Paseo frente al amor y la muerte
El hecho de que Gabriel García Márquez el novelista más popular -y uno de los mejores- del mundo publique ahora una nueva novela, esta Memoria de mis putas tristes, a sus casi ochenta años, tras otros diez de silencio como tal y a más de veinte de un combate tenaz contra la enfermedad y la muerte, no deja de ser una noticia de primera magnitud, por encima de cualquier otra circunstancia que -como se debe, pues es lo normal- le acompañe. Es la mejor demostración de que la voz del mayor juglar de nuestro tiempo sigue viva y cantando pese a todas las contrariedades y, frente a ese dato fundamental poco importan las circunstancias de su publicación, todo eso de las tempranas ediciones piratas que han desencadenado el adelanto de su aparición y demás zarandajas. El hecho está ya aquí y todo lo demás es hojarasca (homenaje a la primera suya) y nada más, García Márquez, sigue vivo y aquí, como una gran metáfora de que la literatura nunca muere, pues siempre está y estará viva mientras sus lectores la sigan acompañando, pues ello quiere decir que es ella la que irremediablemente nos acompaña a todos. En estos diez años transcurridos desde su novela anterior, Del amor y otros demonios (1994), nuestro juglar nos ha entregado un gran reportaje, Noticia de un secuestro (1996) y un inapreciable volumen de memorias, Vivir para contarla (2002), que bien quisiéramos que fuera tan sólo la primera parte de la total que nos debe, pues sólo va de su infancia y juventud hasta la época de su primer gran triunfo, el de su inimitable reportaje Relato de un náufrago, que le permitió salir a la luz pública con la suya propia hasta hoy mismo.
MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES
Gabriel García Márquez
Mondadori. Barcelona, 2004
112 páginas. 17 euros
Y todo ello ha sido en medio de una enorme lucha contra el cáncer que le acecha, educando periodistas, dirigiendo una escuela de guiones de cine -su gran pasión junto a la música- o hasta jugando a la diplomacia y recibiendo al Papa en Cuba y, al parecer, escribiendo sin parar, pues a estas alturas ya sabe que es el juglar de nuestro tiempo, el hombre que al escribir ha reconciliado a este mundo infeliz consigo mismo, esto es, que a la postre nos ha hecho más felices y mejores, como si al leerlo nos haya hecho más altos, más guapos, más rubios (es una manera de hablar) y más ricos que antes, como si a uno, al leerlo, le tocara la lotería con el bien más raro y escaso que hoy gobierna el mundo, que es la felicidad, con perdón. Y para empezar por el principio, diré que estamos ante una novela de amor, ante una enésima variante de su tema preferido, pues Gabriel García Márquez es, en medio de todo, el novelista del amor de nuestro tiempo, el mejor novelista del amor (hasta en los tiempos del cólera, que son los nuestros) pues el amor fue siempre el sujeto preferido de los viejos juglares, lo que les ha permitido, junto a sus demonios que siempre le acompañan, llegar indemnes hasta nosotros. Y en esta ocasión, el tema amoroso se plasma en una de sus grandes tradiciones (o variaciones) que nos han llegado desde el Renacimiento mismo, el tema de la eterna fábula del viejo y la niña, glosado desde siempre hasta nuestros días, como todavía puede testimoniar hoy nuestro Francisco Ayala, al borde mismo de sus primeros cien años, pues el tiempo es el marco de todos los amores y de todas sus lecturas como si fuera la hoguera donde todo el amor se consume y resucita para siempre.
La inspiración, sin embargo, para esta nueva metamorfosis del amor que García Márquez nos concede hoy, nos llega de más cerca, del narrador japonés Yasunari Kawabata (1899-1972), Premio Nobel de Literatura (todo queda en casa) en el mítico año de 1968 y que fue el primer galardonado japonés de la historia. Yo mismo fui fascinado en su día por este raro, cruel, exquisito y refinado escritor, al que pensé olvidado al recordarle en su centenario, pero que -meandros de la literatura- García Márquez homenajea en el epígrafe que desencadena esta nueva novela, una frase emocionante de su gran relato de 1961 La casa de las bellas dormidas (en mi edición se dice "durmientes", pero qué más da): "No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida, ni intentar nada parecido". Pasemos por alto las especulaciones sobre el mal gusto japonés, y adelante con esta memoria de las putas no tan tristes (¿o sí?) que en principio sólo será aparentemente una, pero que al final va a englobar a muchas más, como si al final lo fueran todas.
Bien, el mercado ha podido olvidar a Kawabata, y a su hermosa y cruel novela sobre el burdel para viejos que pagan a niñas drogadas a las que está prohibido tocar o hacer el amor, desde luego (y existe una cuidadosa y fallida película hispano-gallega sobre el tema, quizá demasiado fría y pedante para haber dado el debido resultado), pero ahora le recuerda y homenajea García Márquez a quien el mercado obedece como un corderito, viva la literatura que siempre vuelve. El señor Eguchi es aquí un anciano periodista, crítico musical y profesor de letras sin duda colombiano -entre Barranquilla y Macondo-, soltero y putero de toda la vida, que al borde de los noventa años contrata a través de una vieja amiga y celestina a una niña virgen de catorce para pasar una noche con ella en su cama. Naturalmente, no pasará nada, dada la naturaleza del tiempo, y nunca pasará, pero sí se desencadenará una historia alucinante, donde se reflejan personajes tan insólitos como inolvidables, una pequeña sociedad provinciana que lo integra todo, y la familia, la música, el periodismo y el puterío más noble y real irrumpe con carcajadas y toneladas de un humor universal que inunda de ternura todo lo visible y lo invisible. Pues aunque la historia termine mal, el amor siempre sobrevive, a pesar del paso y el peso del tiempo (como también termina la de Kawabata) pero el amor siempre sobrevive y sigue en pie.
El año que viene se cumple el medio siglo de la publicación de La hojarasca (1955) su primera novela, y desde entonces, con sus diez novelas cortas o largas y medio centenar de relatos más. Gabriel García Márquez ha sido -es- el mismo de siempre, idéntico a sí mismo, y aunque haya diferencias no hay en él ni mejor ni peor, sino gradaciones dentro de una misma calidad sostenida sin parar. Hay quien prefiere La hojarasca a El coronel no tiene quien le escriba o El otoño del patriarca, pero luego viene Cien años de soledad que nos pone a todos de acuerdo porque engloba a todo lo demás, y su figura se yergue siempre en solitario, idéntica y fiel a sí misma y a nosotros mismos, a pesar de que las nuevas generaciones se empeñen en salirse de su carcán, inútilmente por otra parte, pues nadie le ha rozado nunca los talones ni al parecer podrá jamás hacerlo, porque sus dimensiones son tan aplastantes que nadie puede nunca seguirlo porque él sólo es su propio camino y ya vale. Que ustedes lo pasen bien y lo agradezcan por haber sido los testigos felices de esta gran Obra, que sólo leyéndola podrán agradecer, como aquí acabo humildemente de atestiguar, vale.
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