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El debate | La crisis de la izquierda a la izquierda del PSOE

La incertidumbre que vive Sumar tras la dimisión de Yolanda Díaz por los malos resultados en las elecciones europeas es un nuevo episodio de las dificultades de este espacio político para integrar a los diferentes y rentabilizar sus éxitos de gestión en el Gobierno

Desde la izquierda, la cabeza de lista de Sumar a las elecciones europeas, Estrella Galán, el primer teniente de alcalde de Alcorcón, Jesús Santos, y la vicepresidenta Yolanda Díaz, en un acto de campaña, el 3 de junio en Alcorcón (Madrid).
Desde la izquierda, la cabeza de lista de Sumar a las elecciones europeas, Estrella Galán, el primer teniente de alcalde de Alcorcón, Jesús Santos, y la vicepresidenta Yolanda Díaz, en un acto de campaña, el 3 de junio en Alcorcón (Madrid).A. Pérez Meca (Europa Press)

La renuncia de Yolanda Díaz a su cargo como coordinadora general de Sumar, tras los pobres resultados obtenidos en las últimas citas electorales, ha abierto una profunda crisis en la coalición y siembra dudas sobre el futuro de la izquierda alternativa, de la que también forma parte Podemos. Como suele suceder con los miembros minoritarios de una coalición de Gobierno, la formación no ha sido capaz de rentabilizar electoralmente los éxitos de su gestión en el Ejecutivo presidido por Pedro Sánchez.

Daniel Bernabé, ensayista experto en ese espacio político, y Pablo Batalla, historiador y periodista, analizan las causas que han llevado a Sumar hasta este punto y repasan los retos que afronta la coalición.

La líder que perdió el tono de la época

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Daniel Bernabé

Apenas dos meses y medio después de su primera asamblea, algo más de un año desde su presentación, Yolanda Díaz dimite como líder de Sumar tras los pésimos resultados de las elecciones europeas, lo que equivale, para entendernos, a que una actriz abandone una película escrita en torno a su papel protagonista. Lo mismo, pueden pensar los productores, ya no tiene demasiado sentido rodarla.

El jueves 6 de junio, en los últimos días de campaña, el FMI publicó un informe donde afirmaba que la subida del SMI y la caída de la temporalidad ha sacado de la pobreza a un millón de trabajadores en España. Sin embargo, en estos comicios, una parte importante del voto joven, rango de edad que suele percibir el salario mínimo al inicio de su vida laboral, se ha escorado aún más hacia la ultraderecha, incluso optando por su versión más grotesca.

¿Por qué Yolanda Díaz, notable ministra de Trabajo, no ha conseguido rentabilizar electoralmente medidas de las que ha sido la principal responsable? El brutal incremento del precio de la vivienda se come la redistribución, también la democracia. También ha importado la polarización en torno a la figura de Pedro Sánchez como baluarte frente a la ola reaccionaria. Pero ha habido más, casi una suerte de doble personalidad entre la líder laborista que repartía cariño a la derecha en cada sesión parlamentaria y la candidata, algo así como Galadriel declamando frases de tacita motivacional.

Muy pocos líderes formados en la izquierda tradicional consiguen abstraerse de esa corte que conforma la intelectualidad progresista. Díaz, buscando lo contemporáneo, ha perdido el tono de la época, una que ya no aguanta más amabilidad impostada. Tampoco organizaciones informales dirigidas de manera personalista: si ya no existe ese entusiasmo activista espoleado por el descontento de la pasada década, al menos hay que cuidar a los militantes que quedan de nuevas decisiones arbitrarias. Son los que te dan, como dijimos tras las elecciones gallegas, arraigo territorial.

Los líderes son importantes, pero la estructura donde desarrollan su política lo es mucho más. Al margen de su carácter, ideas y deseos, la máquina que conducen les suele marcar el camino. Y el de Díaz no ha sido el que más le convenía a su impulso político inicial. Respecto al cisma interminable con Podemos, más allá de la sucísima, pero efectiva campaña que Pablo Iglesias ha desplegado en estos últimos dos años, lo interesante es volver a comprobar la incapacidad de la izquierda para integrar las diferencias.

Lo peor que puede dejar esta confrontación es postergar de nuevo la entrada a la mayoría de edad en la izquierda española. Yolanda Díaz ha demostrado que se puede aplicar un programa transformador en un Gobierno nacional que rompa la inercia neoliberal, no es poco. Mal negocio harían los simpatizantes de este espacio si concluyeran que es más atractivo el conflicto escenográfico que la efectividad. Ellos puede que se sientan más cómodos identitariamente, pero para cambiar un país hacen falta los votos de los que no son del todo como tú.

