Las elecciones, vistas desde otra parte
Me gusta pensar que lo que rechazaron cientos de miles de españoles, por lo menos en parte, fue el intento metódico de envenenar su convivencia y arrastrarlos a visiones extremistas que para muchos resultan ajenas
Las elecciones del domingo pasado en España admiten muchas lecturas, y las páginas de este diario se han llenado con ellas en el curso de la semana. Yo tengo la mía: no habla de investiduras ni de negociaciones ni de pactos de Estado, pues lo que me ha llamado la atención tiene que ver con otras zonas de lo que somos como ciudadanos. ¿Es demasiado pronto para usar palabras grandes? Pues aquí va: mi lectura de lo que pasó el domingo es una lectura ética, o de ética ciudadana. Veremos si consigo explicar mis incertidumbres.
Un par de notas, primero, sobre el lugar desde el que escribo. Yo no tengo memoria de ninguna elección española que estuviera tan presente como esta en América Latina: en nuestras conversaciones, en nuestras ansiedades, en nuestra manera de entender los estremecimientos de nuestra propia política (pues toda política, como bien se sabe, es en el fondo local: no importa dónde ocurra, y en nuestro mundo todo ocurre de alguna manera en todas partes). Pero hoy no quiero hablar desde allí (o desde aquí); no quiero hablar solamente desde la orilla americana, donde la posible o probable victoria de una alianza que incluyera a Vox —es decir, que viniera aparejada con una dosis importante de racismo y homofobia, por no hablar del ridículo negacionismo frente a los grandes retos de nuestro tiempo: el cambio climático o la violencia machista— habría podido darles alas a todos los extremistas que pululan por estos lados, y por lo tanto era fuente de preocupación para los que remamos en el otro sentido.
No: hoy prefiero no hablar de eso. Es verdad que hay muchos de mi lado del Atlántico para los cuales una sociedad diversa o que reconoce su propia diversidad sigue constituyendo una amenaza, y que miran con esperanza pueril hacia estos movimientos europeos cuyo programa político les parece, viéndolo de manera simple y tal vez demasiado burda, un regreso al nacionalismo religioso de otros tiempos: cuando el mundo era más simple y el pueblo más parecido a las fotos de los abuelos. Pero el asunto es, mucho me temo, más complejo que una colección de nostalgias. Estas figuras que van surgiendo al amparo de los Trump y los Bolsonaro, con la inestimable colaboración de las iglesias evangélicas y el metal conductor de paranoias que son las redes sociales, han sabido explotar aprensiones legítimas, identidades frágiles e inseguridades muy reales para crecer políticamente. Son populismos de corte emocional; son “emocional-populismos”, si me permiten ustedes el breve atropello al idioma. En lugar de responder a lo que los ciudadanos piden o necesitan o exigen, responden a lo que los ciudadanos sienten; pero lo hacen con cuidado de haber fabricado previamente el sentimiento, y eso lo consiguen apelando invariablemente a nuestro lado más oscuro, al menos generoso, al menos —esta palabra parece pequeña, pero no lo es— civil.
Esto es lo que hemos venido viendo durante meses. La campaña de la extrema derecha giró sobre varios ejes, pero podemos decir sin temor a equivocarnos —y desde luego sin temor a calumniar a nadie— que una de sus intenciones más evidentes fue esta: la crispación constante y sin tregua, el envenenamiento de la convivencia entre los ciudadanos, la cínica manipulación de nuestros miedos y nuestras ansiedades y aun nuestros prejuicios. Sí, es posible decir que todos los políticos de todas las tendencias utilizan el miedo en tiempo de elecciones, al menos en el sentido de dibujar un panorama de horror y colgarlo sin demasiadas justificaciones en el escenario que llamamos futuro: eso sirve y siempre ha servido para movilizar a los votantes. Pero la campaña de Vox se dedicó a construir enemigos donde no los había o donde había meros contradictores; a convertir a unos ciudadanos en una amenaza clara y presente para otros; en síntesis, a sembrar entre los ciudadanos —allí, en los campos por donde los ciudadanos caminan— las minas antipersonales de la desconfianza.
Esto, me parece, no tiene perdón social, ni debería tener perdón político. La confianza es todo (o casi todo) en una democracia: sin una razonable medida de confianza entre quienes cohabitan en los mismos barrios y caminan por las mismas calles para ir a trabajar en las mismas ciudades, pero también entre quienes no se conocen ni se verán las caras nunca, la vida cívica se emponzoña y se amarga, y los resultados pueden ser catastróficos. Yo, que vengo de una sociedad donde la confianza entre los ciudadanos se ha perdido hasta ser casi inexistente, sé hablar con especial conocimiento de causa de los estragos irreparables que ocurren cuando la relación entre quienes conviven queda marcada por el odio o el miedo. Utilizar el asesinato de una comerciante del centro de Madrid para azuzar el miedo a la inmigración, incluso horas después de que se demostrara que no habían sido inmigrantes los asesinos, no sólo es vil por lo que hace con la tragedia privada de una familia, sino cobarde por alimentar los resentimientos que ya existen hacia personas vulnerables. Las vallas que trazaban causalidades inexistentes entre la situación de una anciana y la de un menor venido de otra parte son un ejemplo menos dramático, pero que pertenece a la misma estrategia tramposa y, sobre todo, insolidaria.
Pero este es sólo un ejemplo entre varios: entre varias vallas, varios tuits, varios comentarios pasajeros en programas de televisión o de radio cuyo único objetivo era envenenar a unos ciudadanos frente a otros, crispar e intranquilizar, robarles los últimos rezagos de serenidad que todavía permite la vida convulsa de la ciudadanía digital. En la conversación social —eso que llamamos conversación social, que en los últimos años se ha vuelto antisocial y nunca es, en sentido estricto, conversación— se recurrió a la calumnia disimulada, al lenguaje atrabiliario, a la agresión verbal, a la caricatura deshonesta del otro o a la burla ofensiva de compadritos de barra: en resumen, a la manufactura de un estado de enemistad permanente con algo o con alguien, el enfado o el encono como normalidad emocional, como actitud por defecto. Uno puede imaginar que el crecimiento del voto socialista vino atado a ciertas causas o urgencias que identificamos con la izquierda, y a las cuales les había declarado la guerra una parte de la derecha; pero el Partido Popular también creció apreciablemente en votos, y tal vez sea lícito pensar que esos votos vinieron de ciudadanos de temperamento azul, por decirlo así, convencidos de que la izquierda se equivoca o de que su país ideal es distinto, pero que rechazaron el apocalipsis de división y ruptura —el estado mental de alarma endémica y de constante conflicto civil— que se les proponía como realidad única desde la derecha radical.
Me gusta pensar que esto fue, por lo menos en parte, lo que rechazaron cientos de miles de españoles: el intento metódico de envenenar su convivencia y arrastrarlos a visiones extremistas que para muchos resultan ajenas o evidentemente falseadas; o de imponerles desde las burbujas de las redes sociales una versión de la realidad española que reñía con la experiencia de todos los días, con el decoro y cierta decencia machadiana que hacen parte del trato de la gente cuando está fuera de su Twitter, con las emociones íntimas de una sociedad que suele ser mejor —más generosa, más tolerante, más plural y más solidaria— que lo que creen muchos de sus líderes. Una versión de la realidad que reñía, para usar dos palabras que no están demasiado en boga, con su sentido común; o acaso con su común humanidad, que eso también es posible.
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