Destejiendo el arcoíris
Fe y razón han ido de la mano a lo largo de toda la historia, de los antiguos como Pitágoras a los modernos como Newton
Llevo más de 10 años cogiendo la línea C3 de Cercanías de Madrid. Sobre esos raíles he reído y he visto reír, he dormido y he visto dormir, he llorado y he visto llorar. Y la semana pasada vi a un viejo fotografiando un arcoíris.
Estábamos llegando a la última parada y serían las ocho, así que los que quedábamos en el vagón estábamos ya cansados. Pero en el horizonte, entre las nubes y los claros, se colaba un arcoíris. Todos los miramos, pero solo el anciano sacó su teléfono para inmortalizarlo.
Me lo imaginé llegando a casa y enseñándole a su mujer el arcoíris que había cazado. O igual era viudo y se lo mostraba a sus nietos, al vecino o a la viuda a la que le tenía echado el ojo en el hogar del jubilado. Pero, cuando las puertas del tren se abrieron, me puse ceniza y reparé en que quizá no le enseñaba a nadie su arcoíris. Igual le había echado una foto como se la echamos a cualquier cosa desde que llevamos cámaras en el bolsillo; quizá era una de esas imágenes que permanecen en el carrete sin que nadie las vea hasta que el teléfono se queda sin memoria y las borramos.
Recordé entonces el poema en el que John Keats acusa a Isaac Newton de haber destejido el arcoíris por su experimento con el prisma óptico, gracias al cual descubrió como funcionan. “Antes había en el cielo un sobrecogedor arcoíris, hoy conocemos su urdimbre, su textura; forma parte del aburrido catálogo de las cosas vulgares. La ciencia recorta las alas del ángel, conquista los misterios con reglas y líneas, despoja de embrujo el aire, de gnomos las minas; desteje el arcoíris”, se lamentaba el poeta. En esa misma línea, Edgar Allan Poe acusó a los científicos en su Soneto a la ciencia de sacar a Diana de su carro y de expulsar a la dríada del bosque, entre otras lindezas.
En los años noventa, el ateo Richard Dawkins respondió a los románticos diciendo lo mismo, pero al revés: divorció fe y razón, pero en lugar de poner en valor la primera, optó por la segunda. Para el biólogo, como expuso en Destejiendo el arcoíris, la ciencia no destruye la belleza o el misterio de las cosas, sino que los descubre.
Pero la realidad es que fe y razón han ido de la mano a lo largo de toda la historia, de los antiguos como Pitágoras a los modernos como Newton, por mucho que lo acusaran de asesino de misterios. De él se cuenta una anécdota apócrifa que dice que andaba un día con un amigo ateo al que le mostró una maqueta a escala del sistema solar. “¿Quién la ha hecho?”, le preguntó asombrado el colega. “Nadie. Todas esas correas, ruedas y mecanismos aparecieron y, como por arte de magia, comenzaron a girar. ¿Acaso no crees que así se creó el universo?”, respondió Newton, burlándose de la concepción de la creación de su amigo.
Y seguramente sea por eso, por ese misterio que albergan los arcoíris, por lo que el viejo lo fotografió aquella tarde. Se lo enseñará después a su mujer, a la viuda del hogar del jubilado o a nadie. Aunque si alguien lee esto y lo identifica, le agradecería que me sacara de dudas. Saber el final de su foto no haría que el gesto de aquel viejo dejara de emocionarme, del mismo modo que conocer que los arcoíris están causados por la refracción y la reflexión de la luz en las gotas de lluvia no hace que nos fascinen menos. O que tras esos siete colores intuyamos, incluso, la mano juguetona de Dios.
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