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IDA Y VUELTA
Columna
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Cioran: como un libro de arena

Cioran escribe en la vena más honda de la tradición francesa justo cuando los intelectuales nativos han renegado de ella

Antonio Muñoz Molina
El escritor Emile Cioran.
El escritor Emile Cioran.Sophie Bassouls (Getty)

En los Cuadernos de Emil Cioran, dispersas entre los exabruptos, las divagaciones obsesivas sobre el suicidio, los aforismos y los desplantes filosóficos, el lector encuentra breves imágenes cotidianas, anotaciones de diario que son como fotos instantáneas, polaroids de la vida íntima de este hombre insomne y huraño que sin embargo disfrutaba muy a conciencia de unos cuantos placeres a la vez espirituales y terrenales. Perpetuo enfermo del estómago, propenso a la depresión y al insomnio, Cioran parecía que estaba reflexionando a cada momento sobre el suicidio, pero en las páginas de sus cuadernos da cuenta con un profundo regocijo de su amor por las caminatas de muchas horas a través de los campos, por la música, sobre todo la de Bach, y por la pintura. Un día de 1966 anota una visita a una exposición en la que se detiene mucho rato ante la Vista de Delft, de Vermeer: “Esta luz, esta gloria íntima en Vermeer, le hacen a uno olvidar todo lo que puede haber de infernal aquí abajo”. Lo infernal no desaparece, pero la belleza ofrece sustento y consuelo. Simone Boué, su compañera de toda la vida, que pasaba a máquina todos sus manuscritos y los preservó después de su muerte, contaba la afición de Cioran a caminar, a montar en bicicleta, a la jardinería y al bricolaje. En un apunte de un día de invierno Cioran dice que alza los ojos hacia las nubes que se deslizan por el cielo y le parece que pasan rozando su cerebro. De vez en cuando se cansa de París y echa a andar por un camino rural y solo se detiene al cabo de seis o siete horas: “A cada momento la sensación de estar colmado, de no desear nada más, nada de las cosas ni de las personas, ya que todo me había sido dado”.

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Cuando no puede perderse por los senderos del campo, Cioran recorre los de los jardines de Luxemburgo, muy cerca de su casa. Un día soleado ve de lejos, sentado en un banco, a su amigo Samuel Beckett, que está absorto leyendo el periódico. Otras veces se ha encontrado con él y han ido a tomar algo a la barra de un bar: en esta ocasión ve a Beckett tan concentrado en sí mismo, con esa cara esculpida de halcón que tenía, que no se acerca a él. Leemos las páginas de los Cuadernos y nos estremece asistir a un presente que quedó abolido hace mucho tiempo, preservado en esas anotaciones como un líquido raro y valioso en una ampolla de cristal. Cioran vive en el Barrio Latino, en el corazón espeso de París, en lo más enrarecido de la vida intelectual y política de la ciudad en sus tiempos de relumbre máximo: pero se siente y se declara tan solo como si viviera en mitad de un desierto, como esos eremitas antiguos que despiertan su admiración, un san Antonio Abad o un Simón Estilita, rodeado no por las piedras peladas y los escorpiones, sino por el espectáculo de la pedantería intelectual francesa en su apogeo, todos aquellos fantasmas prestigiosos rondando al mismo tiempo unas cuantas calles, aulas, librerías, cafés. Cioran entra en las oficinas de una editorial y le parece inmundo verse rodeado casi exclusivamente por libros de lingüística. Lee en una revista un ensayo de Maurice Blanchot y lo encuentra de una oscuridad tan impenetrable como si pudiera ahogarse en él. Vive la libertad y también la melancolía de un casi anonimato, y de una pobreza que es más grave porque con sus medios tan escasos ha de arreglárselas para mandar dinero a su madre y a sus hermanos en Rumania. Camina mucho y se fija en la gente conocida con la que se cruza. Jean-Paul Sartre pasa a su lado del brazo de una mujer mucho más joven y más alta, vestido con un abrigo a la moda y unos zapatos de piel de punta afilada como de seductor italiano. Un día de 1966 ve que le han dejado debajo de la puerta un telegrama: su madre, a la que no ha visto desde 1941, acaba de morir en Rumania. Dos o tres días después recibe una postal que su madre le había mandado un poco antes de morir, y le parece que le ha llegado del otro mundo.

Sobre el escritorio de Cioran, recordaba Simone Boué, había siempre un cuaderno, que ella vio siempre cerrado. Parecía siempre el mismo, pero Boué descubrió, cuando él había muerto, que habían sido 34 cuadernos, exactamente iguales, escritos de principio a fin y luego guardados, uno tras otro, desde 1957 a 1972. Son un diario y no lo son. La mayor parte de las entradas no tienen fecha. Son apuntes rápidos, notas de lecturas, recuerdos de sueños, fragmentos a veces tan breves como aforismos y a veces de hasta media página, o una página, como borradores de ensayos. Cioran, el rumano que no podía volver a su país, el apátrida que nunca tuvo un trabajo fijo en Francia y nunca adquirió la nacionalidad francesa, escribe en la vena más honda de la tradición literaria y filosófica de ese idioma, se apodera de ella, la usurpa, la vindica y la mantiene viva justo cuando los intelectuales nativos han renegado de ella para entregarse al hermetismo de las jergas, a la palabrería marxista, estructuralista, psicoanalítica. Escribió, con su mezcla habitual de truculencia y humorismo: “La lengua francesa me ha apaciguado como una camisa de fuerza calma a un loco”.

Los Cahiers, rescatados y transcritos por Simone Boué, se publicaron por primera vez en Gallimard en 1997, en un volumen formidable de casi 1.000 páginas. Yo los tengo desde hace años encima de mi mesa, una presencia tan invariable como la que tenían los cuadernos manuscritos en el escritorio de Cioran. Son como aquel libro de arena del que habla Borges en uno de sus últimos cuentos: en cualquier página por la que se abran puede dar comienzo una lectura de cinco minutos o de una hora, tan rica que cada vez será como si nunca antes se hubiera visto esa página, y nunca se volverá a abrir por ella. Ahora se publican íntegros por fin en español, en una traducción de Mayka Lahoz. El viejo misántropo que celebró con tanta vehemencia las virtudes del fracaso y del olvido también era sensible al reconocimiento. Murió de alzhéimer en 1995, pero su voz suena más clara y verdadera que nunca, ahora que están ya olvidados tantos fantasmones gloriosos que se cruzaban con él por el Barrio Latino sin saber quién era.

Cuadernos. 1957-1972. Emil Cioran. Traducción de Mayka Lahoz. Tusquets, 2020. 1.056 páginas. 29 euros.

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