La degradación de la democracia
En casi toda Europa, liberales y conservadores caen a la sombra del nuevo autoritarismo de derechas sin que haya una reacción ciudadana al auge ultra
1. El empeño del PP en degradar la democracia española para disimular la impotencia acumulada durante la gestión de Alberto Núñez Feijóo supera cualquier fabulación. Estamos al final de la campaña electoral de unas elecciones en las que Europa se juega mucho, y, con ella, cada uno de los países que la componen. La extrema derecha tiene cada vez más acorraladas a las derechas tradicionales y ha conseguido situar estas elecciones como un plebiscito para avanzar en la vía del autoritarismo posdemocrático. El PP —cada vez más pegado a Vox— de la mano de Feijóo ha pretendido centrar el final de campaña en el caso de Begoña Gómez, la esposa del presidente Pedro Sánchez, que un juez parece decidido a llevar a juicio con indicios muy escasos. Dudo que estos métodos de populismo vulgar le sirvan al candidato del PP para reforzar su debilitada posición. Incapaz de generar y defender un proyecto político independiente que disipe cualquier sospecha de complicidad con la extrema derecha, su trayectoria como alternativa a Pedro Sánchez se ha centrado casi exclusivamente en la descalificación del presidente. Y cuando lo exigible y deseable sería que el PP defendiera sin complejos su proyecto de derecha democrática, si lo tiene, apuesta por jugar a la confusión entre política y justicia, que es una garantía de deterioro del sistema.
La desesperación con que el candidato Feijóo se ha volcado en el caso Begoña Gómez induce a pensar que sabe que si pincha esta vez su recorrido se habrá terminado, porque el PP ya no aguantará más su quiero y no puedo. Una exhibición de inseguridad que transmite impotencia. Y pone en evidencia las debilidades de esta democracia. Que un juez se apunte al barullo con una actuación judicial más que dudosa en plena campaña electoral confirma los indicios acumulados de la politización de un sector del poder judicial que no honra ni a la política ni a la justicia. Y en este contexto es necesario recordar que pasan los años y el Consejo General del Poder Judicial sigue sin renovarse por la sencilla razón que el PP entiende que tiene allí una mayoría favorable y no la quiere perder. Y, en un claro abuso de posición, sigue negándose a cumplir la ley, dando así un inquietante mal ejemplo a los ciudadanos. Y así estamos: metidos en un nubarrón de sospechas en la relación entre política y justicia que ensombrece la vida pública.
Mientras, Vox sigue haciendo su camino. Y lo que Pedro Sánchez parece haber captado es que este impasse le permite ir capitalizando la situación. Ahora mismo, hay una razón muy poderosa para votarle: es la única vía para impedir que la extrema derecha toque poder. Todos sabemos que el PP, si le necesita, se lo dará como ya se lo dio en las comunidades autónomas. En la medida en que un acuerdo PP-PSOE para aislar a Vox es impensable, los socialistas se hacen más imprescindibles y, en parte, lo pagan los partidos a su izquierda que, ya de por sí debilitados por la eterna psicopatología de las pequeñas diferencias, ven cómo los suyos apuestan al voto útil al PSOE para parar a la derecha radicalizada.
2. Ciertamente, no estamos ante un problema estrictamente local. Es la versión española de una realidad que afecta a casi toda Europa, donde liberales y conservadores van cayendo a la sombra de las derechas neoautoritarias sin que se consiga una reacción ciudadana que actúe como frente de rechazo y frene a la extrema derecha. ¿Por qué la ciudadanía está perdiendo la confianza en los partidos de tradición democrática? O, dicho de otro modo, ¿qué ha cambiado en los últimos años para que la democracia esté en crisis de reputación y confianza y los discursos autoritarios tengan premio?
Tendemos a fijarnos en lo más visible: el rechazo a la inmigración, como expresión de la inseguridad laboral en la que viven muchos ciudadanos, que dificulta entender que los trabajadores que vienen de fuera contribuyen a que podamos seguir pensando en nuestras pensiones; el retorno a los modales machistas, la defensa de las familias tradicionales, la negación del feminismo y de los derechos individuales conquistados en las últimas décadas; el desprecio a la lucha en defensa del medio ambiente como ejercicio elitista en prejuicio de la mayoría, y otros lugares comunes del pensamiento reaccionario que pretende liderar el malestar ciudadano. Pero estos son los efectos de unas causas que los poderes económicos y políticos no quieren afrontar. Y que seguirán erosionando a la democracia si se deja la respuesta en manos del populismo y no se toman decisiones que protejan a la ciudadanía.
La democracia creció y sobrevivió en el capitalismo industrial y en el marco de los Estados nación. Estamos en otra fase en que la nación ya no es la única pieza articular de la política y en las que esta pierde fuerza tanto frente al poder financiero transnacional como frente al universo digital por el que pasa ahora la construcción de las verdades —y las enormes falsedades— del momento, con dificultades cada vez mayores para distinguir el bulo y la farsa de la verdad de los hechos y la realidad de los poderes. Y solo asumiendo esta nueva realidad se puede evitar que la decadencia de la democracia sea imparable. ¿Qué expresa el autoritarismo posdemocrático triunfante? Que muchos ciudadanos ya no viven la democracia como un espacio confortable y apuestan por los que la niegan. Trabajo y vivienda deberían ser las prioridades para reconquistar a la ciudadanía, ciertamente. Pero es imposible si los poderes políticos son impotentes ante los poderes económicos, se adaptan claudicando de sus principios y encuadran a la gente con los viejos tópicos reaccionarios.
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