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CÓDIGO ABIERTO
Columna
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El toxoplasma y ‘The Last of Us’

Los científicos han encontrado una forma de utilizar a nuestro favor la capacidad del protozoo para infectar el cerebro

The Last of Us
Pedro Pascal y Bella Ramsey, en un episodio de 'The Last of Us'.
Javier Sampedro

La excusa argumental de The Last of Us, la serie superventas de HBO, es que un hongo llamado Cordyceps, que normalmente infecta a insectos, se puede ir adaptando al cambio climático hasta habituarse a la sangre caliente de los humanos. Como el hongo cambia el comportamiento de los insectos contagiados, lo mismo ocurrirá con las personas, razonan los guionistas, y de ahí que se conviertan en una especie de zombis chupasangres con unas caretas fantasía que han hipnotizado a decenas de millones de espectadores. No estoy destripando nada, pues todo eso se cuenta en los primeros dos minutos del episodio piloto. El resto es un videojuego de matar marcianos más bien convencional, aunque muy bien hecho.

No sé por qué los guionistas eligieron al hongo Cordyceps en vez de al protozoo Toxoplasma gondii. Todas las embarazadas han oído hablar del toxoplasma, aunque solo sea porque les impide comer jamón durante nueve meses. A diferencia de Cordyceps, el toxoplasma no tiene que esperar a que el cambio climático le haga el trabajo evolutivo, porque ya es un parásito humano de enorme éxito. Una tercera parte de la población humana tiene anticuerpos contra el toxoplasma, lo que demuestra que padecen o han padecido la infección con el parásito. Y su efecto sobre el comportamiento de los mamíferos es mucho más que una especulación salvaje.

El toxoplasma se suele contraer por comer carne poco o nada hecha (incluido el jamón) o por contacto con heces de gato, y se puede trasmitir al feto durante el embarazo. Los fetos y los bebés son justo los que peor llevan la infección, pues su sistema inmune está inmaduro, y hay riesgo de abortos espontáneos y de malformaciones congénitas. Hay pocas dudas de que el toxoplasma es capaz de infectar el cerebro, pues en los casos graves provoca irregularidades en el tejido neural, hidrocefalia, problemas cognitivos, deficiencias de coordinación motriz, cambios en el estado de alerta, convulsiones y confusión. Pero lo más curioso de todo es lo que les hace a las ratas.

Las ratas tienen una aversión natural al olor del pis de gato. Yo también la tengo, por cierto, pero las ratas tienen una razón mucho más poderosa que yo. Cuanto más alejadas estén de un tipo que se las puede comer, más fácil será que lleguen a la edad de jubilación. Las ratas infectadas con toxoplasma, sin embargo, muestran una aversión reducida al pis de gato, casi una atracción por él, un cambio de comportamiento que empeora drásticamente sus opciones de supervivencia, y que le viene de perlas al gato.

O eso cree él, porque al comerse esa rata se ha infectado con el toxoplasma, y los felinos son el huésped óptimo para este parásito, el que les permite desarrollarse y reproducirse como si no hubiera un mañana. El toxoplasma utiliza una estrategia evolutiva bien sofisticada, ¿no es cierto? Los mecanismos de esta magia aparente son epigenéticos y empiezan a aclararse. Se conocen en la literatura científica como “atracción fatal”, porque en efecto implican a los sistemas neuronales de la atracción sexual, aunque al servicio de la orina en este caso.

Mientras se aclaran los efectos cerebrales del toxoplasma en los humanos, los científicos han encontrado una forma de utilizar a nuestro favor su capacidad para infectar el cerebro. Eso requiere atravesar la llamada barrera hematoencefálica, una capa de células que revisten el interior de las arterias cerebrales y que solo deja pasar al tejido neural agua, gases, glucosa y aminoácidos. Esta barrera es un problema formidable para el desarrollo de medicamentos neurológicos, pero combinando esos fármacos con un toxoplasma manipulado se los puede trasportar del intestino al cerebro de manera muy eficaz, al menos en ratones. Es una forma brillante de aprovechar la evolución para la innovación. Ojalá lea esto algún guionista.

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