La metástasis del turismo y la vecinofobia
El negocio turístico fuera de control expulsa a los vecinos y destruye las urbes, sustituyendo la esencia ciudadana, el crisol de gentes o la mezcla de usos por el monocultivo del selfi y la chancla
Tomarse una cañita de vez en cuando está muy bien, no tanto padecer alcoholismo. Tener un páncreas es fantástico, pero no tanto tener un cáncer de páncreas. El turismo es un gran invento: alegra la vida de los turistas, anima las ciudades y vertebra la economía española. En cambio, la metástasis del turismo es una enfermedad que carcome las urbes y arruina la vida de (la mayoría) de sus habitantes.
Cuando llegué a Madrid, a principios de siglo, aprecié aquel turismo, tan escaso entonces en mi Oviedo natal, que era compatible con la vida: sentía que mi nueva ciudad era valiosa porque venía gente de muy lejos para verla, me quedaba escuchando de extranjis las explicaciones de los guías, disfrutaba de ver otras pieles, escuchar otros acentos, observar ropas raras. Qué cosmopolita.
Ahora el turismo es otra cosa: expulsa a los vecinos de los barrios, extiende la metástasis de los pisos turísticos, sube el alquiler en onda expansiva, torna el comercio tradicional en bajos de AirBnB, tiendas de souvenirs o pequeños supermercados exprés para el visitante, colmata las terrazas. El sitio donde desayunaban los vecinos ahora solo abre por la tarde, para el cóctel. Un agua con gas: 3,40 euros. Gritos en la escalera, fiesta en el quinto izquierda, en el portal una barricada de maletas. Nos vemos mañana, a las 9.30, en el desahucio.
Proliferan los grupos de visitantes que admiran hitos urbanos que hasta hace poco pasaban desapercibidos. Esquinas que a nadie le interesaban y rincones antes anodinos ahora son explicados por los guías con pasión declarada: mi barrio, al que nunca se acercaba ni un turista, ahora está lleno de cosas prodigiosas que no te puedes perder.
Hay dos grandes mantras de Jorge Dioni: “la materia prima de España es España” y “el turismo vende lo que no es suyo”. Los lugares que habitamos son la materia prima del negocio de otros, que destruyen la ciudad, que es de todos, para su beneficio propio. Pero algún día las ciudades serán todas iguales y los turistas solo verán otros turistas ingiriendo tostadas de aguacate, y ya nadie querrá ir a ningún sitio, y la gallina dorada estará muerta.
Esa es la destrucción de la ciudad: la sustitución de la esencia ciudadana, el crisol de gentes, la mezcla de usos, por el monocultivo del selfi y la chancla. El imperfectísimo mix del centro comercial, el resort y el parque temático. Un proceso de urbanalización, según acuñó el geógrafo Francesc Muñoz: tours bailados por la ciudad, con auriculares, donde lo de menos es la ciudad y lo de más el baile (si es que eso se puede llamar baile); o esos extraños vehículos, los beer bike, en los que se pedalea por el Paseo del Prado al tiempo que se sorbe una cerveza.
El otro día estaba comprando tomates en los puestos exteriores del mercado de Antón Martín y un tuk tuk (sí, hay tuk tuks en Madrid) paró ahí delante: el guía explicó a los viajeros que se encontraban ante un vecino haciendo la compra. Yo pensaba que era un monumento, pero me había convertido en un insecto, mi vida en un terrario.
No pongamos el foco en el turista de a pie, en su inocencia festiva, sino en las administraciones, que no administran, y en los especuladores, que sí especulan. Recientemente, el alcalde Almeida ha anunciado mayores inspecciones y una notoria subida de las multas para los pisos turísticos ilegales en Madrid, que son ¡el 92,5%! Es un primer paso, tardío, para acabar con este Madrid, ciudad sin ley. Es raro que un Gobierno municipal de corte conservador haya estado dejando la conservación de la ciudad como una causa para la izquierda.
Como si hubiera una fiesta
La principal preocupación de los responsables del turismo debería ser cómo gestionarlo, cómo limitarlo y hacerlo vivible, antes que promocionarlo a toda costa. Sin embargo, si reviso en mi correo electrónico las notas de prensa del Área de Turismo del Ayuntamiento madrileño encuentro un tono celebratorio, como si vinieran de una realidad paralela en la que hay una fiesta.
Se promociona una inteligencia artificial para “inspirar al turista”, se saca pecho del aumento de las visitas, se presume de “superar todas las expectativas” de la “la mente de los visitantes internacionales de alto impacto”, se celebran los “grandes reclamos gastronómicos”, la llegada de eventos flipantes que proyectan la imagen de la ciudad en el exterior, porque la ciudad vive obsesionada con el exterior, ajena a sus interioridades. ¡La Fórmula 1!
La capital batió récord de visitantes en 2023, nos informan, con 10,5 millones de turistas. ¡El tercer mejor destino del mundo! “Hay que consolidar todo lo bueno que está pasando en Madrid (…) Madrid vive el mejor momento de su historia”, dijo el alcalde. Más que política en pro de la ciudadanía, son relaciones públicas al servicio del sector. Desde lo público se pone la alfombra roja al negocio, olvidando a los molestos habitantes: pura vecinofobia. En paralelo a la juerga turística, el Ayuntamiento ha dejado fuera de la escuela infantil pública al 78% de los niños que solicitaron plaza.
Como la gente (alguna gente, la gente que queda, los vecinos resistentes) está harta, el turismo vuelve a estar en el centro de las polémicas. En Canarias se han producido protestas masivas y en las grandes ciudades los movimientos vecinales, las asociaciones barriales, el Sindicato de Inquilinos, los Bloques en Lucha, se organizan para dar quimioterapia a la ciudad maltrecha. En Lavapiés, donde vivo, comienzan a verse esas pegatinas que dicen, en irónico inglés, Fuck AirBnB, Save the barrio.
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