Eva Baltasar: “La soledad es la única manera de encontrarse con uno mismo. Sería bueno que los niños lo aprendieran”
La escritora publica ‘Boulder’, segunda entrega del tríptico que inició ‘Permagel’, donde sigue ahondando en los pliegues de la vida en pareja, la maternidad y la misantropía
Pocos personajes en las letras peninsulares buscan la soledad y cultivan la misantropía con la radicalidad que lo están haciendo los de Eva Baltasar. Empezó con Permagel (Permafrost, en castellano), exitoso debut en la novela de la poetisa (25.000 ejemplares en catalán, traducida a seis idiomas). Y en la travesía hacia ese “cero primigenio” porfía en Boulder (también en Club Editor y Literatura Random House). Como siempre sin nombre en sus obras, pero aquí apodada Boulder, la protagonista, con el oficio más acorde a sus sentimientos -cocinera en buque eterno en alta mar-, se enamorará de una geóloga que la anclará en tierra firme embarcándola en una gestación asistida y posterior maternidad, que vivirá como algo excluyente.
“La soledad es la única manera de encontrarse con uno mismo. Es algo básico que debería saber hacer todo el mundo. Sería bueno que los niños lo aprendieran. Es necesario explorar esos sentimientos, pasear por los límites. Podemos sentirnos solos, pero nunca lo estamos plenamente”, dice Baltasar (Barcelona, 1978). Es lo que intentan sus protagonistas. “Boulder es un extremo, pero yo soy un poco así: he vivido sola, aislada en casas sin luz en el Berguedà”, se le escapa a una mujer que siempre ha tenido escasos amigos, ya desde niña. “Casi no salía a la calle y, con mi hermana, en casa, nos tratábamos poco. Así que refugié en la lectura”.
La escritora admite que su propuesta vital está muy alejada del ser humano como animal sociopolítico de Aristóteles, imagen que ve vagamente más falsa hoy. “Parecemos muy conectados, pero esa tecnología nos desconecta. Vemos ancianos solos y niños que se sienten así también. Es otro tipo de soledad que antes no se daba, quizá por el cambio de la tipología de las familias. En cualquier caso, yo disfruto con ella y tras esos periodos de soledad sueles valorar más estar con los otros”. No parecen los mejores tiempos para ello: “Para conectar contigo misma lo has de hacer con soledad, pero todo conspira contra ello”.
Sorprende que Boulder, bautizada así por su pareja por las piedras aisladas del sur de la Patagonia, decida amar y sentirse amada. “Sí, pierde coherencia: la soledad tira para dentro y el amor, para fuera. Es un sentimiento incontrolable y a ella le puede. En realidad, como Judas, hace tres negaciones a sus convicciones: a la soledad, a no querer ser madre porque teme que la maternidad transforma la pareja, y a dejar luego la relación”. Quizá es que el amor, como escribe, “hace sedimentos y los sedimentos tienen memoria”.
La maternidad, como el matrimonio, sale pues malparada de la breve novela: genera relaciones “vampíricas”, las mujeres embarazadas “se parecen como animales de granja”, y la hija la ahoga si está con ella mucho tiempo. “He sido madre biológica dos veces y lo que he visto es la mirada de Boulder: de las sesiones de preparto tuve que marcharme por la incomodidad de esa construcción social, por no hablar de la vertiente del negocio de la inseminación artificial”. Una lectura que puede incomodar a las madres tradicionales. “Se cometen errores con los hijos: mucha gente los tiene para intentar salvar las parejas”, asevera. “Yo no pretendo agradar a nadie escribiendo, hago lo que quiero y me desentiendo… De todos modos, si esa mirada incomoda sería interesante que el lector se preguntara el porqué: la soledad sirve para pensar esas cosas”.
No pretendo agradar a nadie escribiendo, hago lo que quiero y me desentiendo
También es valiente, explícito y crudo el lenguaje y la expresión de la temática lésbica, donde la protagonista “se empalma”, “corre”, o “folla” con arnés. “No me parece que tenga mérito alguno; hablo y pienso como hacen ellas. Mis protagonistas son mujeres lesbianas, me lo he puesto fácil, por lo que no le veo valentía. Para mí, escribir es un acto muy íntimo, soy yo quien vive esas vidas y aprovecho su voz para decir la mía”. Una dureza de lenguaje que contrasta con la casi inexistencia de diálogos, fruto de lo poco que se hablan los personajes. ¿Consecuencia de esa soledad buscada? “No lo hacen ni en Permagel ni en Boulder, parece que tengan miedo a hablar… Quizá sí es por la soledad, pero lo profiero así: la gente habla mucho y no suele decir nada”.
La claustrofobia vital de los personajes de Baltasar viene reforzada por una fraseología corta, paradójicamente siempre poética, generosa en imágenes, algo que no es ajeno a los lectores de su decena de poemarios. “Me gusta pelearme y bailar con las palabras. Trabajo la novela como hago con los poemas: busco un ritmo y eso me lleva a si un párrafo debe acabar con una palabra aguda o llana. Soy una escritora muy intuitiva. También busco buenas imágenes, pero con éstas hay que ir con cuidado porque pueden desviar: cuando no me sirven, las tiro, no guardo nada”. Esa metodología, o el peso de una segunda novela tras una primera tan exitosa hace dos años, hicieron que Boulder no viera la luz hasta una tercera redacción. “No era por la presión: la historia es la misma, pero los personajes no me enamoraban”.
Trabaja ya Baltasar en Mamut, última entrega de este tríptico sobre “tres solitarias que buscan su lugar y que la vida se lo pone difícil para estar solas”. La escribe con calma, cómoda en la provisionalidad. “Me cuesta arraigar: todo me cabe en dos maletas y no tengo libros en casa”, dice, si bien es lectora voraz de una Rodoreda que revisita y de los Salter, Roth y Cheever, amén de toda la poesía del 27, especialmente Salinas y Antonio Machado. Quizá los retome en estos tiempos de vírica reclusión obligatoria. “Algo que puede tener de positivo el confinamiento es que aprendamos a valorar ese espacio-tiempo donde es posible ejercer la soledad y mejor si no es con miedo sino con consciencia de responsabilidad”.
Babelia
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