El otro roto que ya se adivina en el horizonte es el del confederalismo, es decir, el que la izquierda renuncie a un proyecto nacional en pos de partidos regionalistas más o menos avenidos. La cuestión no es lo que nos gusta a cada uno nuestro pueblo, sino que el resto puede presentarse con una sola papeleta en cualquier parte del país. Todas estas encrucijadas son esenciales: si no se resuelven bien tienen como destino Italia.

Antonio Maíllo, nuevo líder de IU, de profesión maestro, tendrá que evitar ese viaje de fin de curso. No lo tendrá fácil, pero al menos ha empezado admitiendo los errores. Que alguien le cuide de la corte, que alguien le conserve ese aire de honradez de periferia.


El “pueblo de la coalición” y sus castigos

Pablo Batalla Cueto

A veces, uno sabe de qué lado estar simplemente viendo quiénes están del otro. Lo dijo Leonard Cohen, pero es un antiquísimo principio de amalgamación política. Las coaliciones forjadas en momentos convulsos suelen tener menos claro lo que son que lo que no son. Hoy atravesamos uno de esos momentos, un umbral de época cuyos ciclones son viento de cola para un posmofascismo —etiqueta propuesta por Ana Fernández-Cebrián y Víctor Pueyo— en cuya contra se trenzan desesperadas alianzas de emergencia. Acaba de ocurrir en Francia, donde el temor a un rodillo lepenista en las legislativas adelantadas urde en 24 horas un así llamado Nuevo Frente Popular. En otros lugares, vemos confederaciones más heterogéneas. Plataforma Cívica, miembro polaco del Partido Popular Europeo, lidera una coalición con, entre otros, Lewica Razem, que significa literalmente Izquierda Unida.

Se trata de yuxtaposiciones frías, acuerdos de mínimos entre cúpulas que se distinguen perfectamente unas de otras: peritan porcentajes, los traducen en número de puestos en listas o sillas de Consejo de Ministros, prorratean tiempos, escotes de gasto y cuotas de beneficio. Pero afuera de los despachos se generan confluencias más íntimas entre electores que no se juegan el sueldo. En la olla del compromiso histórico se guisa un “pueblo de la coalición” cuyo hervor desdibuja la identidad de sus ingredientes. Emergen simpatías promiscuas, poliamorosas; alabanza desparpajada de lo que cualquiera haga bien —y crítica dura de lo que quienquiera haga mal— en cualquiera de los partidos y movimientos aliados, independientemente de una afinidad más acentuada o la militancia neta en alguno de ellos.

La declinación española de esto es la coalición parlamentaria que sostiene a Sánchez, en la que caben desde Podemos hasta la derecha catalanista, y un pueblo de la coalición que tiene ya años. Le gustan Oskar Matute y Pablo Bustinduy, Alberto Garzón y Adriana Lastra, incluso Aitor Esteban. Le indignó el lawfare contra Mònica Oltra y ha compartido en sus redes trozos de mitin de Zapatero, a quien tal vez hizo un día —y no reniega de ello— una huelga general y un 15-M. Recela, en otros, de sus vertientes desagradables, pero aplaude lo que estima impecable: un alegato propalestino de Josep Borrell, el votante de IU; el viejo socialista, un discurso parlamentario vibrante de Íñigo Errejón. Y no es fanático de los propios: en ellos también pondera encomios y denuestos. Los simpatizantes de Sumar hastiados de la melifluidad o el cesarismo de Yolanda Díaz no dejan de ensalzar su hoja de servicios como ministra, que encandila igualmente al militante del PSOE. Este reconoció y alabó quizá, en los tiempos fundacionales del pueblo de la coalición, el buen desempeño en los debates de Pablo Iglesias, a quien bien podía detestar por lo demás; o la plástica bravura de Irene Montero, señalando con el dedo a la bancada de Vox. Y, en cambio, reniega de Felipe González o Emiliano García-Page, militantes de un partido de la coalición, pero no de la coalición.

La de estas confederaciones suele ser la mala salud de hierro de Elizabeth Taylor. Siempre al borde del descalabro, sobreviven con “la enloquecida fuerza del desaliento” del verso de Ángel González. Cada crisis de un miembro significa la del conjunto. A la coalición española se le abre ahora una, con la agonía de Sumar. Vienen semanas de un ensimismamiento refundador de la izquierda a la izquierda del PSOE cuya perspectiva debe preocupar a sus protagonistas, porque emerge el riesgo de la italianización; de una izquierda poscomunista autodestruida que regale una cómoda soledad al gran partido socialdemócrata. Esa implacable conciencia coaligada que premia lo que se hace bien sin mirar quién lo hace, y castiga lo mal hecho del mismo modo (”aporta o aparta”), no tendrá problema en emitir una sanción que no sea ya quirúrgica, a tal o cual figura concreta, sino anatema total de aquellas formaciones de quienes solo lea titulares solipsistas mientras los monstruos engordan.

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