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Tribuna:ANIVERSARIO DE UN PENSADOR APASIONADO
Tribuna
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Raymond Aron, la razón que no muere

Extraño azar. Tres cuartos do siglo han transcurrido ya desde el 17 de octubre de 1912, cuando Lenin lleva adelante la revolución marxista que alumbraría una nueva era para el pueblo ruso. Nacido tres años antes del asalto al Palacio de Invierno, Raymond Aron, un hombre respetado por la verdadera izquierda, muere también un 17 de octubre de 1983.Desde 1930 hasta su desaparición vivió Aron como un espectador comprometido en uno de los períodos más convulsivos de la historia. Época de grandes ilusiones y frustraciones, su capacidad de análisis se volcó en la búsqueda de lo racional y lo estable tras el torbellino de los fenómenos. Como estudiante, vivió las grandes horas junto a Jean-Paul Sartre y Paul Nizam; en 1940 se encuentra en Londres con un De Gaulle que intenta reconstruir Francia. Terminada la guerra, su pensamiento y su pluma están en el centro de los grandes intelectuales de nuestra época: desafío comunista, el futuro de la democracia, las guerras coloniales, revueltas estudiantiles, estrategia nuclear. En síntesis, la guerra y la paz.

Académico y periodista, su vida y su método quedaron sintetizados en su última obra -Mémoires-, que alcanza el resultado de un silogismo, la resolucíón de una ecuación. El subtítulo de sus Mémoires -Cincuenta años de reflexión política- debe tomarse, para comprenderlo, al pie de la letra. Contrariamente a los desahogos revanchistas o a los encendidos y gratuitos panegíricos, Aron evoca su vida privada en la medida en que ésta esclarece sus actos y su pensamiento. Así pues, ni un breve montón de secretos o un cúmulo de chismes; sólo la historia de un espíritu con vocación de cirujano que pasa revista a los acontecimientos, pluma en mano, a 50 años de los hechos y los escritos y que se interroga una y otra vez sobre lo que es lícito llamar en razón de...

Por fortuna, dejó la política activa en 1951, prefiriendo las idas y vueltas fecundas entre Combat, Le Figaro y L'Express, la enseñanza la Sorbona, el College de France- y los libros salidos y analizados entre ese ir y venir. Releyendo sus libros y sus crónicas se revive la historia fáctica y la de las mentalidades: aquí la aventura de Suez, la pasmosa ceguera de los mejores espíritus de la posguerra respecto a la URSS, su aguda observación del acontecer político para no desbarrar. "Comprender y no maldecir las acciones humanas", decía Montesquieu. Raymond Aron, frente a toda visión mítica de la historia, antepuso su duda metódica; frente a las armas nucleares, el hambre y la superpoblación, sólo le eran válidas la experiencia, el saber, la modestia, la lógica, la inteligencia.

Europa se suicida por desnatalidad. Estados Unidos pierde su superioridad y se ha tornado imprevisible. Nuestras democracias son los regímenes menos malos de nuestra civilización -quizá los menos malos de la historia-, que en los mejores momentos parece llevar a cabo un compromiso ejemplar, y mientras nos mantengamos libres, conservaremos insospechados recursos. Pero su número se restringe y sus capacidades de resistencia se debilitan. Son ideas y causas por los cuales Aron se ha batido. Muerta la vieja Sorbona, enterrada su querida Rue d'Ulm, donde se contaban tantas inteligencias por metro cuadrado, y desaparecida la cultura y la práctica de las Humanidades que ha nutrido la teoría y la práctica de su métier, Aron continúa día a día practicando la seguridad de su razonamiento.

El atleta no cayó en ninguna de las trampas que le tendieron las circunstancias durante medio siglo. Cumplió con su salvación laica e hizo más todavía: en el momento en que reinaban, como ahora, el más o menos, la impostura periodística y el juego de piernas acomodaticio, Raymond Aron abogó por una deontología del trabajo intelectual, por una moral del espíritu, por un horizonte de la razón.

Nació a la izquierda condicionado por determinantes psicosociales -para un intelectual judío es difícil no sentírse de izquierdas-; se apartó de ellas el día en que conquistó un pensamiento propio, autónomo. Y entonces se convirtió en uno de los mejores periodistas políticos de todos los tiempos.

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