Turismo, la trampa de los cuidados
Es necesario abandonar lógicas individualistas y ahondar en medidas estructurales para regular la actividad turística y limitar sus consecuencias
Los cuidados son el corazón del turismo. Hospedar, alimentar, entretener, guiar, limpiar. Una cadena de montaje de atención humana. Típicamente feminizadas, las actividades económicas de buena parte del sector turístico y hostelero están devaluadas; son frecuentes los contratos temporales, la externalización, las horas extra no remuneradas y los salarios bajos. El sesgo de género no es solo simbólico: las mujeres son el 54% de la fuerza del sector. También son ellas las que cubren los puestos más precarios, a menudo informales, y las que tienen más posibilidades de perderlos.
Las antropólogas Angela Kalisch y Stroma Cole, especialistas en turismo y género, afirman que el papel de las mujeres en el trabajo turístico refleja la tendencia a dar por sentada la “predisposición femenina a realizar tareas domésticas y de cuidados, normalmente subcontratadas y, por ende, condenadas a los rangos más bajos de la explotación capitalista”. Esta conjugación entre precariedad y feminidad da paso a una lógica tramposa. Una expectativa social —o, incluso, moral— sobrevuela la industria del turismo: la suposición de que las labores de cuidado no son realmente trabajo. Que, por debajo de las motivaciones económicas, late un impulso casi instintivo, el de cuidar a los demás.
Las ciudades saturadas por la turistificación caen en una trampa similar, se convierten en trabajadoras precarias. Encadenadas a la condición de anfitrionas —atentas, amenas, hospitalarias—, las ciudades-destino se enredan en un círculo vicioso: cada vez más dependientes del turismo, cada vez más empobrecidas las alternativas para salir de este; alquileres inasumibles, servicios públicos saturados, debilitamiento de los vínculos comunitarios.
La paradoja de los cuidados es que son de dirección única. ¿Quién cuida a quienes cuidan? ¿Cómo cuidarnos a nosotros mismos, a nosotras mismas, si se tambalean los cimientos del sistema social, económico y cultural que debería permitirnos no solo vivir, no solo trabajar, sino también organizarnos, relacionarnos, juntarnos en espacios de reposo? ¿Cómo cuidarnos si el cuidado ha perdido definición, arrollado en una carrera sin sentido por ver a cuántos más turistas se les puede vender una hospitalidad frágil, a cuántos más una diversión artificial, empaquetadas como typical experience?
Los cuidados ofrecen un prisma iluminador para ubicar la crítica contra la turistificación en un marco materialista, y no moralista. Pensar en quién cuida, y en cómo se le permite u obliga a hacerlo, significa pensar en condiciones laborales. El corazón del debate no se articula en torno al eje del Bien y del Mal (si el turismo es bueno o malo, si es beneficioso o reprobable), sino en torno a una batería de preguntas. ¿Qué condiciones materiales ofrece el turismo a sus trabajadores? ¿Cuáles impone en los barrios? ¿Cuáles proyecta para el futuro de la población? Abordar estas preguntas implica confeccionar una suerte de gramática particular: conjugar la palabra turismo con los términos salario mínimo, topes de alquiler, conciliación laboral o regularización de la migración.
Es necesario alejarse de lógicas individualistas que basan su discurso en el ataque a un “enemigo” (los turistas) y ahondar, en cambio, en medidas estructurales para regular la actividad, limitar sus consecuencias y restarle centralidad en la economía autóctona. Alejarse, también, de retóricas identitarias (nosotros contra ellos, los de aquí frente a los de fuera), fácilmente apropiables por la extrema derecha como munición antinmigratoria, y adoptar, en su lugar, una vía de corresponsabilidad ética.
Corresponsabilidad: tejer lazos transversales, más allá de la identidad local o la pertenencia territorial, para luchar contra la explotación laboral, la especulación, la privatización del espacio urbano y la mercantilización del ocio. Dicho de otro modo: apelar a la conciencia de clase.
Sarah, o Emily, o Rachel, que trabaja de peluquera en Essex, se deja la mitad del sueldo en un piso compartido, llega a las vacaciones agotada y viene al Sur a pasar una semana chamuscándose al sol y bebiendo sangría barata, no es el origen del mal; es parte del problema, pero también puede ser parte de la solución. Puede serlo, si reconoce que la lucha por los cuidados también la atraviesa a ella. Luchar contra la precarización implica construir en nuestro hogar (sea Essex, Cádiz, Atenas o Cartagena de Indias) comunidades que nos sostengan y nos cuiden. Implica entender que nuestra precariedad no puede convertirse en una forma de agravar la precariedad de otros.
Las recientes manifestaciones contra el turismo masivo, en Canarias, Mallorca, Barcelona o Málaga, evidencian que está en juego algo más que la denuncia de un malestar. A pesar de los intentos por deslegitimar las protestas (y de los incidentes aislados convertidos en caricatura), los movimientos antituristificación están poniendo sobre la mesa la necesidad de crear marcos políticos propios, discursos, lenguajes y lógicas que sean capaces de encarar el problema y proponer alternativas. Poner los cuidados en el centro es preguntarse cómo subordinar el turismo a la comunidad, y no al revés. Cómo liberar a las ciudades-destino de su papel de cuidadoras externalizadas, cómo darles recursos para que se cuiden a sí mismas.
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