El turismo tiene un precio
Al gran motor de la economía española se le han saltado todas las costuras. Entre playas saturadas y centros de ciudades repletos de bares, muchos puntos de su geografía se han convertido en espacios imposibles para la vida cotidiana. Si existe realmente una alternativa de calidad al turismo masivo, nadie ha dado aún con la fórmula. Recorremos las postales más abarrotadas de Mallorca, Málaga y Barcelona
Es 25 de junio. Un día normal en Caló d’es Moro, una remota cala al sureste de Mallorca, donde por “normal” debe entenderse “hiperbólico”. El paisaje no perdona ni un tópico del paraíso: cielo despejado y radiante, playa de arenas blancas ante un mar turquesa y, alrededor, vegetación, varios tonos de verde, hasta donde alcanza la vista. La presencia humana, sin embargo, desafía lo conocido. Hay gente por todas partes. Hay gente que se abigarra sobre la arena, con sus toallas, con sus novelas, con el altavoz donde suena Volare y con el flotador del pelícano rosa. Hay gente esperando turno para bajar de lo alto de la cala a esta arena llena como un vagón de metro. Hay gente que espera, y lleva un rato, llegar a lo alto de la cala para entonces esperar bajar. Hay gente y gente a lo largo de la senda de casi un kilómetro que separa la cala del aparcamiento en el que, por cierto, no cabe un alfiler, pero al menos han habilitado un par de retretes portátiles. Hay gente que ha venido de todo el mundo, este inopinado martes previo a la locura veraniega, a esta cala que hace dos años era un secreto balear; tanta gente pensando únicamente en su propia experiencia, como es normal en cualquier turista, que cabe preguntarse si no debería haber alguien al frente preocupándose de la de todos. Sawehan Kim, surcoreano de 29 años, ha venido con su novia, Hyen Lee, también surcoreana, de 35, y la gente no le echa para atrás: el atractivo de la cala, explica, le viene de internet. Hace años un fotógrafo llamado Yosigo subió a Instagram unas imágenes irresistibles cuando esto estaba vacío. En 2020 se hicieron muy populares en una exposición en Corea del Sur y, al poco, llegaron aquí los influencers, y al poco, todos los demás y, al poco, ahora, todo esto. Chung, otro coreano, de 27 años, también ha venido a la cala de Instagram a hacerse una foto. José, colombiano de 36, la vio en TikTok. Baptiste, entrenador personal de 22 años, ha traído a su novia, July, masajista de 20, desde su casa a una hora de Nantes. También había descubierto el lugar en Instagram: él sí admite que está un poco decepcionado por los cientos de personas, que al final del año serán cientos de miles, un paraíso lleno de turistas de color escabeche. Una estampa tan española ya como el toro de Osborne o el Quijote cabalgando hacia los molinos.
“Sí, esto está lleno”, admite Mohit, de 22 años, nacido en la India pero residente en Berlín, a punto de adentrarse en la senda que le conducirá a la cala. “Pero no está lleno para un turista”.
