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El genoma de la ‘Odisea’

Los genetistas han aprendido a escuchar a los arqueólogos y a los lingüistas, no todo es ADN

Abric Romani
Un grupo de arqueólogos trabaja en el yacimiento del Abric Romaní, en Capellades, en Anoia, provincia de Barcelona.Siu Wu (EFE)
Javier Sampedro

Hace muchos años, la dirección de este periódico se reunió con la sección de Sociedad como parte de una serie de contactos con los departamentos en que se organizaba y se sigue organizando el diario. Allí se trataron muchas cosas, pero recuerdo con especial claridad una cuestión menor relativa al reparto de ciertos temas fronterizos entre secciones. Siempre he estado convencido de que ese asunto deja helados de aburrimiento a los lectores, que lo que quieren es que les des informaciones interesantes y bien hechas, no que se las pongas en una sección u otra. Pero, créanme, los periodistas nos podemos tirar horas discutiendo sobre qué cosa va dónde, en plan ¿pero cómo vamos a poner en Medicina el cáncer testicular de un portero de fútbol?, este animal es capaz de llevarse a Economía la cumbre del G-7 y otros epítomes del género.

La cuestión menor a la que me refería era si los descubrimientos arqueológicos debían ir en Ciencia o en Cultura. Como nadie opinaba, y dado mi pánico barroco al vacío, me sentí obligado a improvisar una teoría y dije: “10.000 años”. Un director adjunto hizo la pregunta obvia: “¿Cómo?” Le expliqué que, si el descubrimiento tenía más de 10.000 años, era ciencia, y si tenía menos era cultura. “Ah, o sea, criterio de actualidad, ¿no?”. Me di cuenta de que su chiste era muy bueno, y una carcajada generalizada me lo confirmó de inmediato. Me lo merecía por bocas, que es lo que soy, un bocas. Algún día aprenderé a callarme.

Con todo, mi propuesta del “criterio de actualidad” no carecía enteramente de justificación. 10.000 años atrás es una fecha mágica en las investigaciones históricas. Fue por aquellos tiempos cuando acabó la última glaciación y arrancó el Neolítico, con la invención de la agricultura, los primeros asentamientos humanos en Oriente Próximo y, por expresarlo de alguna manera, el origen de la civilización occidental. La civilización surgió de manera independiente en China y Sudamérica, aunque en otras fechas y con otras características. Los occidentales no somos particularmente listos —el lector ya se habrá dado cuenta, supongo—, pero es probable que el registro arqueológico de Oriente Próximo se haya explorado con más intensidad durante siglos.

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Los últimos datos, presentados en la revista Science por David Reich e Iosif Lazaridis, dos genetistas de la Universidad de Harvard, se refieren a los genomas de 700 personas que vivieron en aquellas épocas y sus aledañas. Como siempre en la historia y la prehistoria, el ADN registra una compleja serie de mestizajes y migraciones. Las razas puras no han existido nunca, salvo en los ratones de laboratorio y en la mente de los fanáticos. Pero resulta fascinante pensar que esos genomas leídos en Anatolia y el este del Mediterráneo pertenecieron a los ancestros de los personajes que pueblan la Odisea. Mientras yo aprendo a callarme, Reich y sus colegas han aprendido también a escuchar a los arqueólogos y a los lingüistas. Si un arqueólogo encuentra un carro de caballos aquí, el genetista ya puede decir misa. Y si el indoeuropeo ancestral no tiene palabras para las legumbres, y solo una para los granos, es que sus hablantes no tenían ni idea de agricultura. No todo es ADN.

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