Le costó mucho tiempo lograr que se lo tomaran en serio. Hace 10 años, cuando Pedro Sánchez decidió probar suerte en las primarias del PSOE, por entonces aún no convocadas, y se lo empezó a contar a su círculo, en el que estaban amigos cercanos que ahora están en La Moncloa con él, como Óscar López y Antonio Hernando, él era el único que lo veía muy claro. Algunos íntimos se lo desaconsejaron. No era conocido, no tenía peso orgánico, parecía imposible que un diputado de base pudiera ser secretario general. Diez años después, con varios fracasos, caídas, recuperaciones, repeticiones electorales y éxitos inesperados en el medio, Sánchez es uno de los hombres más poderosos de la historia del PSOE, según admiten incluso los veteranos más críticos, no tiene casi ninguna contestación interna y este viernes tomará posesión por tercera vez como presidente del Gobierno después de haber logrado ganar una votación de investidura con más votos que las anteriores, 179 (salvo en la moción de censura, que logró por 180 apoyos), y con un amplio y transversal respaldo electoral detrás.
Si se suman todos los partidos que han optado por el “sí” a la investidura (PSOE, Sumar, ERC, Junts, Bildu, PNV, BNG, CC) hay 12,6 millones de votos detrás de la nueva formación del Gobierno progresista. En la historia de la joven democracia española, solo José Luis Rodríguez Zapatero logró un respaldo en escaños en esta sesión clave del Congreso con más votos detrás: 13,5 millones, en 2004. Por otro lado, en medio de una marcada polarización política y al no haber abstenciones, es también la investidura que acumula más escaños en contra, con 171, con 11,3 millones de votos detrás, otro récord, lo que da señales de la legislatura de alta tensión que se avecina. Además, el PP controla la mayoría del poder autonómico y local, con lo que será una oposición muy fuerte. Pero pese a todo, y contra pronóstico, Sánchez sigue añadiendo capítulos a su Manual de resistencia, el título de su hasta ahora único libro, y seguirá en La Moncloa.
Con una carrera política frenética, siempre al límite, con caídas estruendosas como la destitución de la secretaría general en 2016 porque se negaba a abstenerse para que gobernara Mariano Rajoy, y regresos épicos como el de las nuevas primarias de 2017, con derrotas electorales duras como las dos de 2016 y victorias claras como las dos de 2019, Sánchez ha ido ampliando poco a poco su apoyo y logrando el respeto político que no tuvo al principio y que ahora, después de cinco años en el poder, ya nadie le niega. Ni siquiera Alberto Núñez Feijóo, que creyó que podría ganarle con facilidad navegando sobre el antisanchismo que había triunfado en las elecciones autonómicas de junio y se encontró de nuevo con un correoso Sánchez, que logró un millón de votos más que en 2019 y con eso dejó al líder del PP con la miel en los labios y condenado a la oposición, un escenario que nunca contempló cuando decidió dejar la presidencia de la Xunta para intentar llegar a La Moncloa.
Feijóo muestra a las claras su profundo rechazo a Sánchez, pero al menos admite en el Congreso que tiene “una mayoría legítima”, lo que es una forma indirecta de reconocer al presidente que lo logró, aunque sea a cambio de una amnistía que el PP rechaza de plano. El líder del PP respetó los usos democráticos y felicitó a Sánchez brevemente tras la votación, aunque también le dijo que esta investidura “es una equivocación”. En ese apretón de manos está la foto que indica el inicio de la legislatura con un Gobierno y una oposición que se reconocen como tales. Santiago Abascal, líder de Vox, se marchó sin hacer ese gesto tan básico.
Sánchez, dicen los suyos, tiene una fe inquebrantable en su éxito. La tenía incluso en 2016, cuando después de un resultado muy malo, pero al menos sin el temido sorpasso de Podemos, intentó una investidura con Ciudadanos que finalmente fracasó y llevó de nuevo a elecciones, con un resultado aún peor para la izquierda que abrió paso a un Gobierno débil de Mariano Rajoy gracias a la abstención del PSOE, ya sin Sánchez. La tenía también para presentar en 2018 una moción de censura que parecía casi imposible solo una semana después de que el PNV hubiera apoyado los Presupuestos de Rajoy, y finalmente resultó la primera exitosa de la democracia. La tenía cuando en 2019 estaba convencido de que lograría forzar a Pablo Iglesias que le dejara gobernar en solitario. Y también cuando, rotas las negociaciones con Unidas Podemos, repitió esas elecciones y creyó que podría arrasar gracias a una parte del voto de Ciudadanos, algo que nunca se produjo.