Es 25 de mayo, un mes antes. Otra aglomeración en Mallorca, pero en el polo opuesto del espectro. Estamos en Palma y quienes se juntan son los ciudadanos, convocados por la plataforma cívica Banco del Tiempo, del municipio de Sencelles (3.000 habitantes), para denunciar las consecuencias que, para ellos, acarrea la masificación turística. “Habíamos planteado a la Delegación del Gobierno una concurrencia de unas 1.000, 2.000 personas”, admite Javier Barbero Real, uno de los organizadores. Fueron 10.000 manifestantes, según la Policía Nacional; 25.000, según Barbero. La mayor manifestación en la historia reciente de Mallorca, en cualquier caso. “Y las islas Baleares no son de levantar demasiado la voz, nos cuesta mucho salir a la calle y dar un golpe en la mesa”, prosigue Barbero. “Cuando se hace es porque el vaso se ha volcado. Algo ha estallado”. Las Baleares son la comunidad de toda España donde más se ha encarecido el alquiler, un 158% en los últimos años, un 12% solo desde 2023, según el portal Fotocasa. Cada anuncio de vivienda de alquiler recibe más de 142 candidatos de media, siguiendo los datos de la compañía Alquiler Seguro. Esta inflamación afecta directamente a los más veteranos de la isla. Julián, de 30 años, graduado en Educación Infantil, apenas se lo explica. Él es de Escorxador, un barrio obrero de Palma donde últimamente se empiezan a ver tiendas boutique. El sistema no debería estar expulsando a gente como él, con raíces y estudios. Pero el salario medio de un educador son 1.100 euros, y el del alquiler en su zona, 1.550. Tendría que compartir piso y dedicarle casi el 70% de su salario a ello. “¿Qué proyecto de vida es ese? No puedes ahorrar, no puedes hacer nada”, se lamenta delante de un nestea al lado de su casa. La de sus padres, más bien, quienes también penden de un hilo con el alquiler. “Tienen una renta antigua, 490 euros. Suponiendo que todo siga así, estamos bien. Suponiendo. Depender de la buena voluntad de la casera, que es una excelente persona, no es lo ideal. Pero el día que se mueran, yo me quedo en la calle. En la puta calle”, traga saliva. “La única opción que me queda es irme”. La isla, resume, le está echando.
Es 2014, 10 años antes. Javier Serrano, fotógrafo vasco especializado en imágenes de ocio, llega a Caló d’es Moro de la mano del novio, mallorquín, y de un amigo. Es una cala secreta y desierta. Serrano hace una foto irresistible desde lo alto. Cuatro años después, en 2018, la subirá a su Instagram bajo el nombre de usuario Yosigo.
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España se postuló como aspirante a superpotencia turística en 1952. El año anterior habían visitado el país 1.200.000 viajeros, que se habían dejado unos 1.000 millones de pesetas [unos 5.000 millones de euros de hoy]: había una industria en auge en la nueva Europa tras las guerras mundiales y la parte que le correspondía a España podría cambiar para siempre la economía del país. Y lo hizo. Tras el desarrollo del Plan Nacional de Turismo aquel año, la industria todavía no ha dejado de crecer. 2019: 71.000 millones de euros en ingresos por turismo. 2023: 85.000 millones. España es un destino turístico por encima de todo.
Pero esta mina inagotable tiene su precio: somete a las economías que alimenta a un continuo test de estrés. Si los sueldos españoles son menores que la media europea (un 21% menos en concreto, el que hay entre nuestros 1.822 euros al mes y los 2.194 del resto; en Alemania la distancia se duplica, al 42%)…, si por ello el acceso a la vivienda es casi imposible para el ciudadano medio y los más favorecidos acumulan más propiedades inmobiliarias… Esos problemas no los crean los turistas al llegar con los bolsillos llenos a un país de viviendas vacías. Pero sí los potencian. Y cuanto mayor se vuelve el negocio, mayor el estrés a que se somete al país. Y el turismo en los últimos años ha crecido, ha entrado como en una turbina nuclear. “Hay unos medios de transporte mucho más baratos”, alerta Enrique Navarro, director del Instituto Universitario de Investigación en Inteligencia e Innovación Turística de la Universidad de Málaga. Los trenes y las carreteras se han multiplicado y las compañías low cost que ya cambiaron la lógica de los vuelos por ocio hace dos décadas, tras la pandemia no dan abasto. Entre 2021 y 2022, la compra de billetes de avión de bajo precio subió un 405%: de los 12,6 millones de billetes a los 63,9. Scott Kirby, consejero delegado de United Airlines, comentó que la demanda de vuelos tras la pandemia era la mayor que había visto en su vida. Otro motivo: “La estacionalidad ha terminado”, añade Navarro. “Antes, quien podía viajar se iba un mes, tres meses, y descansaba. Era una época que no debemos mitificar porque había más paro en el turismo y la distribución económica era peor, pero genera conflictos”. La presencia continua de turistas ha convertido las zonas de interés histórico en parques temáticos; los cascos históricos, en bares gigantes.
