Cioran: un escritor intempestivo
La lucidez del pensamiento del autor rumano se manifiesta en bruto en sus 'Cuadernos', que ahora se publican íntegros por primera vez en español
Algunos libros no existen para leerse más o menos de corrido, sino para tenerlos a mano y hojearlos de vez en cuando, leer una página o dos y volver a cerrarlos. La lucidez y la energía que emana de ellos es demasiado fuerte y puede convertirse en tóxica. Son a menudo libros fragmentarios, inacabados, que no habían sido concebidos como tales, que han llegado a ser publicados un poco azarosamente, y eso, por cierto, les agrega ese cierto encanto que tiene lo más o menos espontáneo, un marchamo de excepcionalidad, cierta aura legendaria.
Esa calidad de inconcluso y deslavazado, por otra parte, parece que se corresponda bien con cierto espíritu de nuestra época algo cansado e incrédulo de la obra redonda y de la pretensión de totalidad. Es el caso, por ejemplo, del Diario de Renard —muy reescrito por el autor, pero amputado por su viuda—, del Libro del desasosiego de Pessoa o de los Cuadernos de Cioran (Rasinari, Rumania, 1911-París, 1995), que algunos consideran su obra maestra y que ahora por primera vez se editan íntegros en español, 20 años después de una primera antología. Aquella antología estaba bien seleccionada, pero precisamente libros fragmentarios y tentativos como este necesitan, exigen la publicación en su totalidad, porque su magia opera también por acumulación, por abundancia. Lo cual, desde luego, encierra una contradicción…
Después de la muerte de Cioran en 1995, su viuda, Simone Boué, que le sobreviviría solo dos años, encontró en una maleta de su estudio 34 cuadernos idénticos al que el escritor siempre tenía, cerrado, sobre la mesa de trabajo. Los había empezado en 1957 y suspendido en 1972. Muchos llevaban en la cubierta la anotación: “Para destruir”. Pero en sus páginas el escritor señalaba también alguna vez el proyecto de revisarlos, corregirlos y convertirlos en un libro: en vez de ese libro “pulido” tenemos este en estado bruto, en el que culmina el proceso del escritor rumano hacia el minimalismo; pues si al principio de su trayectoria, en los primeros libros que escribió en francés, como Breviario de podredumbre o El aciago demiurgo, cultivaba el ensayo de mediana extensión, de 20 o 30 páginas, en cuya escritura penaba como un forzado, según su propia confesión, y luego, más adelante, cuando aquellos le proporcionaron cierto reconocimiento en los círculos intelectuales, los artículos sobre temas filosóficos y perfiles de escritores —algunos, reunidos en sus admirables Ejercicios de admiración—, se fue decantando por los textos más breves, por los aforismos, y finalmente aparecieron estos fragmentos, borradores y tentativas de orden vario —“llevo el fragmento en la sangre”— antes del imperativo silencio.
En las páginas de los Cuadernos se suceden las sentencias ingeniosas y lapidarias —como la primera de todas: “Leído un libro sobre la caída de Constantinopla. He caído con la ciudad”—; los bocetos de una idea que no se perfila por falta del adjetivo preciso; las secas anotaciones factuales sobre lecturas, aniversarios y muertes; algunas anécdotas —pocas y siempre sin mencionar a sus protagonistas salvo por sus iniciales—; ecos de estados de ánimo —“Hace un rato, en Presses Universitaires, ante la acumulación de libros sobre lingüística, he perdido los estribos y he salido de allí furioso y asqueado”—; y hasta de vez en cuando una interjección, como un inesperado, elocuente: “¡Bah!”…
Con esta edición de los Cuadernos, acompañada del primer libro que publicó en Rumania, En las cimas de la desesperación, la editorial Tusquets inaugura de la mejor manera posible la Biblioteca Cioran, donde irá publicando la mayor parte de su obra, que sigue provocando el interés de un número considerable de lectores en nuestro país desde los años setenta, cuando Fernando Savater tradujo algunos de sus libros y publicó su tesis doctoral, Ensayo sobre Cioran.
Esa celebridad que Cioran se esforzaba en despreciar (rechazó, por ejemplo, un importante premio literario cuya dotación le hubiera sido muy útil años atrás, explicó al jurado, pero ya no lo necesitaba y recomendaba que se lo dieran a algún escritor más joven y desvalido) es más singular por el hecho de que, aunque la potencia expresiva de su fraseo deriva de la suntuosa tradición retórica francesa, Cioran fue un escritor intempestivo.
Lo fue tanto por los temas que le interesaban —en plena revolución hedonista de los años sesenta, él se recreaba en la aventura de los místicos y los mártires, y podía dedicar uno de sus más brillantes y famosos ensayos al tema de la visita a un polvoriento museo de paleontología y a las infinitas meditaciones que le sugería la contemplación de fósiles y huesos de especies extinguidas— como por su condición de periférico en lo social: un exiliado rumano en París que repudiaba a partes iguales lo rumano y lo francés y se jactaba de su estatuto de apátrida. Que vivió en cuartos de hotel hasta conocer a Boué y mudarse con ella a la buhardilla que les alquiló una admiradora de su obra. Que hizo norma de vida no trabajar nunca, a costa si fuere preciso de rebajarse al parasitismo. Que observaba a los mendigos casi con envidia.
A veces Cioran parece una lumbrera del cinismo y del desengaño, un Diógenes del siglo XX, y otras veces un charlatán del Balcán, un coqueto del dolor. Seguramente una de las fuerzas decisivas en su configuración como pensador y escritor fuera, además de sus lecturas de los místicos, de los padres de la Iglesia y de Oswald Spengler, el autor de La decadencia de Occidente, que postulaba la vida orgánica de las civilizaciones, su formación en un ambiente religioso, como hijo que era de un pastor ortodoxo; o sea, el aprendizaje de un anhelo de trascendencia, sentido y arrebato cuyo fracaso se dedicaría a glosar interminablemente.
Luego, su juvenil adhesión al nacionalismo rumano de entreguerras, con simpatías extremistas, de donde saldría escaldado para el resto de su vida, convertido en un mudo en asuntos de política y actualidad —salvo en privado, en sus diarias conversaciones telefónicas con Ionesco, en las que se ponían a gusto contra la frivolidad de Sartre y el izquierdismo del establishment cultural parisiense de la época—. También fue muy formativo, como reiteradamente recalcó, el insomnio que padeció durante casi toda su vida y que le arrojaba “fuera del tiempo” a una eternidad angustiosa. Y, en fin, su mencionada condición de exiliado en París, donde recibía con cuentagotas noticias sobre las cuitas de sus amigos y parientes atrapados en la cárcel de la dictadura comunista rumana. Era una forma desde luego especial de estar solo pero bien comunicado con la desgracia, cuyas mil variaciones, salpicadas con algún comentario irónico y alguna celebración de Bach o de Brahms —“Bach sigue siendo, pese a todo, el mayor descubrimiento que habré hecho en este bajo mundo”—, anotó, entre los años 1957 y 1972, en estos Cuadernos.
Cuadernos. 1957-1972. Emil Cioran. Traducción de Mayka Lahoz. Tusquets, 2020. 1.056 páginas. 29 euros
En las cimas de la desesperación. Emil Cioran. Traducción de Rafael Panizo. Tusquets, 2020. 224 páginas. 18 euros
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