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Columna
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Yo apruebo

Dejo un Chile que esta vez me ha enseñado más que nunca, decía, porque es muy probable que, mientras me leéis, el pueblo chileno esté realizando una hazaña histórica

Prueba de estado de un grabado de Jana A. Abril.
Prueba de estado de un grabado de Jana A. Abril.

“Tengo las uñas llenas de mierda, negras, mira, hoy día entregué mi proyecto final, que era con barnices, por eso tengo las uñas negras”. La niña que dice esas palabras se parece mucho a mí, pero ya no está. No sabía que era tan niña hasta que la vi moverse, tocar a las personas, mirar a la cámara, apretar la boca y moverla hacia los lados mientras pensaba qué era lo siguiente que diría arrugando la nariz. Llevaba 20 años mirándola en fotos y no acababa de entenderla, ni a ella ni mi obcecación por querer seguir manteniéndola conmigo. Le recriminaba todo lo malo que me había pasado.

Ayer regresé a casa. De este viaje a Chile llego más cargada de cosas buenas que nunca, traigo conmigo muchas palabras y muchos pensamientos, míos y ajenos. En Las homicidas, Alia Trabucco me zarandeó de tal manera que todavía sigo mareada. En el poco tiempo que tuve para mí, una tarde llené una bañera de agua caliente, me serví una copa de vino y me metí en la tina con la intención de recuperar mi centro, pero Alia Trabucco me empezó a sacudir ya en las primeras líneas: “Asesinas, respondo yo, una y otra vez, cuando me preguntan por el tema de este libro. (…) Y frente a mí, como un porfiado libreto, se desata la misma escena en cada ocasión”. Me avergüenza que, en la soledad de aquel cuarto de baño, el libreto se interpretara a la perfección, porque también yo pensé en mujeres muertas y no en mujeres que matan. Qué profunda y qué bien tallada nuestra percepción del mundo, qué difícil alejarse de lo que se supone el punto de partida (la posición del hombre blanco aceptada como natural, un él oculto como sujeto de todo predicado, en palabras de la historiadora del arte Linda Nochlin). Si hubiera leído Las homicidas antes de la presentación de mi libro en Santiago de Chile, habría respondido mucho mejor a aquel hombre que se atrevió a preguntarme si yo me consideraba una mujer mala.

También he pensado leyendo a Camila Sosa (qué delicia ese El viaje inútil), y a Fernanda Trías, que con su En nombre propio me ha devuelto a ese departamento de la calle Merced, cuando, con 20 años y las uñas negras porque había entregado un trabajo con barnices, todavía pensaba que nacer mujer no era una desventaja. Me ha hecho el regalo de devolverme a una sala blanca de hospital y encontrarme con mi hermana pequeña, agotada y sonriente, sosteniendo la bolita de carne que iba a convertirse a la velocidad de la luz en lo que más quiero del mundo. La sobrina de Trías se llama Mía, y la autora lamenta que el nombre complique las cosas, “porque su cuerpo será un territorio en disputa”, dice “y siendo que solo se pertenece a sí misma, ya es, por definición, de cualquiera que la nombre”. También yo pensé, con mi sobrina en las manos, que no iba a permitir que nada de lo que me había sucedido a mí le sucediera a ella. Por eso trabajo en lo que trabajo y hablo de lo que hablo. Por eso un señor con evidente deseo de agradarme, que me había seguido hasta la presentación después de haber visto en las inmediaciones del lugar que perdía mi bufanda, de recogerla y de entregármela, preguntó en voz alta delante del gran auditorio si yo me consideraba una mujer mala.

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Dejo un Chile que esta vez me ha enseñado más que nunca, decía, porque es muy probable que, mientras me leéis, el pueblo chileno esté realizando una hazaña histórica. Cuando me despedí de Alia, esta me dijo: “¡Te esperamos pronto con nueva Constitución!” En la cola de embarque que me trajo hasta el asiento duro del avión, escuchaba a Michelle Bachelet en el salón de una casa humilde preguntar a unas señoras: “¿Ustedes saben que en la Constitución actual no sale nada sobre mujeres?” Asegura, Bachelet, que vamos a hacer que la historia avance. Porque eso es lo que sucede cuando las mujeres hacemos cosas.

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