Lecciones antes de la cicuta
La última enseñanza de Sócrates es “lo primero que tendríamos que explicarles a los universitarios. Que lo que aprendan es sólo para aprenderlo. Porque es mejor aprenderlo que no”, destaca Victoria Cirlot
Emil Cioran, quien dijo “¿Fundar una familia? Me resultaría más fácil fundar un imperio”, cuenta una historia muy apreciada sobre la muerte de Sócrates. Mientras su verdugo le preparaba el vaso de cicuta que fue condenado a beber, el filósofo intentaba aprenderse una complicadísima pieza a la flauta. ¿Para qué quieres saberla, si en unos minutos morirás?, le preguntaron. Para saberla, respondió él. Por el placer de morir sabiendo una cosa más. Por seguir aprendiendo algo mientras ese desgraciado prepara la cicuta. Un esfuerzo bello. Un pequeño poema a la altura del condenado a muerte que, cuando fue llamado al cadalso, interrumpió la lectura del libro marcando con cuidado la página en la que estaba. A veces, los porqués de las cosas que parecen más fáciles de desmontar son los más complejos. “Pocos se dan cuenta”, escribió uno de nuestros sabios, Pedro Cuartango, “de que el disfrute de la vida depende mucho más de los conocimientos que no tienen ninguna utilidad ni sentido práctico que de la habilidad para engrosar la cuenta corriente”.
Una cosa que hizo Sócrates al aprender a tocar la flauta y que hizo el condenado que marcó la página es dejar, a su manera, una puerta nueva a la vida: de la nada habían sacado, en los últimos minutos, dos excusas más para seguir viviendo, y si algo iba mal con la cicuta, o si la guillotina se estropeaba, o si un terremoto les hubiese salvado in extremis, Sócrates podría tocar la hermosa pieza que aprendió, y el condenado seguir leyendo su libro. A su manera, y de una manera radical y hermosamente distinta, algo así hicieron la familia del guionista Javier Gómez Santander y los vecinos de su barrio, Lluja, cuando al hermano de Javi los médicos le dijeron que se moría a los 16 años, y en la obra de la casa nueva ya no tenía mucho sentido construir una gran rampa para que se desplazase en silla de ruedas. La hicieron. Nadie sabía si aquel esfuerzo llegaría a servir para algo, pero el hecho de decidir hacerla era cuanto necesitaban para que mereciese la pena. Y el hermano de Javi, que contó todo esto en un artículo en El Mundo, vivió casi un año más; meses que ningún médico había pronosticado; meses en los que pudo usar la rampa.
La historia de Sócrates se cita en una novela magnífica, Las herederas (Alfaguara), de Aixa de la Cruz, que se publica en septiembre; la anécdota era una de las favoritas de la abuela de las protagonistas, algo que una de sus nietas achaca a su “curiosidad irreductible por lo desconocido”. Ese particular aprendizaje de Sócrates sirve a una mujer sabia, la profesora y experta en literatura medieval Victoria Cirlot, para culminar así una larga reflexión que publicó en el blog Los papeles de Don Cógito: para Cirlot, la última lección de Sócrates “es lo primero que tendríamos que explicarles a los estudiantes el primer día de Universidad. Que lo que aprendan es sólo para aprenderlo y que sólo hay un porqué: porque es mejor aprenderlo que no aprenderlo”.
Algo tan sencillo y contundente en una época en la que aprender determinadas lenguas se considera para muchos una pérdida de tiempo, y en la que la filosofía y la cultura clásica están siempre la cuerda floja en cada nueva ley de educación, la última de ellas la del Gobierno socialista. Hay que aprender, desde luego, aquello que nos será útil en el futuro. Pero nadie puede saber el futuro, ni para qué puede servir lo que sabemos, ni en qué momento algo presuntamente inútil deja de serlo, o lo es siempre, y sin embargo ese conocimiento (esa pasión) da sentido a nuestra felicidad.
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