El tenebrismo místico de "Officium defunctorum", de Cristóbal Halffter
Más de una vez la música honda mente española de Cristóbal Halffter aparece ligada a la pintura, bien se trate de Goya (Pinturas negras), bien de los actuales Lucio Muñoz, Rivera y Sempere, que, con el escultor Chillida, inspiran Tiempos para espacios; bien del Officium defunctorum, el más alto ensayo tenebrista del compositor madrileño. Tenebrismo místico que si, en lo plástico, enlaza con José de Ribera, en lo musical entronca con Tomás Luis de Victoria.La obra de Cristóbal Halffter, estrenada ahora en España, nace de un cierto sentimiento, pero, quizá, está condicionado por algunas peticiones de principio: Radio Francia, que asume el patrocinio de ta composición, quiere una creación grande y piensa interpretarla en San Luis de los Inválidos, donde se estrenara el siglo pasado el Requiem, de Berlioz. Tanto pesaron en el ánimo de Halffter los dos condicionamientos que, en realidad, Officium defunctorum no tiene más espacio válido que un gran templo. Mientras no sea escuchada así no acabaremos de entenderla con precisión.
Orquesta y Coro Nacionales
Director: C. Halffter. Solistas: J. Casamayor, A. Álvarez, M. J. Sánchez, L. Fernández, S. Leivinson, S. Goñi, P. Heras, C. Abad, J. Vivas, J. A. Sáez, A. Valderrábano, J. M. Sola y M. Oliver. Director Coro: José de Felipe. Obras de V. Williams y Halffter. Teatro Real. 6 marzo
Con un dominio técnico admirable y una no menos admirable valentía, el músico apoya su inmensa meditación sobre la muerte en un coro tenebroso y compacto herido, una y otra vez, por haces de luz. Ese ambiente no está ahí para que lo contemplemos, sino para que ingresemos en él. Esto es: sin una escucha activa, sin una voluntad de vivir esa hora en la que imágenes, perspectivas, luces y sombras habitan un ámbito con dimensiones propias, el auditor puede rendirse ante lo que, acaso le parecerá excesivo.
Podría argüirse cierta insistencia ideológica y sintáctica a través de la mayoría de los -pasajes, o signos acusados de violencia en el canto de júbilo final, que, sin embargo, otorgan mayor belleza al aleluya de la voz infantil. Que el compositor no pretende cantar los textos, que ni siquiera le importa que se entiendan, es algo tan claro que no precisa de mayor comentario. Sí le importa, y mucho, el sentimiento expresivo de sustancial austeridad, a la que, sin embargo, podría añadírsele la paradójica adjetivación de esplendorosa.
Someter a unidad significante los extremos de una nota aislada y el despliegue de la gran orquesta y coros es arriesgada hazaña de Cristóbal Halffter, a la que, por cierto, parecía vocado ya en el comienzo de su carrera: desde la cima del Officium se vislumbra la lejana, juvenil y titubeante Antífona, por más que entre una y otra hayan mudado tantas cosas. Lo que era fluido incontinente y juvenil es ahora experiencia de la vida acosada por las circunstancias de su entorno. No sé si es su mejor obra; sí que en el Officium encuentro al Halffter más verídico.
La versión, dirigida por el autor de la Orquesta y Coro Nacionales, fue excelente, así como la conseguida de las Variaciones-Tallis, de Vaughan-Williams, tan queridas por Cristóbal.
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