El fin del capitalismo
La emergencia climática, la desigualdad aberrante, la geopolítica parecen indicar el final de este sistema. Acabemos de una vez con sus coletazos moribundos y aventurémonos ya a imaginar otra cosa
He aprendido a bregar con la falta de certezas y ahora ya no me da miedo. Quizá porque la experiencia en Estados Unidos me ha enfrentado a muchas situaciones extremas. O tal vez curada de humildad por lo tanto que se escapan de mis manos los cambios que querría ver acaecer, me levanto, tranquila aunque con cierto desasosiego, cada día, dispuesta a respirar otra jornada más de incertidumbre en un mundo que, poco a poco, presenta síntomas de derrumbe y parece recorrido por un oleaje de delirio. Una locura colectiva a la que me he acostumbrado con el fin, precisamente, de integrarme en ella sin hacer demasiado ruido. Sin embargo, a veces salta la chispa, me revuelvo de espanto, y eso genera algunos malentendidos.
Era la hora del almuerzo y mi madre había hecho potaje. Las verduras —lleva tomate, pimiento— han subido de precio últimamente pero, quitando esa nimiedad, lo demás transcurría con una normalidad apabullante, de esas que tejen cotidianidades y afectos. Hasta que ella, sin esconder una preocupación por mi futuro relacionada con mi reciente llegada a España, reticente a la poca estabilidad que otorga la escritura, mi profesión, insistió en que me hiciese funcionaria: si te sacas unas oposiciones tendrás asegurada una buena pensión. Así de simple se articulaba en su mente el plan que salvaría a la hija de la tormenta histórica que nos acecha; así, trayectoria lineal y ascendente, estaría protegida de cuanto vapuleo laboral, crisis, pandemia o sacudida meteorológica arreciase. Cuando respondí que, en 30 años —los que me quedarían teóricamente para jubilarme—, el mundo no tendría nada que ver con el que ella proyectaba en su cabeza, algo se rompió sobre la mesa; el plato de potaje empezó a vibrar al son de nuestras cucharas nerviosas y, con el estómago ya cerrado, a las dos nos empezó a brotar una agüilla en los ojos, algo entre el picor, la angustia y el perdón que nos debíamos.
Evocar el futuro se ha tornado cada vez más un desafío a las convenciones más consolidadas, a nuestros marcos rígidos de pensamiento y acción, y al entendimiento entre generaciones que, a causa de los distintos paradigmas que han transitado, hablan desde lugares alejados intentando encontrar un punto común que, en ocasiones, se resiste. Hace tres años, muy pocos habrían podido predecir la pandemia; lo mismo quizá pueda decirse de una crisis energética y un caos climático que no dan tregua y ahora revelan sus fauces en todo su esplendor, a pesar de que contemos con una cantidad ingente de estudios científicos que alertaban de su llegada. Para el primer caso, por ejemplo, el informe sobre la Estrategia Europea para la Seguridad Energética publicado en 2014 ya advertía de la necesidad de diversificar los proveedores de energía y reducir la dependencia de los combustibles fósiles a través de una economía lo más verde posible; para el segundo, decenas de cumbres y reuniones de alto caché internacional, desde Kioto a la COP26, representan una ristra de promesas vacías cuyo resultado está siendo el incremento de las emisiones de gases contaminantes hasta niveles insoportables, batiendo récord tras récord, como ocurre con la temperatura. De repente, nos miramos en un espejo deformado en cuyo paisaje falta agua, la electricidad y el gas son impagables para multitud de personas y empresas, y —en un intento a la desesperada por mantener un statu quo que nos ha conducido a la ruina— se quema más carbón y, como examinaba The New York Times, talamos bosques enteros para transformarlos en leña ante el temor de un invierno frío. En las conversaciones de los mandatarios europeos, como en mi almuerzo interrumpido, tal vez comience a flotar una suerte de epifanía que va quedando patente: el capitalismo no funciona.
El mercado marginalista de la energía, ese constructo caprichoso, precisa una “intervención de urgencia”, según apuntaló Ursula von der Leyen recientemente. Lo que hasta ahora parecía escrito en piedra se desvanece mientras afloran las “piedras del hambre” en Alemania, antiguas inscripciones situadas en las profundidades de los ríos que avisan de la sequía. Francia, asumiendo pérdidas, nacionaliza su principal compañía eléctrica y, en el Reino Unido, la mitad de los conservadores está a favor de adoptar medidas similares. Se escuchan voces que proponen topes a los precios del gas, de la luz, de los alimentos; en Escocia, se congelan los alquileres y se vetan los desahucios; buena parte del transporte milagrosamente se vuelve gratuito, y se exigen impuestos a los beneficios caídos del cielo de bancos y eléctricas. Como una máquina oxidada cuyos engranajes ya chirrían, al capitalismo se le rompió el abuso de tanto usarlo y, agotado en su herrumbre, las soluciones que auguran desde arriba pasan por un intervencionismo impropio a la libertad de mercado que también atañe a las medidas de ahorro energético. En mitad del desajuste, como en todo período donde reina la incerteza, y movidos por una desinformación lacerante, no es raro coincidir con colectivos de derechas que claman un límite al coste de la gasolina (¡que lo pare el Gobierno!, gritan, encendidos, ajenos a las doctrinas de un neoliberalismo que veneran), o a grupos de izquierdas enojados por las restricciones energéticas que aterrizan desde Europa, a menudo revestidas de una pátina de ecologismo (¡afectarán a los más pobres!).
El caos induce asimismo las contradicciones previsibles de una era que termina, agonizando: si, por una parte, se pide mesura en los usos de combustibles fósiles, por otra se subvencionan. Los últimos recursos disponibles, como el agua de Doñana, se explotan descontroladamente en un ejercicio descarado de menosprecio por la biodiversidad y la naturaleza que nos constituye; igualmente, se persigue esquilmar toda Extremadura en busca de un litio que no traerá riqueza, sino residuos tóxicos y los ecos caducos de una época que no volverá a fructificar como lo hiciera en su día: el capitalismo extractivista. De fondo, los gritos del malestar ya se palpan: en Praga, impulsada por el 18% de inflación, una manifestación que aglutinó a personas de una gran diversidad ideológica demandaba frenar el envío de armas a Ucrania y nuevos acuerdos con Putin. Al otro lado del espejo, en Estados Unidos, una investigación de The Wall Street Journal vaticinaba el inminente fin del bum del fracking, del que se obtiene el gas que desembarca licuado en nuestras costas.
Aires de inestabilidad planetaria; un mensaje y su opuesto enuncian a veces los mismos políticos engendrando confusión y no poco dolor social, como Biden, quien, en su ley estrella contra el cambio climático ha subyugado las energías renovables a la concesión de permisos de gas y petróleo. Intervencionismo pero “libertad”, libertad pero que los gobiernos nos saquen las castañas del fuego, porque resulta que la mano invisible que todo lo regula sufre daños irreversibles. Un delirio se pasea a sus anchas y nos impide pensar a largo plazo; mi jubilación, la de tantos, queda suspendida, en volandas, amiga de los unicornios y con la misma credibilidad que los trucos de un ilusionista cuando apenas sabemos cómo llegaremos al invierno. Si esto es el fin del capitalismo, como la emergencia climática, la desigualdad aberrante, la geopolítica indican, aventurémonos ya a imaginar otra cosa, acabemos de una vez con sus coletazos moribundos.
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