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IDA Y VUELTA
Columna
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El gran teatro de la muerte

Cada convento es un escenario donde se celebra sin pausa y a puerta cerrada la ceremonia de la penitencia

Antonio Muñoz Molina
Conjunto de la antigua sala capitular del Real Monasterio de la Encarnación de Madrid, con un Cristo yacente de Gregorio Fernández.
Conjunto de la antigua sala capitular del Real Monasterio de la Encarnación de Madrid, con un Cristo yacente de Gregorio Fernández.LUIS SEVILLANO

En la tienda del Palacio Real, junto al catálogo de la exposición La otra corte, que se exhibe allí ahora, se vende el CD del Officium Defunctorum, de Tomás Luis de Victoria, grabado hace tres años por el grupo Musica Ficta. He vuelto a escucharlo en las debidas condiciones nada más volver a casa, y esa música que me acompaña con tanta frecuencia cobraba ahora una potencia más sombría porque sonaba como fondo de las terribles imágenes que la acompañaron en la época en que sonó por primera vez. De Victoria fue capellán de María de Austria en su retiro del convento de las Descalzas Reales en Madrid. El Officium Defunctorum lo compuso para el funeral de la emperatriz, que murió en 1603, y lo publicó en 1605. Que la primera parte de la mayor obra literaria de la lengua española y la composición más alta de toda nuestra música se escribieran al mismo tiempo es una coincidencia asombrosa. La música a la vez austera y deslumbrante de Tomás Luis de Victoria invoca el temor a la certeza y la cercanía de la muerte, pero en ella hay también una dulzura que no tiene que ver solo con la expectativa teológica de la resurrección: es compasiva, y consoladora, y para mi oído secular pero alerta a lo sagrado sugiere más la serena aceptación que la esperanza.

Ahora suena la música y miro en el catálogo la cara de la emperatriz a la que estaba dedicada, y que nunca llegó a escucharla. En una sala de la exposición, ideada por Fernando Checa, hay dos retratos de María de Austria, el uno frente al otro, como espejos mutuos del paso del tiempo, separados por casi 50 años. En el primero, de 1551, pintado con sutil maestría por Antonio Moro, María es una princesa joven, rubia, atractiva, de piel clara y ojos muy claros, con un gesto de reserva y de inteligencia, con un traje suntuoso de corte. Medio siglo después, cuando la retrató Juan Pantoja de la Cruz, con gran destreza pero con un pincel algo más áspero que el casi imperceptible de Antonio Moro, la emperatriz es un espectro blanco, con cara de cera, que emerge de las tinieblas del fondo oscuro del cuadro y de las tocas negras de monja y de viuda en luto perpetuo que la envuelven. Es una monja de clausura, pero nadie debe olvidar que es también una emperatriz: en una mano de muerta sostiene las cuentas enormes de un rosario, pero a su lado tiene la corona imperial, incrustada de piedras preciosas. En el cuadro la corona parece de oro macizo. En una vitrina, en la misma sala, entre los dos retratos, está el modelo verdadero, que no tiene piedra alguna de adorno y resulta ser de bronce y latón sobredorados.

En Madrid, en el siglo XVII, llegó a haber más de 60 conventos, entre frailes y monjas

En Madrid, en el siglo XVII, llegó a haber más de 60 conventos, entre frailes y monjas, que ocupaban una tercera parte del espacio mezquino de la ciudad. El de las Descalzas Reales y el de la Encarnación eran los principales entre los de mujeres, por su conexión directa con la Corona. Al de la Encarnación los reyes llegaban directamente desde el Alcázar por un pasadizo subterráneo. En el de las Descalzas Reales tuvo su retiro desde 1583 la emperatriz María, hermana del rey Felipe II y viuda del emperador Maximiliano II. Al quedarse viuda había viajado a Madrid desde Viena a través de una Europa devastada por las guerras de religión, eludiendo el peligro de los ejércitos protestantes, recolectando en su camino la mayor cantidad posible de reliquias sagradas, la mayor parte de las cuales se encuentran todavía en las Descalzas. Tuvo un empeño particular en adquirir tantas reliquias como fuera posible de las Once Mil Vírgenes, entre ellas muchos de los cráneos separados del tronco por los verdugos, así como prendas de ropa empapadas de sangre de las mártires. Gracias a un ensayo de Fernando Checa en el catálogo de la exposición he podido hacerme una idea del coleccionismo piadoso de la emperatriz María y he aprendido la palabra “lipsanoteca”, que es como una biblioteca o pinacoteca de reliquias santas. En los relicarios de orfebrería o marquetería, si uno se fija bien, hay pequeñas ampollas de vidrio incrustadas en las que se distinguen cosas imprecisas y también inquietantes: son trozos diminutos de hueso, o de madera, o residuos de tela, o puñados muy descoloridos de pelo. En la lipsanoteca de las Descalzas Reales se conservan, entre otros restos venerados, cinco de las espinas de la corona de Cristo, el cuerpo entero de uno de los Santos Inocentes y la mitad de otro, varios fragmentos del Lignum Crucis. De uno de ellos, por cierto, brotaron unas gotas de sangre cuando la emperatriz lo partió de manera accidental.

Cada convento es un teatro donde se celebra sin pausa y a puerta cerrada la ceremonia de la penitencia y de la muerte. Aislado en un museo, un cuadro, hasta el más tétrico o más sanguinario, es un objeto inocuo. Vistos en los lugares para los que fueron creados, en la atmósfera cotidiana, visual, ceremonial, sonora a la que pertenecían, los cuadros, las esculturas, los tapices cobran una presencia aterradora, una furia inmediata de amenaza y castigo, de luto sin respiro. Los cristos recién azotados por los sayones o recién bajados de la cruz de Gregorio Fernández exhiben huellas de latigazos que les han desollado la piel y abierto las carnes, heridas abiertas en las que borbotea la sangre, llagas en carne viva como pulpa rojiza. Un cuadro de un pintor anónimo del XVII simula un espejo en el que se mira una monja: pero debajo de las tocas lo que hay no es un rostro sino una calavera pelada. Aparte de la palabra lipsanoteca, en esta exposición he descubierto un género de pintura que no conocía: los retratos de monjas en el ataúd, monjas de todas las edades, con crucifijos y rosarios en las manos, rodeadas de flores, algunas muy viejas, otras niñas, infantas muertas amortajadas como monjas.

Aislado en un museo, un cuadro, hasta el más tétrico o más sanguinario, es un objeto inocuo

Pero hasta los retratos de niños y personas más o menos lozanas son funerarios. Las reinas mueren de parto y los herederos mueren de niños o en la primera juventud. Los retratos cuelgan en los muros del convento para que las monjas recen por las almas de los difuntos.

Nunca me ha aliviado tanto salir al aire libre de la plaza de Oriente, a la vista despejada del Campo del Moro y la Casa de Campo desde los miradores del palacio. Ahora he de esforzarme en escuchar a De Victoria sin que me vengan a la cabeza todos esos espectros.

La otra Corte. Mujeres de la Casa de Austria en los Monasterios Reales de las Descalzas y la Encarnación. Palacio Real de Madrid. Hasta marzo.

Officium Defunctorum. Tomás Luis de Victoria. Musica Ficta. Raúl Mallavibarrena (director). Enchiriadis, 2014.

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