La censura ya no es lo que era
Estados Unidos llevó la libertad de expresión más lejos que ninguna democracia moderna, pero hoy es una sociedad contradictoria, hundida en inverosímiles guerras culturales, donde florecen distintas maneras de prohibir
Cuando Pablo IV se inventó el Índice de libros prohibidos, allá por el año 1559, su objetivo era borrar de la conciencia de los católicos todo lo que fuera protestante: todos los libros y todos los autores. Ésos sí que eran grandes proyectos: no solo era cuestión de proteger la vida terrenal de los fieles de todo el mundo, sino también su vida eterna, pues la lectura de los libros malos podía condenar un alma al infierno. La Inquisición española, que tenía sus propias ideas acerca de los riesgos del alma, incluyó en la lista los libros judíos o judaizantes (claro: a Pablo IV no lo recordamos solamente por la creación del Índice, sino por haber encerrado a los judíos de Roma en un gueto), pero además notó con envidiable clarividencia el peligro que contenía un libro como El lazarillo de Tormes, esa máquina de destrozar jerarquías, y su capítulo americano vio lo mismo o algo muy parecido en el Quijote, que después de prohibirse acabó llegando a las colonias —nos lo cuenta Irving Leonard, me parece— metido de contrabando entre toneles de vino.
Ah, qué tiempos aquéllos: se trataba de preservar todo lo que era sagrado en las sociedades, de defenderlas de la subversión de los valores que les daban estructura y solidez, de librarlas de las plagas de la duda, la incertidumbre y el descreimiento. Se trataba, en fin, de proteger a estas sociedades en crisis espiritual de las herejías que asomaban la cabeza en todas partes, siempre con la complicidad invaluable de la imprenta, ese malhadado artefacto que parecía trabajar solamente para la Reforma y que lanzaba al mundo, diariamente, más peligros de los que podía controlar un pobre censor desamparado de tiempo limitado y atención finita. Hay que ser muy insensible para no sentir solidaridad por estos pobres hombres que deben enfrentarse a una profusión insólita de libros nuevos, salidos sin descanso de todos los rincones de Europa, escritos con frecuencia en una lengua que todos los que leían podían leer. ¿Cómo dar abasto para censurarlos?
Era imposible. Esos libros —pensemos en Copérnico o en Galileo, por dar dos ejemplos evidentes— que trataban de imaginar un mundo nuevo, o que presentaban una versión del mundo radicalmente distinta de la que los poderes habían logrado imponer después un esfuerzo de siglos, no solo eran demasiados sino demasiado complejos. Una de las varias voces de Terra Nostra, la novela de Carlos Fuentes, explica con elocuencia lo que le habría gustado a la Inquisición: “Hágase pesquisa de todos, hasta que todos tengan miedo hasta de oír y hablar entre sí; cautívese el entendimiento a las cosas de la Fe; e impóngase, en fin, acá y allá, silencio a todos, pues por el menor resquicio pretextado de ciencia o poesía, cuélanse las heterodoxias, los errores, las taras judaicas, arábigas e idolátricas”. Algo se logró, por supuesto: se logró el miedo, se logró el silencio, se logró la delación, se logró la quema de libros y a veces la quema de sus autores (que era, por supuesto, una manera probadamente eficaz de prevenir la publicación de futuros libros).
Recordaba yo todo esto recientemente, durante un viaje por el sur de Estados Unidos, viendo cómo las fuerzas de la censura vuelven a florecer por todas partes. Pero con un cariz distinto: porque la censura ya no es lo que era. Estados Unidos, que durante muchos años llevó la libertad de expresión más lejos que ninguna democracia moderna, es hoy una sociedad contradictoria, hundida en inverosímiles guerras culturales, donde formas de censura que hace poco nos parecían imposibles, o que hubiéramos juzgado imposibles a la luz de la cacareada Primera Enmienda de su Constitución, parecen gozar de mejor salud que nunca. En el Estado de Carolina del Sur, según he sabido, un estudiante denunció la autobiografía de Ta-Nehisi Coates con el argumento de que le hacía sentir vergüenza de ser caucásico: y la respuesta del colegio fue prohibir el libro. Un colegio de Tennessee prohibió Maus, la novela gráfica de Art Spiegelman, acusándola de incluir material sexualmente explícito porque hay una viñeta que muestra a una mujer desnuda en la bañera: y no sirvió de atenuante el hecho de que la mujer se acabara de suicidar.
(En cierto sentido, no me parece gratuito que Salman Rushdie, que fue amenazado de muerte hace más de 30 años por un poderoso régimen censor, que vivió bajo protección hasta que las autoridades consideraron que la amenaza había pasado, que incluso llegó a creer con buenas razones que su condena absurda le había sido conmutada, haya sido atacado ahora y no hace 10 o 15 años: en esos tiempos que ya nos parecen lejanos porque el clima que se respiraba era tan distinto. Pero eso es tal vez tema de otra columna).
La pregunta es si ese extraño clima de censura contemporánea —proveniente de distintos lados políticos y amparada en distintas justificaciones: las redes sociales, aunque no sean de papel, aguantan todo— puede contagiarse como se contagia todo en nuestro mundo hiperconectado. Me parecería difícil que las tendencias de la derecha trumpista recalen en España, por ejemplo, a pesar de que las autoridades de Valdemorillo hayan cancelado hace unas semanas una puesta en escena de Orlando. Ya lo saben ustedes: la novela de Virginia Woolf que ya fue censurada por el franquismo hace 80 años mal contados, cuando una librería trató de importar mil ejemplares de los publicados por Victoria Ocampo en su editorial legendaria de Buenos Aires. La censura franquista no dio ninguna explicación, más allá de una palabra, “suspendida”, escrita en el lápiz rojo del censor; pero entonces como ahora resultaban incómodos los temas de la novela, en la que un personaje cambia de género con el paso del tiempo y las reencarnaciones, y la identidad sexual se discute de maneras indirectas y con algo que es preciso llamar osadía. ¿Por qué se ha cancelado la obra en días pasados? No hay explicaciones claras, pero no es cómoda la sensación de déjà vu.
El problema con la censura —aparte del daño incalculable que le hace a la circulación de las ideas, al ejercicio de libertades ganadas a pulso durante años y, en general, a la salud de cualquier democracia— es lo ridícula que se ve. Es muy difícil que no nos parezca ridículo el censor franquista que hace 60 años recibió La ciudad y los perros, novela de un joven peruano, y juzgó inaceptable que un militar de la ficción tuviera “vientre de ballena” y que un capellán frecuentara “burdeles”, pero aceptó sin problema que el capellán frecuentara “prostíbulos” y que el militar tuviera “vientre de cetáceo”; y no es menos ridícula, aunque la tomen empresas privadas de una democracia y no los organismos públicos de una dictadura, la decisión de los editores de Roald Dahl y de Agatha Christie y de Ian Fleming, que hace unos meses emprendieron una cruzada de corrección política especialmente tonta: cambiando palabras y expresiones y hasta escenas enteras para quitarles a las ficciones cualquier cosa que pudiera resultar ofensiva. ¿Ofensiva para quién? Ésa es la pregunta más difícil: pues cualquiera puede sentirse ofendido por cualquier cosa.
Y con ese argumento infalible —el de no ofender nada ni a nadie: ni la moral de un país ni las sensibilidades de un individuo— se quiere lograr, por razones distintas, más o menos lo mismo.
Y después dicen que no se puede volver atrás en el tiempo.
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