Amnistía, jueces y Estado de derecho
La independencia judicial como baremo para evaluar la salud de la democracia no supone que los magistrados puedan interpretar y aplicar las normas al margen de los criterios fijados por el legislador
La negociación de una ley de amnistía no deja indiferente a nadie. El análisis acerca de la constitucionalidad de la medida ha sido prolijo y, a pesar de algunas voces discrepantes, parece jurídicamente difícil de sostener que el legislador tenga vetada la aprobación de este mecanismo, aunque la Constitución no haga una referencia expresa al mismo. Esto no exime a quien la impulsa de la justificación del interés general que con ella se persigue como parámetro de constitucionalidad. Además de la dimensión técnica, la ley de amnistía implica también un desafío en clave política. Saber explicar la oportunidad de la medida, su alcance y consecuencias es, a la vista de las resistencias que su aprobación plantea, el gran reto para sus promotores. Más allá de la aproximación jurídica o política al instrumento de gracia, considero imprescindible señalar que una ley de amnistía no puede rechazarse por creer que vulnera el Estado de derecho o suponer que con ella se pone fin a la democracia. Tales excesos verbales carecen de respaldo, incluso en el supuesto de que la ley de amnistía, una vez aprobada, llegara a ser declarada inconstitucional.
El Estado de derecho es un concepto que aparece en una pluralidad de textos jurídicos internacionales, europeos y también nacionales, aunque ninguno de ellos incorpora una definición del mismo. Así, la Constitución española señala en el preámbulo su voluntad de “consolidar un Estado de derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular” y su artículo 1 define a España como un “Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. El Estado de derecho es también, junto a la democracia, la dignidad humana, la libertad y la protección de los derechos fundamentales, uno de los valores compartidos entre la Unión Europea y sus Estados miembros. Así lo establece el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea. El preámbulo del Estatuto del Consejo de Europa contempla igualmente el Estado de derecho como uno de los tres “principios que forman la base de toda democracia genuina”, junto con la democracia y los derechos fundamentales. La propia ONU ha hecho mención al Estado de derecho en una de las metas a lograr en el marco de la Agenda 2030. De lo expuesto, bien podría afirmarse que el Estado de derecho es, en suma, una aspiración y, en todo caso, el componente principal del líquido amniótico en el que la vida democrática prospera. De ahí que los Estados y algunas organizaciones internacionales, como la Unión Europea, se hayan dotado de mecanismos para garantizar su protección. Y es aquí donde cabe preguntarse si una ley de amnistía amenaza al Estado de derecho.
Para obtener una respuesta adecuada, resulta necesario acudir al documento aprobado en 2016 por la Comisión Europea para la Democracia por el Derecho del Consejo de Europa, conocida como Comisión de Venecia. Ahí se ofrece una definición del Estado de derecho como un sistema de certezas y previsibilidad jurídica, donde todos tienen el derecho de ser tratados por los órganos decisores con dignidad, igualdad y racionalidad, en armonía con el ordenamiento jurídico, y de tener la oportunidad de impugnar las decisiones ante tribunales independientes e imparciales a través de un proceso justo. Además de esta aproximación puramente formal a la idea de Estado de derecho, la Comisión de Venecia afirma que el análisis que del mismo se haga sobre los Estados debe articularse a partir de la toma en consideración de una serie de criterios materiales: legalidad, certeza jurídica, interdicción de la arbitrariedad, acceso a la justicia ante tribunales independientes e imparciales, respeto de los derechos humanos, no discriminación arbitraria e igualdad ante la ley. Me detengo en el criterio de legalidad porque está directamente conectado con la cuestión que nos ocupa. Así, la Comisión de Venecia señala que, bajo este parámetro y para constatar el riesgo de vulneración del Estado de derecho, se debe estudiar la existencia en cada Estado de un proceso democrático transparente y políticamente responsable de la formación de la ley, así como los mecanismos de control de legalidad de tales actos legislativos por parte de tribunales imparciales e independientes. Pues bien, ¿acaso no existe en España un procedimiento legislativo previamente regulado y con supremacía del Parlamento al que se someterá cualquier iniciativa legislativa que incluya una amnistía? ¿No serán las Cámaras legislativas, una de ellas con mayoría absoluta de la oposición, las encargadas de discutir el contenido del texto y, en su caso, aprobar o rechazar la norma a través de mayorías previamente establecidas? ¿Alguien cree que no estará garantizado el acceso público al texto de la ley cuando esta se remita a las Cámaras? ¿No será la ley de amnistía susceptible de recurso de inconstitucionalidad en el caso de ser aprobada? ¿No tendrán los jueces encargados de su aplicación la oportunidad de hacerlo con independencia de criterio y protegidos en su función jurisdiccional frente a cualquier injerencia política?
Cabe señalar, a mayor abundamiento, que los tribunales de justicia también han tenido la oportunidad de analizar el Estado de derecho y sus carencias. En este sentido, destaca el papel desarrollado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que ha tenido la ocasión de señalar el carácter trascendental e irrenunciable del citado principio a resultas de una pluralidad de pronunciamientos en los que ha señalado las violaciones constatadas en el caso particular de Polonia en relación con la vulneración de la independencia judicial. Evidentemente, el respeto a la independencia judicial, sobre la base del principio de separación de poderes, es un elemento vertebrador del Estado de derecho. Sin jueces independientes para interpretar y aplicar las leyes al caso concreto, no hay Estado de derecho posible. Pero, como bien señala la Comisión de Venecia, el Estado de derecho está conectado con la independencia del poder judicial, pero también con su imparcialidad. Y es ahí donde puede surgir alguna duda. Me refiero al impacto que los pronunciamientos preventivos de miembros del poder judicial sobre una futurible ley de amnistía tienen sobre la necesaria imparcialidad que los tribunales encargados de su aplicación deben garantizar, sin entrar ahora en lo que a todas luces parece una clara intromisión de un poder del Estado sobre la competencia de los otros.
La idea de independencia judicial como criterio a analizar para valorar la salud del Estado de derecho es claro que no alcanza a la libertad de los jueces para interpretar y aplicar las normas al margen de los criterios fijados por el propio legislador. Tampoco parece que dicha independencia pueda amparar manifestaciones de asociaciones judiciales ni de órganos de gobierno de los jueces contra medidas cuyo texto se desconoce y que compete adoptar a otros poderes del Estado. Y es que la esencia última del Estado de derecho implica también el sometimiento de los poderes públicos al imperio de la ley, por ser la ley el resultado de la voluntad popular expresada en el Parlamento, de acuerdo con los procedimientos y mayorías legalmente establecidas y por contar con el privilegio de la presunción de constitucionalidad, mientras el Tribunal Constitucional no determine lo contrario.
En definitiva, tramitar una ley de amnistía siempre es una acción política de riesgo y quien lo hace, movido o no por la coyuntura, no lo ignora. Hay muchas razones para estar en contra de una medida de gracia como la que se negocia, pero no está entre ellas la de ser la causa del final de la democracia, ni constituir la voladura del Estado de derecho. El ciudadano y la calidad de nuestra democracia merecen que el debate sobre la ley de amnistía se plantee con extrema seriedad. Por eso, no está de más hacer un llamamiento para que nadie caiga en la tentación de utilizar el nombre del Estado de derecho en vano.
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