Esa palabra que empieza por A
A pesar de los pesares, el escenario más previsible sigue siendo el acuerdo. Todos los negociadores tienen incentivos para cerrarlo
Una negociación espinosa exige, para empezar, secretismo. Y para acabar, un acuerdo sin fisuras y una escenificación final. Si, además, lo que está en juego es relevante, suele requerir una curva pronunciada en el camino: uno de esos momentos al borde del abismo en los que todo el mundo contiene la respiración; esos instantes facilitarán la puesta en escena. En esas estamos: pasada la primera fase de la negociación de investidura —va un mes de cerrojazo informativo—, llega ese momento al filo del abismo antes de la teatralización final. Si no acabamos al fondo del precipicio, los negociadores deberían tener bien cocinado un relato articulado con sus cesiones y compromisos por ambos bandos y con la inevitable ambigüedad propia de esos momentos en los que chirrían los goznes de la historia. Si el pacto está llamado a protagonizar el debate político de los próximos tiempos, tampoco faltarán las voces de la indignación moral: el expresidente Aznar volvía a aparecer ayer con su particular que viene el lobo, con el enésimo llamamiento a la rebelión —se cierra así un círculo vicioso-sedicioso— y con una de sus frases de charol: “Pedro Sánchez es un peligro para la democracia”. Esa querencia por la hipérbole era bien distinta cuando llamaba a ETA “movimiento de liberación”.
A pesar de los pesares, el escenario más previsible sigue siendo el acuerdo. Todos los negociadores tienen incentivos para cerrarlo. El de Sánchez son los siete diputados que le faltan. El de Junts, el regreso al escenario tras años de irrelevancia. El del resto de los socios para la investidura (PNV, ERC, BNG, Bildu) pasa por un acuerdo político con concesiones por varios flancos. A todo eso hay que sumarle esa palabra que empieza por A.
Tras el crash de Lehman Brothers, la Casa Blanca rehuía esa palabra que empieza por D: la depresión. En España, Zapatero estuvo meses resistiéndose a pronunciar esa palabra que empieza por R, la recesión, hasta que la realidad nos atropelló. Toda la negociación gravita ahora alrededor de esa palabra que empieza por A, la amnistía, que Sánchez solo se ha atrevido a usar cuando el pacto está muy maduro. La amnistía no es cualquier cosa: exige un texto legal impecable y una narrativa convincente, un conjuro que permita creer a la sociedad que se hace en aras de un pacto por la convivencia en el que participan quienes la rompieron, vulnerando la legalidad; no es solo un arreglo a cambio de un puñado de votos. De ahí que su preámbulo tenga que ser una reafirmación del marco legal y constitucional, una especie de arreglo de la ley a la ley: quienes la vulneraron y fueron condenados pueden beneficiarse ahora del Estado de derecho para rebajar la tensión.
Norman Mailer hizo un seguimiento de la convención demócrata de la que salió investido un tal John F. Kennedy allá por 1960. Las primeras palabras de su crónica son inolvidables: “La convención empezó con un misterio y acabó con un misterio”. A la investidura de Sánchez le sucede lo mismo: ese misterio con el que empezó y parece a punto de acabar es la amnistía. Hay un misterio constitucional —La Moncloa debería asegurarse de que esta vez no haya chapuzas— y hay un misterio político, el esencial, que se resolverá más adelante. Habrá que ver cómo la digiere el PSOE. Cómo encaja Cataluña ese entierro del procés. Y cómo se ajustan las derechas, que veían ganadísimas las elecciones. Suponiendo que la última curva esté bien peraltada y que se termine abrochando el pacto con el punto de épica de las grandes ocasiones, España está a punto de escribir una página política relevante. Apuesto a que la marmita borboteante mediática de Madrid, con sus Norman Mailer de pacotilla, seguirá exactamente en el mismo sitio.
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