Y si todo esto era una realidad antes, la sensación de asfixia se ha acrecentado en los últimos años y sigue haciéndolo de forma imparable. Con un plus, además: “El turismo ha llegado a las ciudades”, remata Navarro. “Torremolinos y Marbella son ciudades turísticas, no nacidas del turismo, pero sí adaptadas a él. El mismo fenómeno turístico no ya tres meses al año, sino en noviembre, en febrero, en abril, es algo muy distinto. La vida ciudadana tiene un ritmo y la vida turística tiene otro. Cuando eso se entremezcla es cuando se rompe”. Una ciudad pensada para turistas no necesita ciudadanos.
Todo esto ha desembocado en una duda existencial. ¿Hasta qué punto somos una nación turística por encima de todo? “Nadie está realmente en contra del turismo, igual que nadie está realmente en contra de la industria. Si es una industria que consume mucho y contamina, una a la que nadie le pone un filtro, de lo que se está en contra es de que no se le ponga filtro”, analiza Enrique Navarro. “Me dices que el turismo es bueno, bueno, bueno, pero yo no puedo alquilarme un piso, mi sueldo da para cada vez menos y tengo molestias donde vivo. Entonces, ¿para quién es bueno el turismo?”.
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Fue también en el verano de 2014 y fue también una foto. El lugar, una tienda regentada por paquistaníes en el barrio de la Barceloneta, en Barcelona. Los protagonistas, dos jóvenes turistas desnudos a plena luz del día entrando en el comercio. El autor, el fotógrafo Vicens Forner, vecino del barrio que, paseando, se encontró con esta delirante estampa. La foto dio la vuelta al mundo y disparó una serie de protestas ante la masificación turística que este barrio de pescadores vivía y también ante el perfil de los visitantes, abriendo un debate sobre la necesidad de un turismo de calidad que aún hoy no se ha cerrado, más que nada porque el debate sobre qué es exactamente el turismo de calidad sigue ahí. Una década más tarde, el barrio se ha blindado para la celebración de la Copa América y los vecinos deberán acreditarse para acceder a sus casas. Tal vez no era exactamente esto lo que los ciudadanos demandaban cuando protestaron indignados por esta foto en 2014, hartos de que su antaño pacífico barrio se hubiera convertido en una discoteca que no cerraba nunca. “Estos turistas son también explotados”, apunta Andy McKay, propietario de Ibiza Rocks Group, artífice de las fiestas Manumission y propietario del hotel Ibiza Rocks y del mítico Pikes. “Siempre he hablado de cómo, cuando demonizamos a los jóvenes porque se supone que traen turismo de borrachera y demás, obviamos que son víctimas de un sistema de turoperadores que los utiliza para mover sus aviones de madrugada, por ejemplo, para optimizar recursos a bajo precio. Sacar al joven con limitados recursos de la tipología de visitante que quieres es injusto y a la vez contraproducente, porque la gente que se enamora de tu isla o tu ciudad cuando es joven y pobre, vuelve años más tarde siendo maduro y con más recursos”.
El mallorquín Ivan Murray, doctor en Geografía y autor de El malestar de la turistificación, recuerda: “Estos turistas no son ni de lejos los que mayores recursos consumen ni los que generan más coste social. Obviamente, para una camarera de piso no es agradable limpiar vomitonas en la habitación, pero lo cierto es que se culpabiliza a este colectivo para despolitizar el asunto, para desviar la atención. Demonizar a la clase obrera, en fin”. Por su parte, Anna Pacheco, autora del exitoso ensayo Estuve aquí y me acordé de nosotros, en el que se infiltra entre el personal de un hotel de cuatro estrellas barcelonés, señala: “Es peligroso presuponer que el turista de calidad no molesta, no se emborracha y no ensucia. A partir del libro, las trabajadoras de estos hoteles me explicaban las aberraciones que estos visitantes ilustres dejaban en sus habitaciones, las fiestas que duraban días, el trato ignominioso. ¿La única diferencia? Estos visitantes compran también una impunidad, en la mayor parte de las ocasiones no se les puede decir nada y mucho menos llamar a la policía”. La idea de culpabilizar al usuario, sobre todo si es joven y con recursos limitados, está tremendamente extendida. “El modelo se encarga de que el conflicto se produzca entre iguales, turista y residente, obviando a la industria que hay por encima y que es la que saca rentabilidad”, apunta Jorge Dioni, ensayista y autor de libros como La España de las piscinas o El malestar de las ciudades.
