García-Gallardo y los polinizadores
Las que no tuvimos educación sexual, las que nos buscamos la vida en soledad, no vamos a permitir que un señor que dice no saber mucho de embarazos quiera estrechar los derechos de las mujeres
Tengo 17 años, aún voy al instituto. Nadie sabe que estoy aquí. Bueno, sí, una amiga que vino antes y ha corrido la voz de que hay un ginecólogo majo. Entonces se decía así. Majo o maja era ser progresista. En la consulta de este ginecólogo todo el personal es majísimo. Son de los que recetan a una chica de 17 años, sin acompañamiento familiar, la píldora anticonceptiva. Este ginecólogo tan majo es del PCE, de familia represaliada, exiliada, encarcelada, así que entrar aquí es también como poner un pie en un templo. Yo no tengo madre, pero si la tuviera tampoco podría haberle dicho dónde he venido. Mi educación sexual ha sido nula. A pesar de que me doy besos con lengua desde los 13 y de que ya tengo relaciones con un chico (majo), no he tenido más guía que la intuición. En estos meses que llevo de experiencia percibo que en los chicos el placer está a la vista, y que en las chicas es algo más misterioso: a veces se siente una como una olla a presión que busca desesperadamente la manera de acertar con la válvula de escape y otras la mente se larga a dar un paseo y vuelve al rato para cumplir a tiempo con la charlita que tienen los amantes en las películas después de echar un polvo. Hay una canción, At Seventeen, de Janis Ian, que no entiendo, pero sé que cuenta mi vida desde el futuro.
El sexo se alimenta de canciones, de películas, de libros que una lee bendiciendo cada frase calenturienta. Estoy muy lejos de ser una reprimida porque en mi barrio bulle la izquierda, soy afortunada, en la calle puedo contrarrestar la educación recibida. Mi padre, aún no me explico por qué, contó un día en la mesa cuando yo tenía unos 11 años cómo las flores atraen a los polinizadores. Mis hermanos contenían la risa y yo me preguntaba si dicha charla iba dirigida a mí. No llegué a entender la verdadera dimensión del asunto, pero el verbo polinizar me puso la cabeza del revés. Y ahí se acabó la aportación paterna al conocimiento de este medio, un medio que sospecho que él por su parte conocía bastante bien.
Estoy en la consulta de este médico tan majo. Me han dicho que le espere, así que me he sentado. Yo siempre quiero aparentar que controlo, es mi carácter. Trato de ensayar lo que le voy a decir: a ver, le diré que tengo relaciones. No, eso no, ¿a él qué le importa? Le diré mejor que tengo desarreglos. Dice mi amiga que si dices que tienes desarreglos te recetan la píldora y así no tienes que entrar en detalles. Eso quiero yo, no entrar en detalles. De pronto, se abre la puerta y aparece el ginecólogo con unas melenas blancas y airadas. Lo veo y pienso, ay, madre, qué señor tan mayor. Resulta que el tío majo es casi un anciano. Me quedo descolocada. Más todavía cuando se planta delante de mí y me dice: “Bueno, vamos a empezar a hacer las cosas por su orden: tú te sientas en el sillón de la paciente y yo en el mío”. Y entonces me doy cuenta de que estoy sentada delante de su máquina de escribir. Avergonzada, me cambio al otro lado de la mesa y comienzo a responder a sus preguntas con un carraspeo previo. Al terminar de rellenar mi ficha, me mira y me pregunta: “Y dime, además de una primera revisión, ¿a qué has venido?”. “¿Yooo?”, le digo llevándome la mano al pecho como si hubiera sido acusada de algo, “pues yo he venido… he venido porque no quiero quedarme embarazada”. Asiente con la cabeza y me señala la camilla. Y así empezó mi dilatada experiencia en el universo de la planificación familiar.
Las que no tuvimos educación sexual, las que nos buscamos la vida en soledad, las que teníamos que ocultar como un pecado situaciones que eran naturales, no vamos a permitir que un señor que dice no saber mucho de embarazos quiera estrechar los derechos de las mujeres. Mire, amigo, los malos ratos ya nos los llevamos otras.
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