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TRIBUNA
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Los lectores sensibles matan la literatura

La censura de lo políticamente correcto coarta la creatividad y promueve lo mediocre escudándose en la defensa de unas minorías cuyos derechos ya están protegidos

El escritor Kevin Lambert, en septiembre de 2019.
El escritor Kevin Lambert, en septiembre de 2019.Said Anas (Alamy Stock Photo)
Carmen Domingo

Hace dos meses, leí en este mismo periódico el siguiente titular: “El premio Goncourt choca con los ‘lectores sensibles’, desminadores de discursos incorrectos en la industria editorial”. Os confieso que quise pasar sin leerla, pero me pudo más la curiosidad.

Y, en efecto, lo que me temía, el fantasma de lo políticamente correcto se había colado en el Goncourt, ¡horror!

Os diré de qué estoy hablando.

Kevin Lambert, uno de los candidatos este año a uno de los premios más prestigiosos de la lengua francesa, tras saber su nominación, no tardó en asociarla a su uso de sensitivity readers para escribir su novela. Los lectores de sensibilidad son unas figuras que nos llegan, no podría ser de otro modo, desde Estados Unidos —y Canadá—. En realidad, en el mundo anglosajón llevan años funcionando, y ha sido ahora al hilo del auge de la cultura woke, el Black Lives Matter, el Me Too y el transactivismo cuando han empezado a tener relevancia.

Lo políticamente correcto, aplicado a la literatura, o sea, la censura de toda la vida, pero vista con buenos ojos porque la ampara el movimiento woke.

Personas contratadas para ese puesto, ya sea por el mismo autor o por la editorial, que deben leer, antes de su publicación, un manuscrito en busca de posibles ofensas a minorías, raciales o sexuales, y sugerir cambios en el texto, eliminando palabras o expresiones que no estén bien vistas o que, por lo que sea, convenga evitar para hacerlo “políticamente correcto” y no herir sensibilidades. No confundamos con los lectores de confianza, esos que tenemos todos los autores cerca para que opinen, nos critiquen y comenten nuestro trabajo. Tampoco, que quede claro, son historiadores que te advierten de que se te ha colado una errata temporal; ni siquiera son filólogos dispuestos a corregirte ortografía y redacción. Los lectores de sensibilidad son censores de lo políticamente correcto.

Deben pertenecer esos lectores, claro está, a una de esas minorías oprimidas que, en caso de salir mal paradas, perjudicarán las ventas. En definitiva, hemos actualizado en versión progre al censor de toda la vida, puesto que el censor franquista era ni más ni menos que el “lector de sensibilidad del fascismo”.

Quizás podríamos pensar que esta nueva figura ayudaría a que se publicase una mejor literatura, pero la realidad es que el fin último es vender más ejemplares —siempre el dinero—. Su teoría comercial es que si no ofendes a nadie, tendrás más mercado. Atrás, hace mucho que quedó la calidad literaria; lo que importa es la cantidad… de dinero que genera un libro.

No os dejéis engañar, que lo intentarán, con que esto forma parte de la evolución, que las sociedades cambian y mejoran o que se trata de incorporar loables valores de inclusividad y diversidad a la literatura y de combatir la xenofobia, el patriarcado o la homofobia. Esta censura de lo políticamente correcto en la que vivimos no hace más que matar la creatividad, defender lo mediocre escudándose en la defensa de unas minorías cuyos derechos, obviamente, ya están legislados en el terreno real, pero que en lo etéreo, en la creación, no deberían imponer cortapisas.

¿Qué sería de las novelas de Bukowski, Philip Roth, Roald Dahl o Houellebecq, incluso de las de Sara Mesa, con el personaje de esa mujer que recurre al sexo para pagar un arreglo casero? ¿Actuarían los animalistas contra la Caperucita de Charles Perrault por matar un lobo? ¿Pasarían el filtro alguna de las protagonistas de Eva Baltasar? ¿Le hubieran editado a García Márquez Memoria de mis putas tristes? ¿Habría llegado a nuestras librerías el libro de Lionel Shriver Tenemos que hablar de Kevin? Ni que decir tiene que nunca hubiéramos leído Diez negritos, de Agatha Christie; ¿habrían acabado siendo Diez racializados? Bromeo, aunque de momento ya le han cambiado el título: Y no quedó ninguno.

Estos policías de la sensibilidad, creedme, no hacen más que lastrar la creación y la espontaneidad literaria. Y en cuanto puedes, las preguntas surgen a borbotones: ¿acaso ser políticamente correcto mejora una novela? ¿De dónde han sacado que la existencia de racismo en una novela es apología del racismo? ¿Recortar la libertad de los autores aplicando censura puede acabar dando un buen producto literario? ¿Acaso la irreverencia y la rebeldía no han sido la forma de hacer avanzar las artes? ¿No nos estamos preocupando más de no molestar y ganar dinero que de provocar?

De nuevo Orwell, en 1984, surge como visionario con su Policía del Pensamiento, que utiliza la vigilancia y a los informantes para controlar los pensamientos de los ciudadanos. No, no quiere matarlos, tan solo quebrarlos, “el control exhaustivo de todas las conductas de los individuos para que los mismos no se ‘desvíen de la norma”.

Aprovechemos las declaraciones de otro premio Goncourt, Nicolas Mathieu, a ver si pone un poco de sensatez a tanta tontuna con su llamamiento a los “escritores y escritoras” a “arriesgarse, sin tutela ni policía”. Pues eso, amigos, defended la libertad creativa, poco más que añadir.

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