Salman Rushdie y la decisión de vivir sin miedo
Ahora uno piensa que no debió jamás bajar la guardia, pero elegir una vida normal lo recompensó con estos años espléndidos en los que su literatura y su voz han gozado de absoluta libertad
Una y otra vez veo y leo la noticia del ataque a Salman Rushdie en Chautauqua, Nueva York, y pienso en lo que este hombre ha significado para el mundo y especialmente para mí.
En los años ochenta, Harold Pinter, Julie Christie y Salman fueron los voceros de la solidaridad en el Reino Unido contra la guerra de la Contra que la Administración Reagan financió para acabar con la Revolución Sandinista. Salman fue invitado a Nicaragua a uno de los aniversarios de la revolución. Lo conocí en una cena en casa de Sergio Ramírez. Era 1985. Nos caímos bien y reímos al comprobar, como él dijo, que compartíamos el “vergonzoso pasado” de haber sido copywriters para agencias de publicidad. Descubrimos también nuestro deslumbramiento juvenil con el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell.
Yo escribía entonces mi primera novela: La mujer habitada. Le dije que pensaba empezarla de nuevo y recuerdo su énfasis cuando me respondió “No, no, solo sigue, añádele lo nuevo y ya al final quitas lo que no quieras. No descartes nada porque más adelante te puede servir”. Se marchaba al día siguiente, pero prometió escribirme. Lo hizo. También me envió su novela Hijos de la medianoche. Fue el comienzo de una larga amistad que dura hasta ahora. De hecho —me parece mentira, y me hace llorar en estas horas de angustia, la circunstancia—, me escribió horas antes del ataque. El día anterior, desde Madrid, le envié un correo pidiéndole que siguiera la tradición de enviarme los manuscritos de sus novelas antes de que fueran publicadas. Quería leer Victory City, su novela más reciente. Esperar hasta que se publicara en febrero de 2023 era esperar demasiado, bromeé.
Acababa de recibir un correo suyo con la novela adjunta. “Aquí está”, me decía, cuando me enteré con horror del atentado. No puedo dejar de pensar que habrá escrito y enviado ese mensaje desde Chautauqua horas antes de salir a cumplir con su compromiso de abogar por los escritores perseguidos y la necesidad de darles asilo. No he podido abrir el archivo de su novela. Leo y releo su mensaje e imagino su prisa por vestirse, tomar café, salir hacia el local, con la presteza y seriedad con que se tomaba esas obligaciones, ignorando la agresión que otra vez ha detenido, y me digo y suplico que temporalmente, el transcurso de su vida.
Cené con Salman en su casa de Islington una semana antes de la fetua. Hablamos de su libro. Me lo autografió. Sabía que era una mirada terrenal sobre el profeta Mahoma, pero no esperaba la reacción que lo haría hibernar por 10 años. A través de Harold Pinter, cuya amistad él me regaló y que fue también ardiente crítico de la política de Estados Unidos en Nicaragua, tenía noticias suyas y le escribía cartas sin respuesta. La incomunicación de Salman fue absoluta durante ese periodo. Ahora que hemos pasado por los encierros de la pandemia, podemos imaginar lo que habrá sido para él existir ese tiempo en solitario, sin acceso a otra cosa que no fuera una máquina de escribir o un rudimentario ordenador.
Cuando el Estado islámico dejó de perseguir, mas no anuló, el cumplimiento de la fetua, Salman emergió. Recuerdo cuando llegó a mi casa en Los Ángeles la primera vez en un automóvil gris, conducido por una suerte de guardaespaldas. Dijo que en unos meses más ya no lo necesitaría. Le pregunté si no se estaba corriendo un riesgo muy elevado. Me dijo que ya sin los recursos del Estado iraní empeñados en asesinarle, sus riesgos eran los de cualquier persona que podía ser atacada por un fanático o un loco. Y que él no iba a empobrecer y dejar de vivir plenamente su vida por esa posibilidad. Ya había perdido 10 años. “Vamos a Las Vegas” —nos dijo a Charlie, mi esposo, y a mí—, y nos fuimos con él ese fin de semana, encomendándonos a todos los dioses del Olimpo, pero incapaces de negarle esa escapada, como otras muchas con que reestrenó su ansiada libertad.
Desde que salió del escondite donde tuvo que refugiarse tras la fetua del ayatolá Jomeini, Salman tomó la decisión de vivir su vida sin miedo. Fue algo que nos conmovió, nos preocupó, pero que también admiramos sus amigos. El amor a la vida, a la amistad, su prodigioso sentido del humor, y su arrojo acabaron por convencernos de que le asistía la razón cuando renunció a vivir eternamente protegido.
Y a la vida plena se dedicó. Como una vela que se abre al viento así navegó. Enfrentó a pecho abierto al miedo, dejando que el viento lo impulsara. Ahora uno piensa que no debió jamás bajar la guardia, pero vivir como hasta ahora ha vivido, una vida normal, lo recompensó con estos años espléndidos en los que su literatura y su voz han gozado de absoluta libertad. Como símbolo de quien ha sido perseguido por ejercer su libertad de expresión, Salman fue presidente de PEN América y el fundador del festival Voces del Mundo, creado para llevar a Nueva York escritores de todas partes, para romper la tendencia de la cultura estadounidense de ver solo su propio ombligo. En su existencia, sin amilanarse, Salman ha dado conferencias, clases y ha apoyado luchas libertarias, y escrito y escrito y escrito novelas y ensayos importantes.
Para mí, que amo sus letras impredecibles, imaginativas, profundas, mi gran fascinación ha sido verlo gozar de la vida; verlo bebérsela cada día. Me ha deslumbrado su capacidad de divertirse como un niño con el béisbol, el fútbol, el rugby; su entusiasmo con las redes sociales y la tecnología —hace meses se convirtió en pionero al empezar a publicar una novela por entregas en una plataforma moderna llamada Substacks—; su generosa celebración de otros artistas: actores, cantores, pintores; la pasión con que sufrió a Trump y celebró el fin de su mandato; su búsqueda del amor desde las grandes equivocaciones a los aciertos; su inmensa generosidad con los amigos en las buenas y en las malas; su amor y erudición por esa fuente de placer que es la literatura.
Este viernes 12 de agosto, Salman se topó con la intolerancia, el odio, la realidad distorsionada de quienes dividen el mundo entre fieles e infieles y usan a un Dios que construyen para intentar sumirnos en la oscuridad. La palabra sigue siendo un arma temible para ellos porque les demuestra que la libertad no claudicará. Se podrán correr muchos riesgos por ella, pero mientras haya personas como Salman Rushdie, ese amigo queridísimo, cuya vida esperamos se obstine también en continuar, los oscurantistas podrán hacer daño, pero no vencerán.
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