Venezuela y la emigración forzada
El éxodo es ya el mayor de los últimos 50 años en las Américas; es de justicia ayudar a los venezolanos a evitar tener que marcharse
El 28 de julio pasado, se celebraron en Venezuela elecciones generales, en condiciones muy alejadas de lo que podría llamarse “democráticas”: potenciales candidatos inhibidos, incluida la líder opositora, María Corina Machado; obstáculos insalvables al voto de los venezolanos que viven fuera del país; prohibición de entrada a los observadores internacionales no afectos al régimen de Nicolás Maduro, y, por supuesto, un recuento de votos en que la transparencia brilló por su ausencia. En estas circunstancias, mal podían cumplirse las expectativas de triunfo de la oposición, por mucho que las previsiones apuntaran a una victoria holgada. Las protestas en la calle no se han hecho esperar y han desembocado en reyertas con víctimas mortales, pero tampoco han faltado las detenciones arbitrarias. Nada nuevo bajo el sol: las dictaduras no admiten la derrota en las urnas, menos aún la aceptan las tiranías.
Las reacciones de la comunidad internacional han sido diversas y muy significativas, incluso en ocasiones dentro del mismo ámbito del espectro político, desde el inmediato rechazo del presidente chileno Gabriel Boric, uno de los creadores en su país del Frente Amplio, convencido de que el socialismo democrático no puede aceptar sin más los resultados anunciados por Maduro sin un conocimiento completo de las actas que podrían verificar la elección, hasta llegar al aplauso entusiasta de dictadores como los nicaragüenses Daniel Ortega y Rosario Murillo, Vladímir Putin o Xi Jinping. Varios líderes latinoamericanos comparten la posición de Boric, y Maduro reacciona expulsando a los representantes de sus países del territorio venezolano. No parece que un socialismo democrático debería actuar de ese modo, sea del siglo XXI o de cualquier otro tiempo.
El Gobierno de España, por su parte, se ha quedado en un limbo más o menos cortés y descomprometido, cuando la situación requiere un compromiso ineludible. Entre otras razones, si se quiere evitar toda suerte de atropellos y que de nuevo una buena cantidad de venezolanos se vea obligada a abandonar el país a su pesar, engrosando el doloroso contingente de la emigración forzada, que es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo.
Sin duda, la migración es un fenómeno tan antiguo como la humanidad. En todas las épocas un gran número de personas han abandonado sus lugares de origen buscando nuevos recursos que les permitan sobrevivir o vivir mejor. Sin embargo, en nuestro tiempo percibimos que la emigración forzosa es uno de los mayores retos que nuestras sociedades complejas deben enfrentar, junto al cambio climático, las guerras, la pobreza, la inteligencia artificial o el declive de la democracia. Con el agravante de que se ha convertido, como bien dice Hein de Haas, en uno de los asuntos más divisivos en el ámbito político en distintos países y entre los países, que arrastra también a los medios de comunicación, de forma que parece imposible entablar debates serenos para intentar encontrar soluciones justas y eficaces, tan necesarias. Para llegar a ellas, el procedimiento no puede ser la disputa partidaria, empeñada en recabar votos de un lado u otro de la ciudadanía, que se limita a sondear el sentir de los votantes desde la estrategia electoral y a diseñar posiciones esquemáticas, polarizadas, en vez de abordar el asunto desde la preocupación por la cosa misma. “La cosa misma” en este caso son personas concretas de carne y hueso, y, por tanto, el camino no puede consistir sino en reconocer como punto de partida qué es lo innegociable.
Ayudar a eliminar las causas de la migración forzada es la primera exigencia de justicia que se plantea a los países que quieren acabar con ella. Que son al menos los que han aceptado la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas de 1948 y, por supuesto, los que han suscrito el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular de la ONU de 2018.
Como bien decía José Manuel Salazar-Xirinachs en un artículo publicado en este mismo diario el 13 de junio del pasado año con el título Migración en América Latina y el Caribe. El imperativo de los derechos y el desarrollo sostenible, una mirada ética al problema de la migración forzada debe contemplar todas las etapas del proceso migratorio en su integridad, sin olvidar ninguna, empezando por la primera. Esta es también la perspectiva que asume el pacto mencionado, que recorre cuidadosamente las distintas fases del proceso y se compromete a llevar a cabo acciones concretas en cada una de ellas.
En el caso de la primera de esas fases asegura que se trata de “minimizar los factores adversos y estructurales que llevan a las personas a abandonar su lugar de origen” (Objetivo 2 del pacto) y, para lograrlo, se atreve a asumir un compromiso muy exigente para los firmantes del acuerdo: “Nos comprometemos a crear condiciones políticas, económicas y sociales adecuadas para que las personas puedan vivir de manera pacífica, productiva y sostenible en su propio país”. Nada menos. Pacta sunt servanda, hay que cumplir los pactos. Y no es preciso hacer un gran esfuerzo de imaginación para percatarse de que entre las condiciones políticas se encontrarían la construcción de auténticas democracias y el rechazo de las autocracias, dictaduras y tiranías. Un caso de libro, entre otros, es el de Venezuela.
Un país de grandes riquezas naturales y humanas se ha convertido en un país de emigración. Se dice que la crisis migratoria en Venezuela es el más significado éxodo masivo en los últimos 50 años en el hemisferio occidental. Según ACNUR, son al menos 7,7 millones de venezolanos los que han salido de su país y se han desplazado fundamentalmente a Colombia, Perú, Ecuador, Estados Unidos, Chile y España. En nuestro país es la cuarta nacionalidad de emigrantes, tras Marruecos, Rumania y Colombia. No es extraño que Marruecos vaya en cabeza, ni tampoco que aumente la migración venezolana forzada, la que tiene que abandonar su tierra, en este caso por la situación política, que anula la libertad y genera miseria.
Que para los países receptores sea un juego de suma positiva contar con los migrantes, que los necesitamos por razones demográficas, económicas, laborales y culturales, que las remesas resultan muy valiosas para las familias de los migrantes que quedaron en el país de origen y también para el propio país, como ocurrió en España a mediados del siglo pasado, no oculta el hecho palmario de que la migración forzosa es una cuestión de injusticia en el siglo XXI.
El 22 de abril, se cumplieron 300 años del nacimiento de Kant, el filósofo que diseñó un proyecto de paz duradera basado en tres principios, que hoy en día mantiene Naciones Unidas: la dignidad y, por lo tanto, la libertad e igualdad de las personas concretas; la necesaria cooperación internacional a través de pactos que en ocasiones son jurídicamente vinculantes, y en otras, su autoridad procede de algo tan valioso como su carácter consensuado y cooperativo, y un tercer principio que subraya la soberanía nacional de los Estados. Que estos principios podían entrar en conflicto es un peligro que el mismo Kant apuntó, pero en realidad no es este el caso de Venezuela, porque la soberanía nacional descansa en el pueblo, que en esta ocasión necesita el apoyo de la comunidad internacional para hacer oír su voz. Es injusto hurtarle ese apoyo: los pactos deben cumplirse.
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