Hace seis meses que Mateu Hernández es el director general de Barcelona Turisme, un consorcio en el que participan el Ayuntamiento, la Cámara de Comercio y el gremio de hosteleros. “No queremos crecer más”, puntualiza. Ha estado más de una década al frente de Barcelona Global, entidad destinada a atraer talento a la ciudad. El reto que se le ha encargado en Barcelona Turisme es el de mejorar el perfil del turista. Después de 30 años en funcionamiento, la institución se muestra satisfecha con las 150.000 camas de uso turístico que tiene hoy la ciudad y los 30 millones de visitantes que recibe al año (eran cuatro cuando se fundó). “Lo que queremos ahora es elegir quién nos visita”, continúa Hernández. “No queremos ser una ciudad turística, sino una ciudad con turismo, promocionarnos a través de nuestra identidad, mirar hacia dentro y ver qué tenemos que pueda ser atractivo. Y ahí creemos que el turismo puede ayudarnos incluso a mejorar, por ejemplo, los recursos culturales, pues si logramos que el visitante consuma cultura, tendremos más recursos para ella. Lo que quiero es que, si yo le pregunto a alguien a qué ha venido a Barcelona, me sepa responder. Me diga que a ver un museo, a un festival de música, a un partido de fútbol. Y luego, estando aquí, disfrutará de la gastronomía, de la arquitectura. Lo que no queremos es que la gente venga y no sepa por qué está aquí, más allá de que crea que en Barcelona puede hacer lo que en su país de origen no puede”, apunta Hernández, quien niega tajantemente que esta definición de turismo de calidad que propone contenga trazos de elitismo. “Nos interesa tanto el arquitecto que viene a un congreso y se queda en casa de un amigo como el colegio de chavales franceses que vienen de viaje de fin de curso. No es una cuestión de dinero, el perfil se define por otros condicionantes”.
Le inquieta a Hernández que la ciudad pueda verse como un espacio hostil para el visitante tras las recientes manifestaciones. “Que seamos malos anfitriones y no apreciemos, por ejemplo, que el turismo es el que hace que perviva el comercio local, porque son los turistas los que compran, en las ciudades sin turismo ha desaparecido el comercio local”. Y aunque admite que hay problemas de masificación cuando desembarcan 4.000 cruceristas a la vez, también recuerda que durante el Mobile World Congress de febrero la ciudad está al 100% de capacidad “y no se siente esa masificación”. “Mira, este debate que están teniendo otras ciudades ahora, nosotros ya lo tuvimos hace 10 años”.
“Llegué hace 25 años a Barcelona y las cosas se han hecho bien”, opina Romain Fornell, chef francés propietario de varios locales en la ciudad, entre ellos Azul, un restaurante con vistas al puerto cerca del hotel W. “En los locales que tengo en la zona alta, casi todos los clientes son de aquí. En el centro, un poco más de la mitad son turistas. Hay gente que se queja, pero es que es así en todas partes. Vengo de París y ahí nadie parece querer los Juegos Olímpicos… Los franceses nunca estamos contentos”.
El sueño húmedo de la España competitiva es superar a Francia como primer destino turístico del mundo. Se esperaba que fuera ya, pero un estudio reciente de Deloitte dice que deberemos esperar a 2040, cuando posiblemente nos visiten 110 millones de turistas y solo 105 a los franceses. “Los récords de turismo se venden como algo positivo. Es un mensaje que creo que no tiene en cuenta dos cosas. La primera es que el turismo es una industria muy deslocalizable y puede trasladar sus espacios de explotación si estos se agotan. Es decir, puede crear nuevos destinos. Y España está dando señales. Lo segundo es que, cuando un país se convierte en destino turístico, ata su futuro económico a esa industria deslocalizable que le puede crear un problema serio si se marcha porque lo hace con cierta rapidez”, opina Jorge Dioni. “La primera vez que advertimos que esto no estaba bien fue a mediados de los noventa”, recuerda Ivan Murray. “Luego, en Pollença, Mallorca, en 2005 se habilitaron para uso turístico unas construcciones que no eran ni legales. Pero el mayor cambio llega tras la crisis de 2008, cuando desaparecen las cajas de ahorro y sus activos pasan a fondos de inversión internacionales. Ellos son los dueños del turismo ahora, y, si hay un problema, vete a encontrarlos en Singapur o donde sea que tienen la sede”.