De nuevo arriesgó tras ver el resultado electoral de la repetición, peor del esperado, y rápidamente optó firmar la primera coalición desde los años 30 y buscar un acuerdo con ERC, aun con su líder, Oriol Junqueras, en la cárcel. “Nadie daba un duro por nosotros”, diría tiempo después, en una frase que suele usar con frecuencia. Los análisis dijeron que Sánchez duraría poco con esa mayoría tan limitada -salió elegido por la mínima, 167 a 165-, pero casi termina la legislatura, aprobó tres Presupuestos y más de 200 leyes. Y de nuevo, tras un mal resultado en las municipales, decidió jugársela a todo o nada convocando al día siguiente las generales para un 23 de julio, una fecha en teoría imposible.
La mayoría de las encuestas le dijeron que no tenía ninguna posibilidad de seguir en La Moncloa. Parecía que el guion estaba escrito. El entorno de Feijóo llegó a pronosticar que el PP llegaría a los 168 escaños, cerca de la mayoría absoluta. Pero Sánchez apeló a la mayoría progresista del país, demostrada en muchas elecciones, para que se movilizara para impedir un Gobierno del PP con Vox y Santiago Abascal como vicepresidente. Y esa mayoría volvió a acudir a las urnas con una fuerza mucho mayor de la esperado, lo que compensó la también extraordinaria movilización de la derecha, hasta dejar los dos grandes bloques en un práctico empate ―solo 300.000 votos a favor del PP-Vox frente al PSOE-Sumar― que han desempatado los votantes nacionalistas e independentistas, más de un millón y medio, cuyos representantes han optado por darle el poder de nuevo a Sánchez.
Para lograrlo, el presidente ha asumido un giro importante, no solo al conceder una amnistía completa que siempre negó, sino porque ha aceptado que esta tendrá que ser una legislatura muy centrada en el debate territorial, y que deberá abrirse a negociaciones difíciles con los independentistas catalanes pero también con los nacionalistas vascos para un nuevo Estatuto. De hecho, en el último día de la investidura, poco antes de votar, Sánchez ha apostado por “interpretar la Constitución con arreglo al espíritu del tiempo vigente”. Una reforma constitucional es inviable, porque necesita un imposible concurso del PP, así que Sánchez opta por moverse en el único espacio que queda: buscar el margen de interpretación de la Constitución. Hasta cinco mesas diferentes ha pactado, dos con ERC, dos con Junts y una con el PNV.
Esa idea del “espíritu del tiempo vigente”, sumada a la de “hacer de la necesidad virtud”, son un resumen casi perfecto de la carrera política de Sánchez y su forma de llegar al poder y continuar en él. El líder del PSOE se adapta al momento, ha hecho del pragmatismo y de la capacidad de rectificar y desmentirse a sí mismo un estilo político tan criticado por la oposición como reivindicado por los suyos. Y con ello, y una política progresista con buenos resultados económicos, ha logrado un gran respaldo social que le permite seguir gobernando. Pero por encima de cualquier otra cosa, Sánchez siempre lograr salir de todos los laberintos, incluido el último, el más difícil de todos, porque dentro estaba Junts y su imprevisible líder, Carles Puigdemont, con el que parecía imposible un acuerdo que Sánchez y su equipo, con Félix Bolaños, Santos Cerdán y María Jesús Montero a la cabeza, han vuelto a conseguir.
Si todo va bien, Sánchez podrá estar cuatro años más en La Moncloa. Su equipo está convencido de que, de nuevo, romperán las previsiones y lograrán la estabilidad necesaria para terminar la legislatura con varios Presupuestos. Si lo consiguen, el líder del PSOE estaría al menos nueve años al frente del Gobierno, y con ello lograría ser el segundo hombre con mayor permanencia en La Moncloa, después de Felipe González, que llegó a los 14 años en el poder en una España muy diferente, con un bipartidismo casi perfecto y un PP muy débil. Serían así para Sánchez nueve años en el poder, o más, un hito impensable cuando un entonces desconocido diputado empezó su aventura para llegar a la cúpula del PSOE hace 10 años. Pero que ahora, dada su trayectoria, ya casi nadie ve imposible.
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