen sus pantallas una fuente de rebelión al sistema. Ha triunfado un auténtico antisistema en estas elecciones empujado por la revolución tecnológica, por los errores de gestión de la crisis de 2008 y por los cambios brutales que demanda el proceso de descarbonización: las víctimas encuentran refugio en las pantallas, el odio y la desinformación interesada pero consoladora.

Es verdad que el fascismo histórico fue necesariamente expansivo y buscó la conquista de nuevas áreas geográficas. Pero hoy la conquista geográfica del planeta es ya un hecho doméstico en manos de quienes poseen un porcentaje espectacular de la riqueza, sin adversario a la vista, al menos en Occidente, capaz de frenar sus propias políticas de desprecio a la prospectiva científica sobre el cambio climático o las conquistas de los frágiles derechos de las mujeres, las minorías sexuales y los migrantes de todo el globo. No, no es el Apocalipsis: es peor que esa mera fantasía verbal. Es el triunfo de la contrarreforma política y moral, el autoritarismo desacomplejado y la alianza con algunos de los gigantes tecnológicos y sus intereses de crecimiento económico y hegemonía a costa de la continuidad de la democracia liberal en la plenitud de sus funciones políticas.


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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.
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