Daniel Pardo Rivacoba es miembro de la Assemblea de Barris pel Decreixement Turístic (asamblea de barrios por el decrecimiento turístico). Cuando hablamos, faltaba una semana para que su entidad organizase la manifestación que bajo el lema Decrecimiento turístico ya reunió el 6 de julio a unas 3.000 personas según la Guardia Urbana, y 20.000 según los organizadores (hasta 140 asociaciones). De la protesta trascendieron imágenes de manifestantes disparando pistolas de agua a turistas, pero no se supo mucho de las demandas de los convocantes. “No te diré que estoy de acuerdo con eso que pasó, pero si te digo la verdad, sin eso no hubiéramos tenido la repercusión que tuvimos. Mira, cuando se empezó a hablar de problemas con los pisos turísticos a principios de este siglo, yo ya estaba en asociaciones. La gente se quejaba de los problemas de convivencia que eso llevaba, pero lo que nosotros ya veíamos es que el problema iba a ser de vivienda, no tanto de convivencia. Y mira 20 años después cómo estamos”, recuerda Rivacoba días después de la manifestación en conversación telefónica.
Lo que propone su asamblea, que nació hace nueve años y que aglutina diversos colectivos de la ciudadanía barcelonesa que, al juntarse, descubrieron que la mayoría de los conflictos que debían afrontar en su día a día venían provocados por la masificación turística (“una obra de un nuevo hotel, un caso de acoso a una empleada en un bar…”), es la reducción drástica del turismo. La moratoria a los pisos turísticos promovida por el Ayuntamiento la consideran insuficiente y, además de la eliminación total de los cruceros, ponen el foco en la reducción de la movilidad y en el fin de las prebendas logradas, según su punto de vista, por el lobby hostelero. “Los Verdes alemanes promovieron hace unos años un límite de millas aéreas anuales por ciudadano. La idea es buenísima. Pero en su tramitación se dieron cuenta de que lo que iba a suceder era que la gente pobre terminaría vendiendo sus millas a los ricos, como se hace con el tema de la contaminación. Y se paró. Eso sí, Ámsterdam ya está reduciendo vuelos. Por ahí hay que ir”, interviene Rivacoba. “Reducir movilidad es vital, empezando por los jets privados. Para hacer decrecimiento debemos también dejar de subvencionar el sector turístico y de gastar en promoción al turismo. También hay que reducir el rendimiento de la inversión turística. Hay una buena parte de sus beneficios que tiene que ver con pagar unos salarios de mierda. Hagamos inspecciones, cambiemos los convenios…”.
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Un paseo de una mañana de junio por el centro de Málaga, la ciudad donde el turismo ha explotado tan solo anteayer, o sea en los últimos cuatro años, ofrece un retrato robot de una ciudad en transformación.
Antonio Nieto, de 58 años, frutero desde los 13 en el Mercado Central de Atarazanas, ha colgado carteles, “No tocar”, “No coger”, “Por favor, no tocar”, entre el género que despacha entre visitantes que pasean con maleta de ruedas y cámara de fotos. “Se ha acabado el sotacaballorrey que era esto antes, el lechuga-tomate-vinito-cebolla”, anuncia. “Ahora vendemos también mangostán y guayaba porque la gente que compra aquí no es la misma, la fruta no puede ser la misma”. Importar el kilo de mangostán, por cierto, sale entre 30 y 40 euros.
