Sin ofender
Los creyentes tienen todo el derecho del mundo a serlo, pero el único modo de que puedan integrarse en un orden democrático es que toleren el derecho de los demás a burlarnos de los mundos de fantasía en los que viven
Apuñalaron a Salman Rushdie más de tres décadas después de que se dictara la fetua que pedía su asesinato. Esto demuestra que la sombra del fanatismo es alargada y su mortífero veneno se disemina de forma eficaz a lo largo y ancho de este mundo. Siempre me he preguntado cómo pueden este tipo de fervientes creyentes sentir amenazada su inquebrantable fe por lo que pueda escribir o decir un simple novelista, no teniendo la mayoría de escritores que se expresan libremente ni el poder ni intención alguna de imponer su visión a quienes no la comparten. Será que en realidad la fe de los fanáticos es tan frágil que no tolera ni la más mínima contrariedad, será que lo que, de hecho, quieren aniquilar con sus crímenes atroces no es más que la duda razonable que anida en ellos y que pretenden reprimir. Será que descargan contra otros la violencia de esa represión y que les provoca tanto terror contemplar siquiera la posibilidad de que su religión sea un cuento muy bien inventado que son capaces de acabar con la vida de seres humanos inocentes.
El asesinato de Samuel Paty, Theo Van Gogh o el fallido de Rushdie son exponentes mediáticos de una visión del mundo que tiene manifestaciones de menor intensidad o menos conocidas por los medios. La lucha contra el fanatismo está en cada casa, cada barrio, cada red social en la que se ha esparcido su semilla. Hombres, pero sobre todo mujeres en países democráticos donde existe la libertad de expresión, viven amordazados por este fenómeno. Hacer una broma sobre Mahoma, decir que el ramadán es un sacrificio inútil, expresar cualquier opinión disidente con el islam puede comportar una feroz campaña de acoso y derribo, amenazas, coacciones y destierros varios. Tengo amigas que se muerden la lengua porque ya no pueden soportar el desgaste que supone plantar cara a los liberticidas que se creen poseedores de una verdad absoluta. Muchas ocultan sus nombres y rostros para poder expresarse libremente, otras han abandonado las redes y han dejado de emitir opiniones que puedan ser consideradas polémicas. Acaban creyendo que ellas son el problema por no someterse a los dictadores de la fe, más cuando al denunciar los hechos a las autoridades a menudo reciben respuestas tibias o se les dice que no se puede actuar contra ellos.
Los creyentes tienen todo el derecho del mundo a serlo, pero el único modo de que puedan integrarse en un orden democrático es que toleren el derecho de los demás a burlarnos de los mundos de fantasía en los que viven. Y es que, sin libertad para ofender, no existe libertad de expresión.
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