Todo dicho ya
Es el placer primitivo de la compañía, de estar uno junto al otro también al final del camino, sin la necesidad algunas tardes siquiera de comunicarse
Hace una semana, en un asador de Sanxenxo, una pareja de hombres mayores, uno frente al otro, comió sin dirigirse la palabra. Fue un espectáculo íntimo y delicado al que asistimos los pocos que nos percatamos. Fue un suceso de seres de otro tiempo, algo tan impresionante que, cuando pagaron la cuenta y se fueron en silencio culminando la obra de arte, estuvimos a punto de levantarnos y aplaudir.
Sobre todo por el entorno. Se trataba de un asador popular, enorme, repleto de celebraciones familiares (la nuestra lo era) y cumpleaños infantiles. Uno de esos lugares a los que llegas, abres la puerta del coche y salen los niños disparados para perderlos de vista dos horas mientras a ti te tiran churrasco de cerdo en el plato hasta asignarte un cardiólogo y, en los postres, un forense; un lugar feliz. Y allí, en medio del griterío y de los brindis, del voceo de las comandas y de los cánticos con el chupito de orujo, dos hombres de unos 70 años, pantalones cortos y camiseta, un poco Vincent Vega y Jules Winnfield, se sentaron a la mesa y comieron despacio pulpo á feira, chipirones encebollados y, al final, pescado a la brasa.
Fantaseé, claro. Quizá eran dos viejos amigos del instituto que se tenían todo dicho ya, que habían llegado a ese extremo ignoto de la amistad en que uno puede quedar con un amigo y no decirle absolutamente nada, ni echar de menos que te diga algo él. El placer primitivo de la compañía, de estar uno junto al otro también al final del camino, sin la necesidad algunas tardes siquiera de comunicarse. Como cuando ves algo por la calle que remite al mismo recuerdo, y sabes que él lo está pensando y tú también, y echáis el día mediante una comunicación extrasensorial que cuesta décadas construir, pero que os convierte, una vez sofisticada, en una especie única a cuyo idioma encriptado, un idioma que prescinde de sonidos, no tiene acceso nadie.
Recordé una historia que le leí hace años al periodista Xavier Valiño. Aquella de cuando Van Morrison y Bob Dylan compartían abogado y el abogado decidió que se tenían que conocer, y les arregló una comida en un restaurante de Londres. Aparecieron los dos en el restaurante, pidieron educadamente la comida y empezó a desfilar un plato tras otro bajo el silencio. No hablaron entre ellos una sola palabra. Al terminar su postre, Dylan se levantó y se fue. Van Morrison le dijo a su socio: “Estaba en muy buena forma hoy, ¿no?”
Quizá, pensé, mis dos comensales no fuesen amigos y simplemente decidieron quedar para comer como queda la gente a veces para follar, por aplicación: una aplicación en la que se pide comer en silencio y tener destreza con los cubiertos. “La boca no es para hablar. Es para callar”, empieza Manuel Rivas en la novela Todo es silencio. Buscaban a alguien que les dejase comer escuchando a los demás; buscaban a alguien que les dejase separar la carne de la espina. Una vez, un actor internacional invitó a un amigo a comer, y mi amigo lo rechazó. “¿Por qué no comes con él? Seguro que sería una comida muy interesante”, le preguntaron. “¿Por qué? ¿Come con los pies?”. Se da por hecho que comer con alguien es hablar, pero a veces comer es sólo comer.
Dos hombres en una mesa sin decirse nada en medio de un asador de un ruidoso pueblo turístico son, en cierta manera, lo que queda del invierno. La resistencia inútil pero romántica, como todo lo que está destinado a perder.
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