Sixto, de 27 años, trabajador en el Museo Picasso, trae noticias del barrio de la Trinidad, el suyo, “un barrio obrero que se consideraba peligroso, degradado, siguiendo los estereotipos que se imponen a estos distritos”, dice. La Trinidad todavía está asociado a rentas bajas y, también, a personas de etnia gitana, unos hacían vida en la calle, otros en los corralones. “Lo que antes eran bajos comerciales se han vaciado y se han empezado a usar como viviendas turísticas. Es una disonancia muy grande esas calles que son como son y estos turistas recorriéndolas”. En diciembre, la Gerencia de Urbanismo aprobó el uso de 38 bajos comerciales como viviendas para alquiler turístico. Los rótulos de comercios de toda la vida han desaparecido y hoy son pisos turísticos. El Safari Park de la calle de la Caramba, el parque de bolas donde jugaron generaciones de niños malagueños: siete viviendas turísticas.
Francisco Riofrío, de 40 años, observa la disneyficación del centro de la ciudad desde la barra de su bar, El Muro, y recuerda el Torremolinos de su infancia: “Ahora parece que Torremolinos ha invadido Málaga”, observa. Su manual de resistencia: El Muro es quizá el último bar del centro que todavía se dirige a la clientela local, en tono y precios. La aldea de Astérix de la hostelería malagueña. “Es una barricada, tal cual”, sentencia. “No quiero que sea ni más ni menos que un bar, que ya me parece importante y bonito de por sí. Que sea lo que es”.
María Bermejo, de 51 años, repite una y otra vez un concepto que, juraría, no usaba hasta hace poco: derecho a la ciudad. “Es que los ciudadanos tenemos tanto derecho a usar nuestra ciudad como a tener un planeta limpio”, explica esta mujer con dos hijos para quienes la Málaga actual no es normal. “¿Qué ocurre cuando bajas con los niños a la ciudad? No puedes quedarte en casa, así que, si sales, ¿cómo pueden vivir tus hijos si el espacio público está tomado por terrazas, por guías turísticos con el paraguas en alto?”, rememora. “Entonces vi a otros progenitores igual que yo, con la misma duda. Fue fácil crear una red de familias del centro”. Los grupos que Bermejo coordina en WhatsApp sirven para una crianza compartida y, también, para reclamar el espacio público. Estas familias bajan, juntas, a la plaza de la Constitución. “Ellos se ponen a jugar y entonces vienen grupos de turistas con un guía a decirnos que allí no pueden jugar. Ahí los niños lo tienen claro. Se vienen para nosotras y nosotras negociamos: ‘No, ellos estaban antes aquí, a ver, tú mueve la portería donde estás jugando al fútbol un poco más allá”.
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El problema es cada vez más grave y las soluciones barajadas, propuestas o incluso aplicadas no parecen capaces de atajar la cuestión, si consideramos, claro, que hay una cuestión que atajar. Eso nos lleva a un debate más profundo y mucho más incómodo. ¿Es viajar un derecho? ¿Es nuestro tiempo de ocio irremisiblemente sinónimo de viaje y turismo? ¿Debemos renunciar a algo que nos hace felices, ya sea estar en una playa remota viendo el atardecer, ya sea hacer una hora de cola en la chocolatería madrileña San Ginés para comer unos churros una fría mañana de diciembre? “Viajar no es un derecho porque no es universal”, interviene Rivacoba. “Una de cada tres personas no puede desplazarse una semana de vacaciones al año. Ese discurso de que todos somos turistas es tremendamente perverso. Y, mira, si el fontanero de Leeds debe dejar de viajar, que deje de viajar”. “Me gustó como lo expresó el antropólogo José Mansilla en un seminario reciente en el que coincidimos. Dijo: ‘Que llegue un día en el que la libertad sea precisamente no hacer todos esos viajes aunque puedas hacerlos”, recuerda Anna Pacheco. “Para mí es algo central: el debate en torno a la turistificación y el papel del turista tiene que ver innegablemente con los usos del tiempo. Ya es una paradoja muy cruel que al tiempo de descanso le llamemos ‘tiempo libre”.
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