Las izquierdas españolas en la democracia frágil
Debemos buscar lo más rápido posible la reestructuración que agrupe a la mayor cantidad posible de fuerzas, movimientos y partidos
La democracia está en peligro. Lo está ahora, y lo está siempre, porque la democracia es una anomalía histórica. Si pensamos en los largos milenios que nos preceden, las sociedades que podríamos considerar como democráticas han sido una minoría, frágil y efímera. Una pequeña parte de la sociedad siempre ha acaparado la mayor parte del poder, siempre ha tenido mucho que perder, y siempre ha estado dispuesta a utilizar los medios más brutales para asegurarse de que eso no ocurra. El misterio, en cierta forma, es por qué esa minoría no gana siempre. El politólogo Daniel Ziblatt ofrece tres explicaciones: la creciente suerte de la democracia se explica por la imparable fuerza modernizadora del desarrollo económico; por la también creciente capacidad de las clases medias y trabajadoras de arrebatar el poder a las élites, y por la pacificación sustantiva de esas mismas élites, que deciden aceptar las normas democráticas, aunque sea de forma temporal. Ziblatt nos dice que las dos primeras explicaciones son muy conocidas, una especie de mitología moderna de la democracia, y que su aportación específica es profundizar en la última. A saber: la democracia solo es posible si la parte conservadora de esas élites acepta la forma de organización partidaria, la política de masas, y utiliza ese poder para hacer de dique de contención de los elementos más radicales a su derecha. Conceder la democracia a cambio de no conceder todo su poder. Si eso ocurre, la democracia puede existir. Cuando eso deja de ocurrir, la democracia entra en crisis.
Llamemos a este momento de decisión de las élites conservadoras su “momento Ziblatt”. Es evidente que estamos viviendo uno de esos momentos. En Europa, Estados Unidos, y otros muchos lugares, los partidos conservadores tradicionales se tambalean ante el asalto reaccionario. Aceptan y reproducen su discurso, intentan instrumentalizar sus energías. Se alían con ellos para vencer electoralmente y comenzar a desmantelar las instituciones democráticas. Muchas veces acaban siendo barridos en el proceso. La fuerza modernizadora del desarrollo parece agotada, la fuerza democratizadora de las clases medias y trabajadoras está exhausta. Esto ocurre a la vez que el modelo neoliberal entra en una crisis profundísima, y a la vez que la crisis ecológica amenaza la misma continuidad de la civilización humana. Ante semejantes retos, contra semejantes peligros existenciales, uno esperaría que lo mejor de todas las fuerzas progresistas uniese sus esfuerzos, que se afilasen las mentes, que se fortaleciese la determinación de vencer.
Hablemos de las izquierdas españolas.
Hemos llegado hasta aquí a hombros de un largo ciclo progresista que comienza en 2008. Las diferentes crisis facilitan una respuesta populista, feminista y climática, un ánimo destituyente. Esa oleada se institucionaliza, y consigue algunos avances cuando es capaz de aliarse con el viejo centroizquierda. Esos avances chocan contra unos límites, y provocan una reacción en contra. Así funciona siempre la historia. Ahora ese ciclo progresista parece ya agotado. Todo indicaba que su fin en España llegaría en el verano de 2023, pero una recomposición in extremis del espacio devastado de las izquierdas resucitó su viabilidad electoral y permitió revalidar el Gobierno de coalición. Con un margen estrechísimo, dependiendo de la derecha nacionalista. Pero revalidarlo. Este es el mérito principal de Sumar. No es un mérito pequeño en un mundo en el que cada año adicional de margen de maniobra vale su peso en oro. Lo que sí parece cerrarse es una propuesta más ambiciosa, de relanzamiento de un espacio (casi) unitario de esas izquierdas forjado alrededor de la figura de Yolanda Díaz como ministra de Trabajo y líder orgánica del proyecto. Harían falta muchas más palabras para valorar en profundidad qué ha ocurrido, pero su dimisión como coordinadora de Sumar el pasado lunes pone sobre la mesa al menos dos preguntas que debemos responder lo antes posible.
La primera es si debemos seguir luchando por algún tipo de acuerdo de mínimos que garantice la viabilidad electoral, fundamentalmente en las elecciones generales. No por un fetiche ingenuo por la unidad, no porque pensemos que el mínimo común denominador de todas esas izquierdas es un proyecto de por sí atractivo, sino por la doble espada de Damocles que no nos quitamos de encima: primero, por el “momento Ziblatt” de las derechas, que siguen mutando hacia su forma fascista y negacionista (de la crisis ecológica, de la igualdad, de la democracia); segundo, por la certeza de que sin un vehículo que pueda sobrevivir a las circunscripciones provinciales y el sistema D’Hondt la victoria de las derechas está casi asegurada. El espacio abandonado por este proyecto lo ocuparían la desafección o los monstruos. Mi respuesta es que esta responsabilidad es ineludible, que debemos buscar la reestructuración posible que agrupe a la mayor cantidad posible de fuerzas, movimientos y partidos en un proyecto así, y que debemos hacerlo lo más rápido posible. Esto no es la construcción tranquila de un bello monumento; es una intervención de urgencia. Lo que no se haga ahora seguramente se hará peor, y con más prisa, antes de las siguientes elecciones.
El problema fundamental de esta primera tarea es que esa amalgama organizativa corre el riesgo de ser un cuerpo sin alma. Hay mucha mala sangre acumulada, muchas diferencias programáticas profundas, y la tentación de replegarse al territorio o a las certezas de un grupo más pequeño será gigantesca. Una unidad forjada de esta manera solo será atractiva para una parte muy pequeña de la ciudadanía con unos compromisos ideológicos muy específicos, por mucho que nos pese. Algunos ya han elegido ese repliegue hace tiempo, y solo parecen concebir la unidad futura como una recomposición a su alrededor en medio de las ruinas, lo que explica que gasten más tiempo golpeando a sus lados que hacia el frente. Pienso que si existe una división real en nuestro campo político es precisamente esa: la que se da entre los que piensan que es posible unificar destruyendo, derrotando al que es parecido, y los que piensan que nuestra situación solo es posible avanzar forjando alianzas incómodas, en las que por fuerza cederemos una parte importante de nuestra identidad, pero que son las únicas posibles en esta correlación de debilidades.
Esta segunda tarea, de la búsqueda de un alma, llevará más tiempo. Solo será posible trabajar por ella una vez parada la sangría de la confusión orgánica. El arreglo político alcanzado a corto plazo, no se puede insistir lo suficiente en este punto, solo tendrá futuro si se encuentra esa alma. Me gustaría poder decir que yo ya tengo la clave maestra de esta refundación identitaria. Solo puedo aportar lo que me mueve a mí, lo que me impide tirar la toalla. La crisis ecológica y la amenaza fascista no se van a detener por sí mismas. Es tentador el repliegue a un lugar seguro, pero el número de lugares seguros se reduce año a año. Pensar que siempre será posible volver a la vida privada, al pequeño grupo, es una de las confusiones propias del “fin de la historia”, al que las izquierdas no hemos sido inmunes. Así que una y otra vez me encuentro, entre resignado y decidido, dispuesto a volver a trabajar por evitar lo peor y construir algo mejor, aunque sea en circunstancias más difíciles. La esperanza no es un convencimiento personal, sino lo que se produce al volver a ese trabajo colectivo y necesario. Quienes estamos por esta labor, sigamos. Las generaciones futuras nos juzgarán por nuestra capacidad de alargar esta hermosa anomalía democrática, por el margen de maniobra que hereden ante la crisis ecológica, y por nada más.
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