Fuertes emociones templadas
Nuestra época sobresaltada y confusa desconfía de los rituales y las formalidades, pero lo que sucede en un colegio electoral el día de las votaciones devuelve la certeza en una voluntad colectiva
Las emociones de la racionalidad o del sentido común pueden no ser menos fuertes que las del arrebato pasional. Igual que a otras personas se les exalta la pasión patriótica ante las borrascas de himnos y bandera y la denuncia de un enemigo exterior que es la causa de todos los males, a mí me produce una emoción secreta y poderosa llegar dando un paseo al colegio electoral y depositar mi voto en una urna. Hay una efusión sentimental que se parece a la que me despiertan a traición algunas canciones. Salgo a la calle en la primera hora tranquila del domingo y por la acera discurre una romería inusual de gente que se dirige a la escuela donde están las urnas o que ha madrugado un poco más y vuelve ya de ella. Unas veces he ido a votar con esperanza y otras con miedo y hasta resignación, o con una mezcla de todo. Lo que nunca falta, e incluso se ha intensificado con el tiempo, es la emoción privada, el pellizco en el estómago, la prosa de una normalidad que nos parece tan sólida que la damos por supuesta, no sin imprudencia. Me gusta la variedad de edades y aspectos de la gente que se va congregando sin amontonamiento ni desorden, la calma de los policías en la puerta del colegio, y ese aire de laboriosidad entre alegre y desgastada de las aulas donde se han apartado los pupitres para hacer sitio a las mesas electorales. Observo los murales en los pasillos, con sus paisajes dibujados por manos infantiles, las mismas que han escrito con aplicada caligrafía máximas o frases de pedagogía gramatical en hojas de papel clavadas por las paredes o en la pizarra que se quedó sin borrar cuando terminó la clase. El arco entero de la vida democrática está contenido en el espacio del aula, de los pasillos y los patios: en la escuela niños y niñas se adiestran en el despliegue de sus facultades personales y sociales y cuando se han hecho adultos y la educación y la experiencia de la vida los van modelando vuelven a ese mismo lugar para ejercitar su libre albedrío ciudadano.
Decía Raymond Aron que una ventaja de la sociedad democrática es que no hay que elegir entre el bien y el mal, sino, más modestamente, entre lo preferible y lo indeseable. Cada uno está en su derecho de preferir unas cosas y detestar otras, incluso con vehemencia, y las campañas tienden a acentuar lo extremado y hasta lo grotesco, pero en la mañana electoral lo que prevalece es una calma atareada, que abarca a los electores buscando sus papeletas, los interventores con sus acreditaciones partidistas al cuello, los miembros de las mesas que apenas hace un par de horas se hicieron cargo de ellas y ahora actúan ya con una solvencia de expertos, sobrios y eficientes, conocedores de las reglas, como servidores públicos muy bien entrenados a los que nadie atribuiría un atisbo de partidismo o indecencia. Nuestra época sobresaltada y confusa desconfía de los rituales y las formalidades. A mí el de deslizar el sobre con mi voto por la ranura de una urna que produce siempre una emoción que tiene algo de litúrgica, de breve momento supremo en que una decisión infinitesimal se transmuta en voluntad colectiva. Un gesto individual es muy poca cosa, pero es todo lo que tenemos para intervenir modesta y decisivamente en el mundo.
Una lucidez fatalista y por desgracia no del todo engañosa nos murmura al oído que nuestros actos personales, nuestro voto entre ellos, cuentan muy poco frente a las presiones formidables del dinero y sus influencias políticas ocultas. También sabemos que la capacidad humana de comprender y elegir es fácilmente trastornada por los prejuicios y las fantasías, y manipulada por intereses que tienen a su servicio las mejores herramientas tecnológicas de la persuasión. Pero, justamente porque somos más propensos a la sinrazón y al error de lo que permitían suponer las buenas intenciones ilustradas, más falta nos hacen los correctivos, los sistemas de garantías, contrapesos y escrúpulos de esa legalidad democrática que cobra una forma a la vez práctica y casi litúrgica en un colegio electoral. Las truculentas borracheras verbales de la campaña han dado paso, con gran alivio de todos, a una templanza matinal. Las abstracciones tórridas —el Pueblo, Nosotros, España, la Nación— quedan sometidas a la disciplina de la contabilidad. Unanimidades épicas y siempre amenazantes pierden su peligro y una gran parte de su realidad al verse reducidas a un frugal porcentaje de votos. Al final de la jornada, la papeleta huérfana que cada uno depositó en su urna se ha sumido en un caudal tumultuoso de triunfo o en un pozo de decepción o incluso de fracaso, pero la rapidez y la integridad del procedimiento constituyen un mérito de todos, un indicio de las cosas mejores que sostienen un país, y que autorizan a un cierto orgullo cauteloso que quizás pueda llamarse patriotismo.
Decenas de millares de ciudadanos comunes han recogido y luego contado los votos y redactado y enviado las actas, participando en una maquinaria administrativa y técnica de una eficacia tan formidable que apenas tres horas después del cierre de los colegios electorales ya ofrece resultados casi definitivos. Con la misma diligencia el servicio de Correos ha procesado puntualmente cerca de dos millones y medio de votos. Un aula austera de una escuela, una oficina postal, resultan ser lugares tan imprescindibles de la vida democrática como el hemiciclo del parlamento o el polideportivo donde los candidatos se quedan roncos alentando el fervor de los ya previamente enfervorizados.
Cada vez que voy a votar me acuerdo de la primera de todas, cuando tenía veintiún años, en junio de 1977. Era la primera vez que se votaba en libertad desde febrero del 36, y las circunstancias políticas eran tan inciertas y tan inestables que uno temía que pudiera ser también la última, si los golpistas y los pistoleros terroristas que nos acosaban se salían con la suya. Asombrosamente, ciudadanos que no habían participado nunca en unas elecciones verdaderas actuaron como si llevaran haciéndolo toda la vida, con un aprendizaje instantáneo, igual los que ocupaban las mesas que los que hacían cola para acercarse a ellas, con la misma mesura, paciencia, disposición de concordia. Algunos de nosotros, antifranquistas vehementes, no éramos demócratas todavía. Hablábamos con condescendencia, en el lenguaje de la época, de “democracia burguesa”, o “democracia formal”, y nos dividíamos entre quienes la consideraban un preludio necesario pero temporal hacia la ruptura revolucionaria y quienes no veían otro camino que la insurrección armada. Recuerdo asambleas universitarias en las que se había debatido, con extrema violencia verbal, si era aconsejable derribar primero el franquismo y luego el capitalismo, o, ya puestos, acabar con los dos a la vez, y pasar directamente de la dictadura de Franco a la del proletariado.
Solo la democracia nos fue haciendo demócratas. Aquella formalidad desdeñable y burguesa del sobre y la papeleta en la urna cobró de pronto un valor emocional que a mí mismo me sorprendía, la fuerza de un estremecimiento íntimo. Vuelve cada vez que voy a votar, incluso cuando voy con más desaliento que esperanza. Lo sentí con la misma fuerza, inesperadamente, cuando hacía cola en un palacio de deportes para recibir la vacuna contra la covid: era el mismo empeño complicado y masivo, la misma eficacia innumerable y cordial, la misma certeza de una gran voluntad colectiva, alimentada no por pasiones viscerales sino por el avance científico y el sentido común. Era, quizás, ese “patriotismo centrado en las zonas templadas del espíritu” que imaginó Manuel Azaña.
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