La isla imposible de Salman Rushdie
El escritor ha examinado con audacia las contradicciones de una sociedad enferma, presidida por el signo de la intolerancia
La mejor manera de comprobar la talla de Salman Rushdie como escritor es sumergirse en su extraordinario libro de memorias, Joseph Anton (2012), no porque sea su mejor obra, que quizá lo sea de todos modos, sino por el calado y la calidad de la lengua literaria, por la maestría de la prosa, y porque en él va más allá de su registro más característico, la fantasía en estado puro, para dar una lección de sobriedad como maestro de la no ficción. Hay más claves en ese libro fundamental: su perfil como intelectual público, su arrojo como ciudadano comprometido con cuestiones de orden directamente político y social. Pero también está, oculto, el imperio de la ficción. El título de Joseph Anton responde a coordenadas secretas. Se trata de los nombres de pila de dos de sus escritores fundamentales, modelos cuyo ejemplo siguió desde que empezó a dar sus primeros pasos literarios: Joseph Conrad, que narró el mismo mundo que narraría él en clave poscolonial, y Anton Chéjov, maestro de la fugacidad de la prosa breve. A ellos se encomendó para contar la historia de su vida, de la que el tramo central es la relación de las difíciles circunstancias en que tuvo que vivir a escondidas como consecuencia de la condena a muerte que le fue impuesta por haber escrito un libro supuestamente blasfemo, Los versos satánicos (1988).
Si solo se dispone de tiempo para leer un título de Salman Rushdie, recomiendo sin dudarlo Joseph Anton. Hay mucho más, por supuesto. Como novela, aunque muchos la desdeñan diciendo que su notoriedad es de índole no literaria, Los versos satánicos es una obra de gran interés, estilística y conceptualmente, tanto por la audacia de la prosa como por la visión literaria en que se apoya, y por ser un despliegue característico de los rasgos que dan forma a su escritura: la fantasía desbocada y un sobrio manejo de las claves del realismo más contenido.
Literariamente, Rushdie siempre se ha movido en un equilibrio inestable. Su mayor logro como narrador es Hijos de la medianoche (1981), novela con la que obtuvo el Premio Booker, que revalidó en dos ocasiones, como el mejor Booker en el 25º y 40º aniversario de la historia del prestigioso premio. La novela comienza con una imagen imborrable, cuando las agujas del reloj marcan la llegada de la medianoche, el 15 de agosto de 1947, cuando se proclamó la independencia de India y Pakistán del Imperio Británico, dando lugar al nacimiento de dos naciones, presididas, de manera en extremo contradictoria, por el signo de dos religiones que él siempre deseó que no fueran antagónicas, el hinduismo y el islam. A partir de ahí, Rushdie despliega un formidable friso histórico que investiga las claves de la convivencia entre las dos nuevas naciones. Rushdie, que nació en Bombay en el seno de una familia musulmana, no era un hombre religioso, y sería precisamente su laicismo lo que tendría que pagar tan caro: su valerosa oposición a toda forma de fanatismo religioso, algo que corría parejo a su compromiso ciudadano.
Salman Rushdie es un escritor de potencia volcánica, una fuerza desatada de la naturaleza, lo cual cristalizó en una producción formidable tanto en ficción como en ensayo. Tras la publicación de una recopilación de ensayos, titulada Los lenguajes de la verdad el pasado otoño, y después de haber recreado en clave delirante el Quijote de Cervantes en una novela de título homónimo, publicada originalmente en 2019, en la que lleva a cabo una indagación acerca de la relación entre fantasía y realidad en la era tecnológica, para el próximo febrero se anuncia una nueva novela, titulada Victory City. En el arco que va de Hijos de la medianoche hasta Victory City, Rushdie dejó varias obras memorables, entre las que cabe destacar, en el ámbito de la novela, Furia (2001), El payaso Shalimar (2005) y La encantadora de Florencia (2008). La fórmula con la que dio hundía sus raíces en varias ramas de la tradición de la literatura fantástica, por un lado el legado del realismo mágico latinoamericano, en particular tal y como lo cultivó García Márquez, por quien profesaba una admiración ilimitada; por otro, la lección sin filtrar aprendida de Las mil y una noches, donde hay que buscar la verdadera raíz de su hacer, y que cristalizó en narraciones tan notables como El último suspiro del moro (1995) o Harún y el mar de historias, un libro de niños que escribió para su hijo en 1990.
El mundo narrativo de Salman Rushdie se sostiene sobre una sólida concepción de la literatura, sobre la que reflexionó agudamente en colecciones como Oriente, Occidente (1994), libro clave en el que el escritor une con inteligencia el legado de las dos tradiciones literarias a las que alude el título de la obra. Su curiosidad intelectual le llevó a establecer relaciones con personalidades tan notables y distintas como Edward Said, cuyas tesis sobre el fin del colonialismo en literatura absorbió de lleno y puso en práctica en su obra, o Thomas Pynchon, a quien conoció personalmente en una cena de la que dio cuenta en una crónica hilarante.
En Nueva York, su ciudad adoptiva, Salman Rushdie es un personaje muy conocido, querido y respetado, que incluso en los momentos más peligrosos de su condena hacía aparición en actos públicos. Valeroso, ágil, vital, desbordante de energía, siempre activo y políticamente comprometido, la fetua que padeció le llevó a abrazar la causa de la libertad de expresión en literatura, volcándose en la creación del festival Voces del Mundo, que organiza anualmente la organización de escritores PEN, un festival imbuido del mismo espíritu de su obra. En el momento de escribir estas líneas, la ciudad que el escritor quiso hacer suya contiene la respiración, pendiente de noticias sobre su estado de salud. Nacido en la India, educado en Inglaterra, profundo conocedor de las tradiciones literarias británica y angloindia, con una trayectoria que abarca más de medio siglo y una treintena de obras de extraordinario mérito, Salman Rushdie ha examinado con audacia las contradicciones de una sociedad enferma, presidida por el signo de la intolerancia, atacándola en obras como La casa dorada (2017), por cuyas páginas se proyecta la sombra siniestra de Donald Trump.
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