Los que van a pasárselo bien
Siempre hay alguien a quien queremos que en algún momento pega su cara en el cristal trasero del coche
Voy a pasármelo bien, la comedia musical de David Serrano sobre canciones de Hombres G, va de un niño que se enamora de una niña por primera vez, la niña se va al terminar la infancia, y cuando vuelve tiene 30 años más, y el niño se ha convertido en Raúl Arévalo. Que es, exactamente, la vida de todos los que nacimos a finales de los setenta: que la persona que nos gustaba se iba de nuestro lado y que a nosotros la vida nos iba convirtiendo poco a poco en Raúl Arévalo, pero sin su talento; más bien, en el personaje de Arévalo: un tipo esperándola en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente, para que ella al volver no encontrase nada extraño, y fuese como ayer, y nunca más dejarnos. También con la indeterminación de siempre ante lo que nos gusta de verdad, y un optimismo violento en el mañana desde niños: echamos el futuro como echamos la quiniela.
No es, sin embargo, una historia triste. Nada que tenga que ver con los Hombres G lo es. Es una banda longeva de éxito descomunal que no creció bajo el alma torturada de dos estrellas compitiendo, ni vicios explosivos, ni odios ni traiciones sonadas. Una película basada en dos protagonistas (extraordinario reparto infantil) que aman sus canciones no puede ser una película triste, ni una película pija, ni una película inane. Es una película que captura un tiempo pero no para embadurnarse de nostalgia en él, sino para enseñar cómo, en una determinada clase media mayoritaria en España, los ochenta se acoplan con el presente gracias a una mezcla de sorna, feliz resignación y desencanto. Ingredientes todos ellos no de una tragedia, sino de un espíritu muy concreto: el de querer, como entonces, pasárselo bien. Y a pesar de que siempre haya alguien a quien queremos que pegue su cara en el cristal trasero del coche, a veces esa despedida y ese gesto traslada el mismo mensaje que el final majestuoso de Toy Story 3: nos desprendemos de lo que queremos para seguir siendo felices, o intentarlo de otro modo.
En Verano 1993, Carla Simón se inspiró en su propia infancia para concluir, o eso percibí, a saber si con acierto, que cuando uno es niño despedirse del dolor es tan duro como hacerlo de la felicidad, sobre todo para quien no tiene claro aún qué es una cosa y otra. Los niños de Voy a pasármelo bien, etiquetados en su colegio como pardillos (la literatura de pardillos es todo un género: quién iba a decir entonces que iban a protagonizar todas las películas, y hasta salvar el mundo), llegan a tratar de disimular ser tan listos, o estudiosos, para ser más populares, en lo que supone un suculento spoiler de cierto mundo adulto. De fondo, la necesidad de contarlo (el niño protagonista se convierte en escritor de una obra y librero) e interpretarlo (la niña protagonista se ha convertido en actriz famosa y premiada). Que la hollywoodiense chica acuda a Valladolid, ciudad en la que transcurre la historia, para recibir un homenaje deja demasiado fácil la conexión con Brad Pitt y la información de servicio que cada año se da en esta columna: el desconocido y veinteañero Pitt fue a la Seminci y se ligó a una estudiante que esa noche no quería salir porque era martes, octubre, hacía frío, llovía y tenía que estudiar. Al final, quien mejor se lo pasa siempre es quien juega fuerte.
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